Interrumpió su cavilación la signorina Elettra, al inclinarse para dejar la carpeta en su mesa.
– Gracias -dijo él-. Hay varias cosas que me gustaría que tratara de averiguar. -Empezó a enumerarlas mientras deslizaba la lista sobre la mesa-: A qué colegio va la niña. Si vive o ha vivido aquí con uno de ellos, tiene que estar inscrita en algún colegio. Luego, los abuelos: intente localizarlos. Luisa Moro, la prima, podría saberlo, pero no tengo la dirección. -Recordó a los amigos de Siena y le pidió que llamara a la policía de allí, para preguntar si la niña vivía con ellos. Ella recorría la lista con el dedo mientras él le hablaba-, Y la esposa, lo mismo: amigos, parientes, colegas.
La joven lo miró y dijo:
– No abandona, ¿eh?
Él echó la silla hacia atrás, pero no se levantó.
– No me gusta esto, ni me gusta lo que me cuentan. Nadie dice la verdad y nadie dice por qué.
– ¿Qué quiere decir?
– Por el momento, lo que quiero decir es que me gustaría tener la información que le he pedido. -Lo dijo sonriendo y con suavidad.
– ¿Y cuando la tenga? -preguntó ella, sin dudar de que la conseguiría.
– Entonces quizá podamos demostrar un negativo.
– ¿Qué negativo, comisario?
– Que Ernesto Moro no se suicidó.
16
Antes de salir de la questura, Brunetti hizo otra llamada al número de la signora Moro, sintiéndose un poco como el pretendiente importuno que, ante la falta de respuesta de una mujer, se hace más perseverante. Se preguntó si se habría olvidado de algún amigo común que pudiera recomendarlo, y entonces se dio cuenta de que estaba volviendo a las tácticas de otros tiempos, en los que sus intentos de acercarse a las mujeres tenían motivos muy distintos.
Cuando, absorto en esta curiosa asociación de ideas, Brunetti entraba en el arco que conduce a Campo San Bartolomeo, notó frente a sí un súbito oscurecimiento. Al levantar la mirada, no plenamente consciente todavía de dónde se encontraba, vio que cuatro cadetes de San Martino entraban en la calle procedentes del campo, cogidos del brazo, formando una fila compacta, como en un desfile y ocupando todo el ancho de la calle. Dos mujeres, una joven y la otra mayor, instintivamente, se arrimaron a las lunas del banco, y una pareja de turistas portadores de mapas hicieron otro tanto contra las ventanas del bar de! otro lado. Dejando tras de sí a los cuatro peatones náufragos, los cadetes avanzaban hacía Bru-netti sin romper la formación, como una ola.
Brunetti los miró a los ojos -aquellos chicos no eran mayores que su propio hijo- y las miradas que recibió a su vez eran tan inexpresivas e implacables como el mismo sol. Quizá su pie derecho vaciló un instante, pero él se obligó a avanzarlo y siguió andando hacia ellos, sin aminorar el paso, con gesto impasible, como si en la Calle della Bíssa no hubiera nadie más que él y fuera suya toda-la ciudad.
Cuando estuvieron más cerca, vio que el cadete del centro izquierda era el que había querido interrogarle en la escuela. El instinto atávico del macho dominante por demostrar su supremacía desvió dos grados la dirección de Brunetti, que ahora iba en línea recta hacia el chico. El comisario contrajo los músculos del estómago y sacó íos codos, preparándose para la colisión, pero, en el último momento antes del impacto, el que estaba al lado del objetivo de Brunetti se soltó y se apartó hacia la derecha, dejándole un estrecho paso. Cuando el pie de Brunetti iba a entrar en este espacio, el comisario vio por el rabillo del ojo cómo el pie izquierdo del cadete conocido, se desplazaba mínimamente en sentido lateral, para ponerle la zancadilla. Lanzándose hacia adelante con todo el peso de su cuerpo, Brunetti apuntó cuidadosamente al tobillo del chico y sintió una grata sacudida cuando la punía de su zapato dio en el blanco, rebotó y se asentó en el suelo. Brunetti siguió adelante sin detenerse, salió al campo, y cortó hacia la izquierda en dirección al puente.
