– Bien -dijo Patta arrastrando la sílaba-, quizá sea prematuro pensar que los factores que concurren en el caso sean tan concluyentes como el teniente Scarpa nos los presenta.
– No sé si le he entendido bien, señor -mintió Brunetti, que no estaba dispuesto a dejar que Patta se librara tan fácilmente y quería ver hasta dónde llegaría en su deseo de distanciarse del afán de Scarpa por liquidar el caso. Como Patta no respondiera, Brunetti preguntó, envalentonado-: ¿Hay alguna duda acerca de esa gente? ¿De esos testigos? -Con un estimable ejercicio de autodominio, Brunetti pronunció la última palabra sin asomo de sarcasmo. Patta seguía sin decir palabra, y el comisario preguntó-: ¿Qué le ha dicho, señor?
Patta volvió a señalar la silla a Brunetti, mientras él se arrellanaba en su sillón y apoyaba la barbilla en la palma de la mano: seguramente, postura diseñada para disipar toda idea de amenaza y aprendida en algún seminario de dirección, como medio para mostrar solidaridad con un inferior. Sonrió, se frotó brevemente la sien izquierda y volvió a sonreír.
– Quizá el teniente se haya excedido en su deseo por hacer cuadrar el caso -expresión que bien podía proceder del mismo seminario- frente a los padres del muchacho. Es decir, en la escuela se rumoreaba que, en los días que precedieron a su muerte, Moro no parecía el mismo. Pensándolo mejor, se me ocurre que quizá el teniente se haya precipitado al ver en ello prueba de suicidio -aventuró Patta, y agregó rápidamente-: Aunque estoy seguro de que está en lo cierto.
– ¿Han dicho esos chicos cómo se comportaba? -Antes de que Patta pudiera responder a esta primera pregunta, Brunetti hizo la segunda-: ¿Y quiénes son esos chicos?
– No recuerdo si me lo dijo.
– Figurará en su informe, si duda -dijo Brunetti inclinándose hacia adelante mínimamente, como si esperase que Patta le enseñara el informe por escrito del teniente.
– Me hizo el informe verbalmente.
– ¿Por lo tanto, sin dar nombres?
– No que yo recuerde.
– ¿Sabe si posteriormente el teniente ha redactado su informe por escrito?
– No lo sé, pero no creo que lo considerase necesario, después de haber hablado conmigo -dijo Patta.
– Por supuesto.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Paita, recuperando rápidamente su actitud habitual.
La sonrisa de Brunetti era desvaída.
– Sólo que habrá pensado que, con informar a su superior, ya había cumplido con su deber. -Dicho esto, hizo una pausa larga y adoptó la expresión que había visto utilizar a un tenor que hacía el papel de simple en Boris Godunov-. ¿Qué hacemos ahora, señor?
Durante un momento, temió haber ido demasiado lejos, pero la respuesta de Patta indicaba que no era así.
– Quizá fuera conveniente volver a hablar con los padres -empezó el vkequestore-, para ver si aceptarían un dictamen de suicidio. -A veces, la sinceridad de Patta era pasmosa, dada la falta de interés por la verdad que revelaba.
– ¿No debería ir a hablar con ellos el teniente, señor?
La proposición mereció el interés de Patta.
– No; me parece preferible que vaya usted. Al fin y al cabo, ya los conoce y supongo que ellos lo habrán encontrado comprensivo. -Cualidad que, en boca de Patta y atribuida a Brunetti, más que una virtud parecía un defecto. Patta siguió reflexionando-: Sí; asilo haremos. Vaya usted a hablar con ellos, para ver qué dicen. Usted ya sabrá cómo plantearlo. Una vez ellos acepten que fue suicidio, podremos cerrar el caso.
– ¿Y volver a centrar la atención en el Casino? -preguntó Brunetti sin poder contenerse.
La frialdad de la mirada de Patta no sólo hizo bajar varios grados la temperatura del despacho sino que proyectó a Brunetti a una gran distancia.
– Me parece que la ciudad se ha mostrado plenamente capaz de resolver ese problema -declaró Patta, haciendo sospechar a Brunetti, no por primera vez, que su superior podía no ser tan corto como a él le gustaba creer.
Una vez en su despacho, el comisario estuvo revolviendo papeles hasta encontrar la delgada carpeta que contenía los documentos generados por la muerte de Ernesto Moro. Marcó el número del padre y, después de seis señales, una voz de hombre contestó dando el apellido.
– Dottor Moro. Soy el comisario Brunetti. Me gustaría volver a hablar con usted, si fuera posible. -Moro no respondía, y Brunetti agregó, hablando al silencio-: ¿Podría indicarme a qué hora puedo ir a verle?
Oyó suspirar al otro hombre.
– Ya le dije que no tengo nada más que decirle, comisario. -La voz era serena, inexpresiva.
– Lo sé, dottore, y le pido perdón por molestarle, pero necesito hablar otra vez con usted.
– ¿Lo necesita?
– Creo que sí.
– En esta vida necesitamos muy pocas cosas, comisario, ¿nunca se ha parado a pensarlo? -preguntó Moro, como si estuviera dispuesto a pasar el resto de la tarde discutiendo la cuestión.
– Muchas veces. Y estoy de acuerdo.
– ¿Ha leído Iván Ilich? -preguntó Moro sorpresivamente.
– ¿Se refiere al escritor o al cuento, dottore?
La respuesta de Brunetti debió de sorprender también a Moro, porque se hizo el silencio antes de que el doctor contestara:
– Al cuento.
– Sí. Más de una vez.
Moro volvió a suspirar, y la línea quedó en silencio durante casi un minuto.
– Venga a las cuatro, comisario -dijo Moro, y colgó.
Aunque no le apetecía ver al padre y a la madre de Ernesto el mismo día, Brunetti se obligó a llamar a la signora Moro. Cuando el teléfono hubo sonado una vez, cortó la comunicación y pulso el botón Redial. Se alegró de que nadie contestara. No había tratado de mantener localizables a ninguno de los dos. Ella podía haber abandonado la ciudad en cualquier momento después del funeral, que se había celebrado hacía dos días; abandonado no sólo la ciudad, sino el país, podía haberlo abandonado todo menos su condición de madre.
Como sabía que esos pensamientos no lo llevarían a ningún sitio, Brunetti fijó la atención en los papeles que tenía encima de la mesa.
El hombre que abrió la puerta del apartamento de Moro a Brunetti a las cuatro de la tarde, hubiera podido ser el hermano mayor del doctor, pero un hermano consumido por la enfermedad cuyas huellas se apreciaban, sobre todo, en los ojos, que parecían cubiertos por una fina película de un líquido opaco, el blanco había adquirido ese tono marfil que tienen los ojos de muchas personas de edad avanzada y, debajo de ellos, se le abultaban oscuras bolsas. La afilada nariz se había convertido en un pico de ave y la gruesa columna del cuello era ahora un mástil sostenido por tendones que tensaban la piel separándola del músculo. Para ocultar la impresión, Brunetti bajó la mirada al suelo. Pero, al ver las vueltas del pantalón dobladas sobre los zapatos y arrastrando por detrás, alzó la cara y miró a los ojos al doctor, que dio media vuelta y lo condujo a la sala.
– ¿Sí, comisario? ¿Qué tenía usted que decirme? -preguntó Moro con voz de inalterable cortesía cuando estuvieron sentados el uno frente al otro.