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– Sí, señor.

La conclusión de Brunetti fue terminante, pero aun así preguntó a Pucetti:

– ¿A usted qué le parece?

Era evidente que el agente se había preparado para esa pregunta, porque su respuesta fue inmediata.

– La gente se suicida, bueno, por lo menos, eso me parece a mí, se suicida, quizá, después de un examen, si el resultado es malo. Por lo menos, eso haría yo -dijo, y agregó-: aunque yo nunca me mataría por un estúpido examen.

– ¿Por qué se suicidaría usted, Pucetti?

El agente miró a su superior con ojos de búho.

– Pues, me parece que por nada. ¿Y usted, señor?

Brunetti rechazó la idea con un ademán.

– Por nada, desde luego. Aunque supongo que eso nunca se sabe. -Tenía amigos que estaban suicidándose con el estrés, el tabaco o el alcohol, y algunos tenían hijos que se suicidaban con la droga, pero no recordaba a nadie, por lo menos, en este momento, a quien considerase capaz de darse la muerte deliberadamente. Pero quizá ésta sea la razón por la que un suicidio cae siempre como un rayo: el que se suicida es siempre aquel de quien menos sospecharías semejante acto.

Su atención volvió a Pucetti sólo a tiempo de captar el final de lo que decía:

– … para ir a esquiar este invierno.

– ¿El joven Moro? -preguntó Brunetti, disimulando su distracción.

– Sí, señor. Y ese chico dijo que a Moro le ilusionaba, que le encantaba esquiar. -Calló esperando algún comentario de su superior y, en vista de que no llegaba, prosiguió-: Parecía realmente afectado.

– ¿Quién? ¿Ese chico?

– ¿Sí.

– ¿Por qué?

Pucetti lo miró con extrañeza, sorprendido de que Brunetti no lo hubiera deducido.

– Porque, si no se mató él, alguien tuvo que matarlo.

Al ver la mirada de complacencia con que Brunetti lo escuchaba, Pucetti empezó a sospechar, no sin cierta desazón, que quizá su superior sí lo había deducido.

14

En días sucesivos, la atención de Brunetti tuvo que desviarse de la familia Moro y sus desgracias para concentrarse en el Casino. En esta ocasión, no se pidió a la policía que investigara las frecuentes y refinadas formas de fraude practicadas por jugadores y crupieres sino las acusaciones formuladas contra la administración del casino por enriquecerse a costa del erario público. Brunetti era uno de los pocos venecianos que recordaban que el Casino pertenecía a la ciudad y, por consiguiente, era consciente de que cualquier apropiación indebida o malversación de las ganancias del Casino era una detracción de los fondos destinados a la ayuda a viudas y huérfanos. Que personas que pasan la vida entre apostadores y tahúres roben no era una sorpresa para Brunetti, lo que a veces lo asombraba era el descaro con que actuaban, porque, al parecer, todos los servicios accesorios del Casino -banquetes, fiestas particulares, incluso el bar- habían ido siendo transferidos discretamente a una empresa que estaba administrada por el hermano del director.

Como hubo que traer a detectives de otras ciudades, para que no fueran reconocidos cuando acudieran al Casino haciéndose pasar por jugadores, y encontrar a empleados dispuestos a declarar contra sus jefes y compañeros, hasta el momento, la investigación había sido lenta y complicada. Brunetti se encontró implicado en ella a expensas de otros casos, incluido el de Ernesto Moro, en el que seguían acumulándose los indicios que abonaban la tesis del suicidio: ni el informe del laboratorio con el análisis de la cabina de la ducha y la habitación del muchacho contenía dato alguno que pudiera esgrimirse para justificar sospechas sobre la causa de la muerte, ni las declaraciones de alumnos y profesores revelaban una opinión que no fuera la del suicidio. Brunetti, aunque no se dejaba convencer por la falta de indicios verosímiles que apoyaran su idea, recordaba las veces en las que su impaciencia había perjudicado la investigación. Así pues, paciencia y calma eran el lema que se había impuesto.