En la mesa, Brunetti no dijo nada de aquel encuentro, porque le parecía pueril jactarse de una conducta tan mezquina delante de sus hijos, y se contentó con saborear la cena. Paola había comprado ravioli di zueca que había aderezado con hojas de salvia salteadas en mantequilla, y cubierto de parmesano. Después, había echado mano del hinojo, que perfumaba unos filetes de ternera que habían pasado la noche en el frigorífico en un adobo de romero, ajo, semillas de hinojo y pancetla picada.
Mientras disfrutaba de aquella mezcla de sabores y del grato mordiente de la tercera copa de sangiovese, Brunetti recordó la intranquilidad que le había asaltado horas antes al pensar en la seguridad de sus hijos, y la idea le pareció absurda. De todos modos, no podía ahuyentarla ni reírse del deseo de que nada viniera a turbar la paz de la familia. No sabía si su constante temor a que las cosas cambiaran a peor era resultado de su innato pesimismo o de las experiencias a las que lo había expuesto su profesión. Fuera lo que fuere, su visión de la realidad siempre estaba oscurecida por un filtro de pesimismo.
– ¿Por qué ya nunca comemos buey? -preguntó Raffi.
Paola, mientras pelaba una pera, respondió:
– Porque Gianni no encuentra a un ganadero de confianza.
– ¿De confianza para qué? -preguntó Chiara, entre uva y uva.
– Para que críe animales perfectamente sanos, supongo -respondió Paola.
– De todos modos, yo ya no quiero comer buey -dijo Chiara.
– ¿Por qué no? ¿Porque tienes miedo de que te haga volverte loca? -preguntó su hermano, y entonces rectificó-: ¿Más loca?
– Me parece que en esta mesa se han hecho ya bastantes chistes sobre las vacas locas -dijo Paola con insólita impaciencia.
– No; no es por eso -dijo Chiara.
– Entonces, ¿por qué? -preguntó Brunetti.
– Oh, por nada -dijo Chiara evasivamente.
– ¿Por qué? -insistió su hermano.
– Porque no tenemos ninguna necesidad de comérnoslos.
– Eso nunca te había preocupado -objetó Raffi.
– Ya sé que no me había preocupado. Un montón de cosas no me habían preocupado. Y ahora me preocupan. -Miró a su hermano para descargar lo que sin duda ella consideraba que sería el golpe de gracia-: Es lo que se llama madurar, por sí no lo sabes.
Raffi resopló, con lo que impulsó a su hermana a buscar nuevas razones.
– No tenemos que comérnoslos sólo porque podemos hacerlo. Además, ecológicamente es un despilfarro -insistió, como el que repite una lección bien aprendida. Y eso debía de ser, pensó Brunetti.
– ¿Y qué comerías? -preguntó Raffi-. ¿Zucchini? -Y a su madre-: ¿Se puede hacer chistes de zucchini locos?
Paola, mostrando aquella olímpica indiferencia por los sentimientos de sus hijos que tanto admiraba Brunetti dijo sólo:
– ¿Puedo tomarlo como un ofrecimiento para fregar los platos, Raffi?
Su hijo gruñó pero no protestó. Un Brunetti menos familiarizado con la astucia de los jóvenes hubiera visto en eso la señal de que su hijo estaba dispuesto a asumir ciertas responsabilidades en el cuidado del hogar, quizá, incluso, un indicio de incipiente madurez. El Brunetti real, no obstante, hombre curtido tras décadas de exposición a tortuosas mentes criminales, veía en ello lo que era en realidad: un descarado cambalache, aquiescencia inmediata a cambio de recompensa futura.