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– El gato. Lo encontró un día delante de la puerta de la calle y, cuando abrió, él se coló. Al ver que se paraba en mi puerta, llamó para preguntarme si era mío. A veces, el animal sale y se queda en la calle hasta que alguien abre la puerta o llama al timbre para que yo abra. Me refiero a los que saben que es mío. -Su cara se animó con una sonrisa-. Y yo se lo agradezco, porque no es fácil para mí bajar a buscarlo. -Lo dijo con naturalidad, y Brunetti no advirtió en su tono ni una muda invitación a un extraño a hacer preguntas ni una inconsciente petición de compasión.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

Ella tuvo que pensarlo.

– Anteayer, aunque en realidad no la vi, sólo la oí en la escalera. Era ella, estoy segura. Yo había leído lo de la muerte de su hijo, y cuando la oí en ia escalera, fui a la puerta con intención de abrir, pero, al darme cuenta de que no sabría qué decirle, me quedé quieta, escuchando sus pasos. Luego, al cabo de una hora, la oí bajar.

– ¿Y desde entonces?

– Nada. -Antes de que él pudiera hablar, ella agregó-: Pero duermo en la parte de atrás, y muy profundamente, por las pildoras que tomo, así que puede haber entrado o salido sin que yo la oyera.

– ¿No la ha llamado?

– No.

– ¿Es normal que esté dos días fuera de casa?

La respuesta de la mujer fue inmediata:

– En absoluto. Está en casa casi siempre, pero no la he oído ni en la escalera ni en el piso. -Y señalaba al techo al decirlo.

– ¿Tiene idea de adonde puede haber ido?

– No, desde luego. No hablábamos de esas cosas. -Al ver que él la miraba desconcertado, trató de explicarse-: Quiero decir que no éramos como dos amigas sino dos mujeres solitarias que se hablaban de vez en cuando.

Tampoco esta frase, según Brunetti, contenía un mensaje oculto: sólo la verdad, dicha claramente.

– ¿Y ella vivía sola?

– Que yo sepa, sí.

– ¿No la visitaba nadie?

– Nadie, que yo sepa.

– ¿Nunca oyó a una criatura?

– ¿Se refiere a su hijo?

– No; a su hija.

– ¿Hija? -repitió ella con un gesto de sorpresa que por sí solo respondió a la pregunta. Movió negativamente la cabeza.

– ¿Nunca?

Otra vez ella denegó con la cabeza, como si la idea de que una madre pudiera no hablar de uno de sus hijos fuera muy monstruosa para cualquier comentario.

– ¿Y a su marido, lo mencionaba?

– Poco.

– ¿Y cómo? Quiero decir cómo hablaba de él. ¿Con resentimiento? ¿Con amargura?

Ella meditó antes de contestar.

– No; lo mencionaba en tono normal.

– ¿Con afecto?

Ella le lanzó una mirada rápida, cargada de muda curiosidad y respondió:

– Yo no diría tanto. Hablaba de él con naturalidad.

– ¿Podría ponerme un ejemplo? -preguntó Brunetti, buscando el matiz.

– Un día, hablábamos del hospital… -Ella aquí se interrumpió, suspiró y prosiguió-: Hablábamos de los errores que cometen, y ella dijo que el informe de su marido había puesto fin a todo eso, pero por poco tiempo.

Brunetti esperaba que la mujer diera más detalles, pero ella parecía considerar que ya había hablado bastante. Como no se le ocurrían más preguntas, el comisario se levantó.

– Muchas gracias, signora -dijo inclinándose a estrecharle la mano.

Ella le sonrió y volvió la silla hacia la puerta. Brunetti llegó antes y ya alargaba la mano hacia el picaporte cuando la oyó gritar:

– Espere.

Pensando que la mujer habría recordado algo que podía ser importante, Brunetti se volvió. En aquel momento, sintió una repentina presión en la pantorrilla izquierda y, al bajar la mirada, vio a Gastone que se restregaba contra ella, para congraciarse con aquel extraño que tenía el poder de abrir la puerta. Brunetti lo tomó en brazos, asombrado por el peso de aquella masa de animal. Sonriendo, lo puso en el regazo de la mujer, se despidió y salió del apartamento, asegurándose antes de cerrar la puerta de que no pillaba a Gastone.

