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Cuando Raffi se inclinaba sobre la mesa para retirar el plato de su madre, Paola le sonrió con benevolencia y, mostrando una astucia similar a la de su marido, le dijo mientras se ponía en pie:

– Muchas gracias por tu ayuda, cariño. Pero no; no puedes tomar clases de submarinismo.

Brunetti la siguió con la mirada mientras ella salía de la cocina, y se volvió hacia su hijo: Raffi tenía la sorpresa escrita en la cara y, al notar que su padre lo observaba, mudó de expresión y tuvo el bello gesto de sonreír.

– ¿Cómo lo hace? -preguntó-. Continuamente.

Brunetti iba a descolgarse con un lugar común acerca del poder de las madres para leer el pensamiento de los hijos cuando Chiara, que hasta entonces había estado ocupada en terminarse la fruta de la fuente, los miró y dijo:

– Es porque lee a Henry James.

En el estudio, Brunetti contó a Paola su encuentro con los cadetes, absteniéndose de mencionar la oleada de satisfacción animal que lo había invadido cuando su pie había entrado en contacto con el tobillo del chico.

– Menos mal que ha ocurrido aquí -dijo ella, cuando él terminó de hablar, y agregó-: En Italia.

– ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

– En muchos sitios eso podría costarte la vida.

– Pon dos ejemplos -instó él, ofendido de que ella desestimara con aquella displicencia lo que para él era una prueba de valor.

– Para empezar, Sierra Leona y Estados Unidos -respondió ella-. Pero eso no quita para que no me alegre de que lo hicieras.

Brunetti estuvo un rato sin decir nada, y al fin preguntó:

– ¿Crees que eso indica lo mucho que los detesto?

– ¿Que detestas a quién?

– A los chicos esos, con sus familias ricas e influyentes y su prepotencia.

– ¿Familias como la mía, quieres decir?

En los primeros años de su relación, antes de comprender que la tremenda sinceridad de Paola casi siempre estaba limpia de toda agresividad, Brunetti se hubiera asombrado de la pregunta. Ahora se limitó a responder:

– Sí.

Ella entrelazó los dedos y apoyó la barbilla en los nudillos.

– Creo que eso sólo lo vería alguien que te conociera muy bien. O alguien que prestara mucha atención a!o que dices.

– ¿Como tú? -sonrió él.

– Sí.

– ¿Por qué crees tú que se me atragantan con tanta facilidad?

Ella reflexionó. No era que no lo hubiera pensado antes, pero él nunca le había hecho una pregunta tan directa.

– Me parece que, en parte, es por tu sentido de la justicia.

– ¿No por envidia? -preguntó él, para asegurarse el elogio.

– No; por lo menos, envidia en el sentido más simple.

Él se apoyó en el respaldo del sofá, enlazó los dedos en la nuca y se arrellanó, buscando una postura cómoda. Cuando ella vio que la había encontrado prosiguió:

– Creo que, en cierta medida, es resentimiento, no porque unos tengan más que otros sino porque se niegan a admitir que su dinero no!os hace superiores ni les da derecho a obrar a su antojo. -Y, en vista de que él no cuestionaba esto, agregó-: Y porque se niegan a considerar siquiera la posibilidad de que su mayor fortuna no es algo que ellos se hayan ganado ni merecido. -Le sonrió y terminó-: Por lo menos, a mi me parece que por eso los detestas.

– ¿Y tú? ¿Los detestas tú?

Ella se echó a reír:

– Tengo en mi familia a muchos de ellos como para poder detestarlos. -Él se rió a su ve/, y Paola agregó-: Los detestaba cuando era joven y más idealista que ahora. Hasta que comprendí que no iban a cambiar, y para entonces a algunos ya los quería mucho, y como tampoco esto tenía remedio, tuve que aceptarlos tal como son.

– ¿El amor por encima de la verdad? -preguntó él, buscando la ironía.

