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Debía de venir con regularidad la prima o alguna otra persona que se encargaba de la limpieza del apartamento. El parquet relucía, las alfombras estaban dispuestas con un orden geométrico y tres jarrones de Murano contenían grandes ramos de flores. La muerte no había afectado la evidente prosperidad de la familia, aunque, por la atención que Moro prestaba a su entorno, lo mismo hubiera podido estar viviendo en la puerta de un banco.

– Me parece que esto lo ha situado más allá de cualquier mentira, dottore -dijo Brunetti a bocajarro.

Moro no dio señal alguna de que le parecieran insólitas las palabras de Brunetti.

– Eso diría yo también -respondió.

– He pensado mucho en nuestra última entrevista -dijo Brunetti, buscando la manera de conectar con aquel hombre.

– Yo no la recuerdo -admitió Moro, sin sonreír ni fruncir el ceño.

– Traté de hablar de su hijo.

– Es natural, comisario, ya que él acababa de morir y usted parecía encargado de investigar su muerte.

Brunetti trató de detectar indicios de sarcasmo o de cólera en el tono del doctor, pero no los encontró.

– He pensado mucho en él -insistió Brunetti.

– Y yo no pienso en nada que no sea mi hijo -dijo Moro fríamente.

– ¿Hay en sus pensamientos algo que pueda decirme? -preguntó Brunetti, y rectificó-: ¿O que quiera decirme?

– ¿Qué interés pueden tener mis pensamientos para usted, comisario? -preguntó el médico. Brunetti observó que, mientras hablaba, Moro no dejaba de mover la mano derecha, frotando el pulgar y el índice, como si retorcieran un hijo invisible.

– Como le decía, dottore, creo que a estas alturas usted se encuentra ya más allá de las mentiras, y por eso no le ocultaré que no creo que su hijo se matara.

Moro desvió la mirada un momento y luego la clavó otra vez en su visitante.

– Estoy más allá de muchas cosas, además de las mentiras, comisario.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Brunetti extremando la cortesía.

– Que tengo muy poco interés por el futuro.

– ¿Se refiere a su propio futuro?

– Mi propio futuro y el de cualquier otra persona.

– ¿El de su esposa? -preguntó Brunetti, avergonzado de sí mismo.

Moro parpadeó dos veces, pareció meditar la pregunta y respondió:

– Mi esposa y yo estamos separados.

– ¿El de su hija, entonces? -preguntó Brunetti recordando que en uno de los artículos que había leído sobre Moro se mencionaba a una niña.

– La niña está bajo la custodia de su madre -dijo Moro con aparente indiferencia.

Brunetti fue a responder que no por eso dejaba él de ser el padre, pero no se atrevió, y se limitó a decir:

– Una separación es una situación jurídica.

Moro tardó mucho en contestar. Al fin dijo:

– Me parece que no le entiendo.

Hasta ese momento, Brunetti no prestaba mucha atención a las palabras, se dejaba guiar por la intuición, como si navegara con piloto automático. Su mente hacía abstracción del significado de lo que decían y se fijaba sobre todo en el tono y los gestos de Moro, su postura y el registro de su voz. Brunetti intuía que aquel hombre se había trasladado a algún lugar situado lejos del dolor, casi como si le hubieran puesto el corazón bajo protección y sólo le hubieran dejado la mente para responder preguntas. Pero quedaba también una sensación de miedo; no miedo de Brunettí sino de decir algo que pudiera revelar lo que había detrás de aquella fachada de tranquilo autodominio.

Brunetti decidió responder lo que era evidente que el doctor había planteado como pregunta.

– He hablado con su esposa, dottore, y ella no parece guardarle rencor.

– ¿Esperaba que me lo guardara?

– Dadas las circunstancias, creo que sería comprensible. En cierta medida, ella podría hacerle responsable de lo que le ocurrió a su hijo. Es probable que la decisión de enviarlo a la academia partiera de usted.

Moro le lanzó una mirada de asombro, abrió la boca como para defenderse, pero calló. Brunetti apartó los ojos de la cólera del otro hombre y, cuando volvió a mirar, la cara de Moro estaba vacía de expresión.

Brunetti estuvo mucho rato sin saber qué decir. Cuando por fin habló, fue para decir espontáneamente:

– Me gustaría que confiara en mí, dottore.

Al cabo de un rato, Moro dijo con voz cansada:

– Y a mí me gustaría confiar en usted, comisario. Pero no confío, ni quiero confiar. -Vio que Brunetti iba a protestar y agregó rápidamente-: No es que no me parezca un hombre honrado; es que he aprendido que no hay que confiar en nadie. -Brunetti trató nuevamente de hablar, y esta vez Moro le atajó levantando una mano-. Además, usted representa a un Estado que yo considero tan criminal como negligente, razón más que sobrada para que yo le niegue mi confianza.

En el primer momento, estas palabras ofendieron a Brunetti y suscitaron en él el deseo de defenderse a sí mismo y su honor, pero, durante el silencio que siguió, comprendió que las palabras del doctor no tenían en absoluto nada que ver con él personalmente. Moro lo veía contaminado, simplemente, porque trabajaba para el Estado. Y el comisario descubrió que no podía rebatir la idea porque, en el fondo, simpatizaba con ella.

Brunetti se puso en pie, pero cansinamente, sin aquella falsa energía que había puesto en este mismo movimiento cuando hablaba con Patta.

– SÍ decide hablar, dottore, le agradeceré que me llame.

– Desde luego -dijo el médico con un símil de cortesía.

Moro se levantó haciendo palanca con las manos en los brazos del sillón y acompañó a Brunetti a la puerta del apartamento.

15

En la calle, al ir a sacar el telefonino, Brunetti descubrió que no lo llevaba; se habría quedado en el despacho o en su casa, en el bolsillo de otra chaqueta. Se resistió al canto de sirena que le susurraba que sería inútil llamar a la signara Moro, que ella no querría hablar con él tan tarde. Se resistió, en todo caso, mientras hacía dos vanos intentos para hablar con ella desde teléfonos públicos. El primero, uno de esos nuevos teléfonos plateados de diseño aerodinámico que habían sustituido a los feos pero seguros teléfonos color naranja, se negó a aceptar su tarjeta, y el segundo frustró sus tentativas emitiendo un persistente balido mecánico en lugar de la señal para marcar. Brunetti arrancó la tarjeta de la ranura, la guardó en la cartera y, sintiéndose justificado por haberlo intentado por lo menos, decidió volver a la questura para lo poco que quedaba de la jornada.

El comisario viajaba de pie en la góndola que hacía el traghetto entre la Salute y San Marco, y sus rodillas de veneciano absorbían automáticamente el vaivén entre el golpe de remo de ios gondolieri y el contragolpe de las olas de la marea que subía. Mientras cruzaba lentamente el Canal Grande, Brunetti descubrió la magnitud de la abulia que puede llegar a invadir a una persona: frente a él se levantaba el Palazzo Ducale, sobre el que asomaban las cúpulas refulgentes de la Basílica di San Marco, y él los miraba como si fueran el telón de fondo de una pobre representación provinciana de Ótelo. ¿Cómo había podido llegar a un estado en que semejante belleza lo dejara frío? Siguiendo la misma reflexión, acompañado por el monótono chirriar de los remos, Brunetti se preguntaba cómo podía sentarse frente a Paola y no desear pasarle las manos por los pechos, o contemplar a sus hijos sentados en el sofá haciendo algo tan estúpido como ver televisión y no sentir que se le abrasaban las entrañas de terror al pensar en los peligros que los acecharían durante toda la vida.