Brunetti subió al apartamento de la signora Moro. Desde el momento en que oyó decir a la signora Deíla Vedova que hacía dos días que no oía a su vecina, él sabía que subiría. La cerradura era sencilla: al parecer, al dueño del apartamento no le preocupaba que sus inquilinos estuvieran bien protegidos contra los ladrones. Sacó de la cartera una fina tarjeta de plástico. Hacía años, Vianello se la había quitado a un ladrón al que el éxito había hecho imprudente. Vianello la había utilizado más de una vez, siempre en flagrante violación de la ley y, con ocasión de su ascenso de sargento a inspector, la había regalado a Brunetti, en señal de agradecimiento porque le constaba que su ascenso se debía principalmente a la insistencia y apoyo de Brunetti. En aquel momento, el comisario pensó que tal vez Vianello quería alejar de sí una ocasión de pecado. En cualquier caso, la tarjeta le había sido muy útil y había llegado a apreciarla en todo su valor.

Ahora introdujo la tarjeta entre la puerta y el marco, a la altura de la cerradura y sólo tuvo que hacer girar el picaporte para que la puerta se abriera. El hábito de muchos años le hizo pararse en el umbral a olfatear el aire buscando el olor de la muerte. Olía a polvo, a humo viejo de cigarrillo y un poco a un ácido producto de limpieza, pero no a carne en descomposición. Con una sensación de alivio, Brunetti cerró la puerta y entró en la sala. La encontró exactamente tal como la había dejado, con los muebles en la misma posición y el libro en el brazo del sofá, abierto sin duda por la misma página.

La cocina estaba en orden, no había platos sucios en el fregadero y, cuando abrió el frigorífico con la punta del zapato, no vio comida perecedera. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta, fue abriendo armarios, pero sólo encontró un bote de café.

En el cuarto de baño, abrió el armario de las medicinas con un nudillo y vio aspirinas, un gorro de ducha, un frasco de champú sin abrir y un paquete de limas de esmeril. Las toallas del toallero estaban secas.

Sólo quedaba el dormitorio, y Brunetti entró en él no sin escrúpulos: le desagradaba este aspecto de su trabajo. En la mesita de noche, un fino rectángulo recortado en el polvo indicaba que allí faltaba una foto. Otras dos habían sido retiradas del tocador. Pero los cajones y el armado parecían estar llenos, y debajo de la cama había dos maletas. Ya sin recato, abrió la cama por el lado más cercano a la puerta y levantó la almohada. Debajo encontró, bien doblada, una camisa blanca de hombre. Brunettí la desdobló y la sostuvo en alto. A Brunetti le hubiera estado a la medida, pero a la signora Moro le quedaría muy ancha de hombros y larga de mangas. A la altura del corazón, vio las iniciales «F. M.» bordadas en un hilo tan fino que tenía qué ser seda.

Dobló la camisa, volvió a ponerla debajo de la almohada y alisó cuidadosamente la ropa de la cama.

Cruzó la sala de estar y salió del apartamento. Mientras bajaba la escalera, pensó si la signora Della Vedova seguiría con el gato en el regazo, escuchando los pasos que llevaban la vida arriba y abajo por el otro lado de su puerta.

18

Aquella noche, cuando los chicos se acostaron y él y Paola estaban solos en la sala, ella, leyendo Persuasión por enésima vez y él, reflexionando sobre la admonición de Anna Comnena de que «el que asume el papel de historiador debe olvidarse de la amistad y la enemistad», Brunetti se refirió a su visita al apartamento de la signora Moro, pero abordó la cuestión indirectamente.

– Paola -empezó, y ella lanzó por encima del libro una mirada ausente-, ¿qué harías si yo solicitara la separación?

Los ojos de su mujer, que habían vuelto a la página, lo asaetearon de modo fulminante, y Anne Eliot quedó abandonada a sus propios problemas sentimentales.