Выбрать главу

– De todos modos, le pediré que mire -dijo Brunetti, y preguntó-: ¿Qué más decía Susanna?

– Que nunca se había sentido a gusto allí. Que percibía un resentimiento encubierto, por su condición de mujer.

– Ella nada podía hacer para remediarlo, ¿verdad?

– Ya lo remediaron ellos al contratar a la persona que la sustituyó.

– A ver si lo adivino. ¿Era un hombre?

– Completamente.

Con cautela, procurando no azuzar uno de los caballos de batalla de Paola, él preguntó:

– ¿No estaré detectando ahí un cierto sexismo a la inversa?

La mirada de Paola fue furibunda, pero enseguida se suavizó con una sonrisa de tolerancia:

– Según Susanna, el nuevo profesor hablaba un inglés tan bueno como el de un taxista parisiense, pero había pasado por la Academia Naval de Livorno, por lo que si lo hablaba bien o no era un detalle sin importancia. Ni si lo hablaba siquiera. En realidad, se trata de una institución que, salvando las distancias, podría compararse con esos colegios privados femeninos en los que se enseña a las señoritas a comportarse en sociedad, sólo que ahí se prepara a los chicos para seguir los pasos del padre en el ejército o para entrar en el negocio familiar. Y no es que el ejército sea una institución que exija un gran nivel intelectual. -Antes de que Brunetti pudiera discutírselo, Paola dijo-: Sí, quizá exagero, lo reconozco. Es cierto que Susanna tiene tendencia a ver sexismo donde no lo hay.

Cuando se hubo repuesto de la impresión causada por este alarde de ecuanimidad, Brunetti dijo:

– ¿Recuerdas que ella dijera entonces todas esas cosas?

– Desde luego. Yo fui una de las personas que la recomendaron para el puesto, y por eso cuando la despidieron me lo dijo. ¿Por qué lo preguntas?

– Quería saber si habías hablado con ella después de que ocurriera eso.

– ¿Lo de ese chico?

– Sí.

– No; hace, no sé, por lo menos seis meses que no hemos hablado. Pero si lo recuerdo tan bien tal vez sea porque me confirmó todo lo que yo había pensado siempre de los militares. Tienen la moralidad de las víboras. Todo vale para taparse las faltas unos a otros: la mentira, el fraude, el perjurio. No tienes más que ver lo que ocurrió cuando aquellos norteamericanos chocaron con su avión contra el teleférico. ¿Alguno de ellos contó la verdad? Que yo sepa, ninguno estuvo en prisión. ¿A cuántas personas mataron? ¿Veinte? ¿Treinta? -Gruñó de indignación, se sirvió media copa de vino, pero la dejó en la encimera, sin probarla, mientras proseguía-:

Hacen lo que se les antoja a cualquiera que no pertenezca a su grupo y, en cuanto la gente empieza a hacer preguntas, no sueltan prenda y se ponen a hablar de honor y lealtad y de toda la sacrosanta mierda. Hasta a un cerdo le daría náuseas. -Calló, cerró los ojos un momento y los abrió lo justo para ver la copa de vino y asirla. Tomó un sorbo pequeño y luego otro mayor. De repente, sonrió-. Fin del sermón.

En su juventud, Brunetti había hecho dieciocho meses de modesto servicio militar, pasados, en su mayor parte, de caminatas por las montañas con otros alpini. Sus recuerdos, cubiertos por la dorada pátina del tiempo, según él mismo reconocía, traslucían un sentimiento de unidad y compañerismo completamente diferente del que evocaban los de su familia. Al rememorar aquella época, la imagen que le venía a la mente con más claridad era la de una cena de pan, queso y salami, devorada en compañía de otros cuatro chicos, en una helada cabaña del Alto Adigio, seguida de dos botellas de grappa y de un concierto de cantos marciales. Nunca se lo había contado a Paola, no porque se avergonzara de la borrachera sino porque el recuerdo aún le producía una ingenua alegría. No sabía qué había sido de los otros chicos -ahora ya hombres maduros-, adonde habían ido ni lo que habían hecho después del servicio militar, pero sabía que, en el frío de aquella cabaña, se había forjado una especial solidaridad y que él nunca volvería a experimentar algo parecido.