– El amor por encima de todo, Guido, mal que nos pese -dijo ella muy seria.

A la mañana siguiente, camino de la questura, Brunetti descubrió que, en todo aquello, se le había pasado por alto una anomalía por lo menos: ¿por qué estaba interno en la escuela el muchacho? Había estado tan atento al reglamento y normas de conducta de la academia que, al examinar la habitación de Ernesto, se le había escapado lo más obvio: en una cultura que instaba a los jóvenes a permanecer en casa de los padres hasta que se casaban, ¿por qué este muchacho vivía en la escuela, si el padre y la madre residían en la ciudad?

En la puerta de la questura, Brunetti casi chocó con la signortna Elettra, que salía.

– ¿Alguna gestión urgente? -preguntó él.

Ella miró el reloj.

– ¿Necesita algo, comisario? -preguntó la joven a su vez, sin responder, aunque él no se dio cuenta.

– Sí; me gustaría que llamara por teléfono.

Ella volvió a entrar.

– ¿A quién?

– A la Academia San Martino.

Sin disimular la curiosidad de su voz, ella preguntó:

– ¿Qué quiere que les diga? -Empezó a caminar hacia la escalera que subía a su despacho.

– Me gustaría saber si es obligatorio que los chicos duerman en la escuela o se les permite pasar la noche en casa, si los padres residen en la ciudad. Tener una idea de lo flexibles que son las reglas. Podría decirles que quiere informarse para un hijo suyo que está a punto de terminar la secundaria y siempre ha querido ser soldado y que, siendo veneciana, le gustaría darle la oportunidad de ingresar en la San Martino por su excelente reputación.

– ¿Y tengo que hablar con una voz vibrante de orgullo patrio?

– Completamente enardecida.

Fue una actuación impecable. Aunque la signorina Elettra hablaba un italiano puro y elegante, además de un dialecto veneciano de solera, al hablar por teléfono, consiguió mezclar uno y otro en la justa proporción para conseguir el acento de la persona a la que quería representar: una veneciana casada con un banquero romano que había sido trasladado al Norte para que dirigiera la sucursal en Venecia de un banco que ella omitió mencionar por descuido. Después de hacer esperar a la secretaria de la academia mientras buscaba el lápiz o el bolígrafo y de pedir perdón por no tenerlos al lado del teléfono como le recomendaba su marido, la signorina Elettra empezó a informarse, preguntando la fecha de comienzo del curso siguiente, la política de la academia sobre admisiones a medio curso y la dirección a!a que enviar las cartas de recomendación y los certificados de estudios. Cuando la secretaria se ofreció para entrar en pormenores sobre el importe de la matrícula y e! coste de los uniformes, la esposa del banquero desestimó el ofrecimiento alegando que de esas cosas se encargaba su apoderado.

Brunetti escuchaba por la extensión, asombrado por el verismo con que la signorina Elettra representaba el papel, y hasta le parecía verla regresar a su casa aquella tarde, después de un agotador día de compras, y comprobar si la cocinera había encontrado auténtico basilico genovese para el pesto. Cuando la secretaria decía que confiaba en que el joven Filiberto y sus padres encontraran la escuela de su completo agrado, la signorina Elettra dijo, con un leve jadeo, como si acabara de recordar algo importante:

– Ah, sí, una última pregunta. No habrá inconveniente en que mi hijo duerma en casa, supongo.

– Lo lamento, signara -respondió la secretaria-. La norma es que los alumnos estén en la escuela en régimen de internado. Está incluido en la matrícula. ¿Dónde viviría su hijo, si no?

– En el palazzo, naturalmente, con nosotros. No va a vivir con todos esos otros chicos. No tiene más que dieciséis años. -La esposa del banquero no se hubiera mostrado más horrorizada si la secretaria le hubiera pedido toda la sangre de sus venas-. Pagaremos la matrícula completa, desde luego, pero es inconcebible que un muchacho tan joven tenga que separarse de su madre.