El magistrado nombrado para la instrucción del caso iba a dictar orden de arresto para la plana mayor del Casino cuando la oficina del alcalde emitió una declaración por la que se anunciaba el traslado del director a otra dependencia de la administración municipal y el ascenso de sus adjuntos a cargos de relevancia en otras ciudades. Por su parte, los dos testigos principales pasaron a ocupar puestos importantes en el reorganizado Casino, y entonces ambos comprendieron que su anterior interpretación de los hechos tenía que ser errónea. Reventado el caso, la policía se retiró del suntuoso palazzo del Canal Grande y los detectives foráneos volvieron a sus lares.

Estos hechos tuvieron como consecuencia una llamada de Patta a última hora de la mañana, durante la cual el vicequestore reprendió a Brunetti por lo que él juzgaba una actuación hiperagresiva de la policía hacia la administración del Casino. Como Brunetti -que siempre consideraba los crímenes contra la propiedad con mentalidad abierta- nunca había mirado a los sospechosos más que con una leve reprobación, las acaloradas palabras de Patta cayeron sobre él sin producir más efecto que una lluvia de primavera en una tierra empapada.

Hasta que su superior se refirió a la familia Moro no empezó Brunetti a prestar atención a sus palabras.

– El teniente Scarpa me ha dicho que ese muchacho estaba considerado inestable, por lo que no hace falta que sigamos empantanados en este asunto. Me parece que ha llegado el momento de cerrar el caso.

– ¿Por quién, señor? -inquirió Brunetti cortesmente.

– ¿Cómo?

– ¿Por quién? ¿Por quién estaba considerado inestable?

La reacción de Patta indicaba que no había creído necesario hacer esa pregunta: para él, la afirmación de Scarpa era prueba más que suficiente.

– Por sus profesores, supongo. Gente de la escuela. Sus amigos. Las personas con las que hablara el teniente -enumeró Patta rápidamente-. ¿Por qué lo pregunta?

– Por curiosidad, señor. No sabía que el teniente estuviera interesado en este caso.

– No he dicho que estuviera interesado -dijo Patta sin disimular su disgusto por esta nueva prueba de la incapacidad de Brunetti para hacer lo que todo buen policía debe hacer: darse cuenta de cuándo una sugerencia es realmente una orden; aunque, más que incapacidad, el vicequestore sospechaba que era resistencia. Aspiró profundamente-. Con quienquiera que hablara, le dijo que el chico era francamente inestable. Por ello parece aún más probable que fuera suicidio.

– Desde luego, eso indicaba la autopsia -afirmó Brunetti con suavidad.

– Sí, ya lo sé. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Patta prosiguió-: No he tenido tiempo de leer detenidamente el informe del forense, pero la impresión general apunta al suicidio.

A Brunetti no le cabía duda alguna acerca de la identidad del autor de la impresión general. Lo que no estaba claro era por qué el teniente Scarpa se interesaba en un caso en el que no intervenía.

– ¿Ha dicho algo más? -preguntó Brunetti, procurando aparentar sólo un leve interés.

– No. ¿Por qué?

– Oh, es sólo que si el teniente está tan convencido, podemos comunicar a los padres que la investigación está cerrada.

– Usted ya ha hablado con ellos, ¿verdad?

– Sí, hace varios días. Pero, como recordará, señor, usted me pidió que me asegurara de que nuestras conclusiones no dejaban lugar a duda, para no dar al padre motivo de queja por nuestra actuación, habida cuenta de los problemas que ha causado a otras agencias del Estado.

– ¿Se refiere a su informe? -preguntó Patta.

– Sí, señor. Pensé que desearía usted asegurarse de que no podía promover una investigación similar sobre nuestra forma de actuar respecto a la muerte de su hijo. -Brunetti hizo una pausa, para apreciar el efecto de estas palabras y, al advertir las primeras señales de inquietud en Patta, remachó-: Parece haberse ganado la confianza del público, por lo que cualquier queja que formulara tendría eco en la prensa. -Se permitió un pequeño gesto de displicencia con los hombros-. Pero, si el teniente Scarpa está seguro de que hay pruebas suficientes para convencer a los padres de que fue suicidio, desde luego, no veo razón por la que yo deba seguir trabajando en el caso. -Dándose una palmada en los muslos, Brunetti se puso en pie, deseoso de ir en busca de nuevas tareas que acometer, ahora que el caso Moro había sido tan limpiamente resuelto por su colega, el teniente Scarpa.