Se obligó a volver al presente y a su esposa.

– A ti siempre te han caído mal los militares, ¿verdad?

La respuesta fue instantánea:

– Dame una razón en contra.

Consciente de que ella desestimaría su recuerdo de la cena en la cabana como un rito de fraternidad masculina de la peor especie, Brunetti descubrió que no tenía argumentos:

– ¿La disciplina?

– ¿Nunca has viajado en tren con un puñado de soldados? -preguntó Paola, y luego repitió con un resoplido de desdén-: ¿Disciplina?

– El servicio militar los aparta de las faldas de mamá.

Ella se rió.

– Quizá sea ésa la única ventaja. Desgraciadamente, al cabo de los dieciocho meses, todos vuelven al nido.

– ¿Eso es lo que crees que hará Raffi? -preguntó Brunetti.

– Si en algo vale mi opinión -empezó ella, y Brunetti se preguntó cuándo no había valido-, Raffi no hará el servicio militar. Vale más que se vaya a Australia y se pase dieciocho meses recorriendo el país y trabajando de lavaplatos. Desde luego, así aprenderá cosas más útiles. O que haga el servicio sustitutorio, trabajando de voluntario en un hospital.

– ¿Y tú le dejarías ir a Australia solo? ¿Dieciocho meses? ¿A fregar platos?

Paola lo miró y sonrió al ver la expresión de auténtico asombro que él tenía en la cara.

– ¿Por quién me tomas, Guido? ¿Por una gallina clueca? No seria fácil dejarlo marchar, ni mucho menos, pero creo que le haría mucho bien independizarse. -Como Brunetti no decía nada, agregó-: Por lo menos, le enseñaría a hacerse la cama.

– Ya se la hace -dijo Brunetti, tomando la frase al pie de la letra.

– Quiero decir, en un sentido más amplio -explicó Paola-. Así comprendería que la vida no se reduce a esta pequeña ciudad con sus pequeños prejuicios y quizá se diera cuenta de que para conseguir lo que quieres tienes que trabajar.

– ¿En vez de pedirlo a tus padres?

– Exactamente. O a tus abuelos.

Raras veces había oído Brunetti a Paola expresar, ni veladamente, una crítica de sus padres, por lo que la curiosidad le hizo ahondar en el tema.

– ¿Para ti fue demasiado fácil? Me refiero a tu infancia.

– No mucho más fácil que para ti difícil, cariño.

Brunetti, que no estaba seguro de lo que ella había querido decir, iba a preguntárselo cuando se abrió bruscamente la puerta del apartamento y Chiara y Raffi irrumpieron en el corredor, catapultados. Él y Paola se miraron y sonrieron. Ya era hora de almorzar.

13

Como solía ocurrir, el almuerzo en casa, en compañía de su familia, levantó enormemente el ánimo a Brunetti. No hubiera podido precisar si su reacción era distinta de la del animal que vuelve a su guarida: segura, con el calor de la prole que saliva al oler la presa recién muerta que les trae. Cualquiera que fuera la causa, la experiencia lo reconfortaba y le permitía volver al trabajo con nuevas energías para reanudar la caza.

Toda imagen de violencia se borró de su mente cuando entró en el despacho de la signorina Elettra y la vio sentada a su mesa, leyendo, con la barbilla apoyada en una mano, cómoda y relajada.

– ¿No interrumpo, supongo? -preguntó viendo en los papeles el sello del Ministerio del Interior y, debajo, la franja roja que marcaba los documentos confidenciales.

– Nada de eso, comisario -dijo ella, guardando los papeles en una carpeta con movimiento indolente, con lo que despertó el interés de Brunetti.

– ¿Puedo pedirle un favor? -preguntó él mirándola a los ojos y evitando leer la etiqueta de la carpeta.

– Por supuesto, comisario -dijo ella. Guardó la carpeta en el cajón de arriba y se acercó un bloc-. ¿De qué se trata? -preguntó, bolígrafo en mano, con una amplia sonrisa.