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La voz de Paola irrumpió en sus reflexiones.

– No; no creo que la muerte de un hijo pueda superarse. No del todo.

– ¿A ti te parece que es peor para la madre? -preguntó él.

Ella meneó la cabeza desestimando sus palabras.

– No; eso es una tontería.

Él agradeció que no pusiera un ejemplo para demostrarle que el dolor de un padre puede ser igual de hondo. Apartó la vista de las montañas y la miró a los ojos.

– ¿Tú qué crees que ocurrió? -preguntó Paola.

Incapaz de encontrar un sentido a todo lo que había sucedido a la familia Moro, él movió la cabeza negativamente.

– No tengo más que cuatro hechos: él escribe el informe y es represaliado; es elegido al Parlamento y renuncia al escaño; su esposa ha recibido un disparo poco antes de que él dimita; dos años después, su hijo aparece ahorcado en el aseo de la escuela.

– ¿La escuela puede tener algo que ver? -preguntó Paola.

– ¿Por qué razón? ¿Por ser una academia militar?

– Es la única particularidad que tiene, ¿no? -dijo ella-. Además del hecho de que se pasan todo el invierno andando por la ciudad con aspecto de pingüinos. Y el resto del año como si tuvieran algo maloliente debajo de la nariz. -Ésa era la descripción que solía hacer Paola de los esnobs y sus maneras. Por ser hija de un conté y de una contessa y haber pasado la juventud rodeada de riquezas y títulos y de los parásitos que atraen unas y otros, ella tenía que conocerlos bien, pensaba su marido.

– Siempre he oído decir que e¡ nivel académico es bueno -dijo él.

– ¡Bah! -explotó ella, borrando del aire tal posibilidad con una bocanada de aliento.

– Ése no me parece un argumento concluyente -dijo él-. Pese a estar bien articulado y razonado.

Paola se volvió de cara a él con los brazos en jarras, en la actitud de la actriz que opta al papel de Mujer Airada.

– Quizá mí argumento no sea concluyente, pero procuraré articularlo.

– Me encanta usted cuando se enoja de esa manera, signora Paola -dijo él forzando la voz hasta su registro más agudo. Ella dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y se echó a reír-. Te escucho -agregó, alargando la mano hacia la botella de pinot noir que estaba en la encimera.

– Susanna Arici dio clases allí, cuando volvió de Roma, mientras esperaba obtener plaza en una escuela estatal. Pensó que, aceptando el puesto que le ofrecía la academia, aunque fuera sólo a tiempo parcial, por lo menos habría entrado en el sistema de la enseñanza pública. -Al advertir la mirada interrogativa de Brunetti explicó-: Pensó que la escuela dependía del ejército y que, por io tanto, era un centro estatal. Pero es totalmente privado, no está adscrita al ejército de modo oficial, aunque da esa impresión y consigue recibir subvención del Estado. En definitiva, lo único que Susanna consiguió fue un empleo a tiempo parcial, mal pagado. Y, cuando llegó el momento de nombrar a un titular permanente para e! puesto, no la nombraron a ella.

– ¿Qué enseñaba? ¿Inglés? -Brunetti había coincidido con Susanna varias veces. Era la hermana menor de una condiscípula de Paola, había estudiado en Urbi-no y regresado a Venecia para dar clases, donde seguía residiendo, felizmente divorciada y compartiendo la vida con el padre de su segunda hija.

– Sí, pero sólo un año.

Aquello había ocurrido hacía casi diez años, por lo que Brunetti preguntó:

– ¿No crees que desde entonces pueden haber cambiado las cosas?

– No sé por qué habían de cambiar. Las escuelas públicas no han hecho sino empeorar, desde luego, aunque supongo que los alumnos siguen poco más o menos lo mismo, y no veo por qué las privadas iban a ser diferentes.

Brunettí apartó una silla de la mesa y se sentó.

– Bueno, cuenta. ¿Qué decía Susanna?

– Que la mayoría de los padres eran unos prepotentes que transmitían a los hijos su sentimiento de superioridad. Y a las hijas también, por supuesto, pero como la academia sólo admite a chicos… -La voz de Paola se apagó, y durante un momento Brunetti creyó que iba a aprovechar esa oportunidad para lanzarse a la denuncia de las escuelas que discriminan por el sexo y reciben fondos del Estado.

Ella se acercó, le tomó la copa de la mano, bebió un sorbo y se la devolvió.

– No temas, cariño. Los sermones, uno a uno.

Brunetti, para no alentarla, ahogó una sonrisa.

– ¿Qué más decía Susanna? -preguntó.

– Que se creen con derecho a todo lo que tienen, o que tienen sus padres, y que se sienten miembros de un grupo especial.

– ¿No nos sentimos todos así? -preguntó Brunetti.

– En ese caso -prosiguió Paola-, es más bien que se sienten vinculados únicamente al grupo, a sus reglas y decisiones.

– ¿Y no es eso lo que yo digo? -preguntó Brunetti-. Así nos sentimos también los de la policía. Bueno, por lo menos algunos.

– Sí, claro. Pero también os sentís sometidos al resto de las leyes que nos gobiernan a los demás, ¿no?

– Desde luego -convino Brunetti. Pero entonces su conciencia, y también su inteligencia, le hicieron agregar-: Algunos.

– Bien, pues Susanna decía que esos chicos, no. Que ellos no reconocen más normas que las militares. Que mientras las cumplan y permanezcan leales al grupo, puedan hacer lo que les venga en gana. -Paola observaba a su marido mientras hablaba y, al darse cuenta de la atención con que él escuchaba, prosiguió-: Es más, decía que los profesores, la mayoría de los cuales tienen un pasado militar, hacían cuanto podían para fomentar en los alumnos esta manera de pensar. Les decían que, ante todo y por encima de todo, se considerasen soldados. -Entonces sonrió, pero con tristeza-. Es patético: no son soldados ni tienen una verdadera relación con los militares y, no obstante, se les inculca que deben considerarse guerreros y rendir culto a la violencia. Es nauseabundo.

Algo que le estaba rondando por la cabeza a Brunetti se definió por fin:

– ¿Estaba ella allí cuando violaron a aquella muchacha? -preguntó.

– No; me parece que eso ocurrió un año o dos después. ¿Por qué?

– Estaba tratando de recordar el caso. La chica era hermana de uno de los alumnos, ¿verdad?

– Sí, o prima -dijo Paola. Agitó la cabeza, como para estimular la memoria-. Lo único que recuerdo es que se avisó a la policía y, al principio, parecía que la chica había sido violada. Pero la noticia desapareció de los periódicos como por ensalmo.

– Es curioso, pero no lo recuerdo con claridad, sólo el hecho en sí, sin los detalles.

– Debió de ser cuando estabas en Londres, en aquel cursillo -apuntó Paola-. Recuerdo haber pensado que no tenía manera de saber lo que había ocurrido realmente, porque tú no estabas aquí para contármelo, y mi única fuente de información eran los periódicos.

– Sí; eso debió de ser -dijo él-. En los archivos tiene que haber algo; por lo menos, el informe original.

– ¿Lo encontrarías?

– La signorina Elettra, seguro.

– Pero, ¿por qué molestarse? -dijo Paola con súbita vehemencia-. El caso no tiene nada de particular: niños ricos, papas ricos, silencio, la noticia desaparece de los periódicos y, seguramente, de los archivos públicos.