La signonna Elettra palideció de pronto y, con la misma rapidez, se puso colorada.
– ¿Su camisa? -preguntó y, antes de que él pudiera responder, repitió-: ¿Su camisa?
– Sí -dijo Brunetti. Iba a preguntarte qué pensaba ella de eso, pero, al mirarla más atentamente, comprendió que ese detalle sólo podía recordarle a un hombre, y entonces, para llenar el angustioso silencio que el recuerdo de su pérdida había traído a la habitación, siguió hablando-: ¿Se le ocurre la manera de localizar a la niña? -dijo. Y, como ella parecía no oírle, prosiguió-: Algún medio habrá para encontrarla. ¿Quizá un registro central de todos los niños escolarizados?
Como si volviera de muy lejos, la signonna Elettra dijo con una voz muy tenue:
– Quizá su ficha médica, o sí está en las Girl Scouts.
Antes de que ella pudiera hacer más sugerencias, Brunetti cortó diciendo:
– Los abuelos. Ellos sabrán dónde está.
– ¿Los ha localizado? -preguntó la signorina Elettra mostrando de nuevo cierto interés.
– No; pero los dos Moro son venecianos, por lo que deben de vivir en la ciudad.
– Veré qué puedo encontrar -fue la única observación que ella se permitió. Y entonces-: A propósito, comisario, he descubierto algo sobre la muchacha que presuntamente fue violada en la academia.
– ¿Sí? ¿Cómo?
– Amigos del pasado -fue toda la respuesta que ella dio. Cuando vio que tenía la atención de Brunetti, prosiguió-: La muchacha era la fidanzata de uno de los alumnos, que una noche la llevó a su cuarto. El capitán de la clase se enteró y se presentó en la habitación. Ella, al verlo entrar, se puso a gritar y alguien llamó a la policía. Pero no se presentaron cargos y, por lo que he podido deducir de la lectura del informe original, tampoco procedían.
– Comprendo -dijo él sin preocuparse de preguntar cómo había podido encontrar tan pronto el informe-. Tanto fumo, poco arrosto. -No bien lo hubo dicho, se dio cuenta del mal efecto que debía de producir su displicencia, y se apresuró a añadir-: Fue una suerte para la muchacha, desde luego, gracias a Dios.
– Desde luego -dijo la signorina Elettra tan sólo, no muy convencida por su piadoso colofón, volviéndose hacia su ordenador.
19
Brunetti llamó a la oficina de agentes de uniforme para preguntar por Pucetti, y le dijeron que había salido de patrulla y no regresaría hasta la mañana siguiente. Al colgar el teléfono, Brunetti se preguntó cuánto tardaría su buen concepto de la inteligencia de Pucetti en empezar a perjudicar al joven. No era probable que la mayoría de sus compañeros, ni los más cortos, como Alvise y Riverre, le tomaran ojeriza: en general, los agentes uniformados estaban exentos de envidias, por lo menos, hasta donde Brunetti podía apreciar. Quizá Vianello, más próximo a ellos en edad y rango, tuviera una percepción más clara.
Ahora bien, una persona como Scarpa tenía que mirar a Pucetti con la misma prevención con que miraba a Vianello. Aunque hacía años que Vianello no se había permitido ninguna manifestación al respecto, era evidente para Brunetti que la antipatía entre ambos había sido instantánea y feroz. No faltaban las causas: aversión entre el hombre del Norte y el del Sur, entre un solterón y un hombre felizmente casado, entre el que gozaba imponiendo su voluntad a cuantos tenía alrededor y el que sólo deseaba vivir en paz. Brunetti no había podido encontrar otra explicación que la de una visceral antipatía mutua.
Sintió una punzada de impaciencia porque rencillas personales complicaran su labor profesionaclass="underline" ;por qué los servidores de la ley no podían situarse por encima de estas cosas? Meneó la cabeza ante sus utópicas ideas: no faltaba sino que ahora se pusiera a suspirar por un rey filósofo. Aunque no tenía más que pensar en el actual jefe del Gobierno para que toda esperanza en la llegada del rey filósofo muriera en germen.
Puso fin a sus cavilaciones la entrada de Alvise con las últimas cifras estadísticas de delincuencia, que dejó en la mesa de Brunetti diciendo que el vicequestore necesitaba el informe completo antes del fin de la jornada y que deseaba ver unos datos que pudiera presentar a la prensa sin tener que avergonzarse.
– ¿Qué cree que habrá querido decir con eso, Alvise? -se permitió preguntar Brunetti.
– Que él lo resuelve todo, supongo, señor -respondió Alvise, muy serio. El agente saludó y se fue, dejando a Brunetti con la vaga sospecha de que Lear no era el único que tenía a un tonto sabio en su corte.
Brunetti estuvo trabajando durante la hora del almuerzo y hasta última hora de la tarde, jugando con los números e inventándose apartados para conseguir unos resultados que pudieran satisfacer a Patta sin faltar a la verdad. Cuando por fin miró el reloj, vio que eran más de las siete, hora de poner fin a la tarea e irse a casa. Impulsivamente, llamó a Paola y le preguntó si quería que cenaran fuera. Ella, sin dudar ni un instante, respondió que dejaría preparado algo para los chicos y io esperaría donde él quisiera.
– ¿En Sommariva?
– Caramba, ¿qué celebramos?
– Necesito darme un gusto.
– ¿La cocina de Maria? -preguntó ella.
– Tu compañía -respondió él-. Te espero allí a las ocho.
Casi tres horas después, un Brunetti ahito de langosta y su consorte repleta de champán subían la escalera de su piso, lentamente; frenaba los pasos de éí la sensación de plenitud y los de ella, la grappa bebida después de la cena. Cogidos del brazo, contemplaban la perspectiva de ir a la cama y, después, dormir.
Al abrir la puerta, Brunetti oyó el teléfono. Durante un momento, pensó en no contestar y dejar lo que fuera para la mañana siguiente. Si hubiera tenido tiempo para ver si los chicos estaban en sus cuartos y asegurarse de que la llamada no tenía que ver con su integridad, hubiera dejado sonar el teléfono, pero su condición de padre se impuso y, a la cuarta señal, contestó:
– Soy yo, comisario -dijo Vianello.
– ¿Qué ocurre? -fue la respuesta instintiva de Brunetti a la voz del inspector.
– La madre de Moro está herida.
– ¿Cómo?
Parásitos en la línea ahogaron las palabras de Vianello. Cuando desaparecieron, Brunetti sólo alcanzó a oír:
– … ni idea de quién.
– ¿Quién qué? -preguntó Brunetti.
– El que lo ha hecho.
– ¿Ha hecho el qué? No he oído bien.
– La ha atropellado un coche, comisario. Ahora estoy en Mestre, en el hospital.
– ¿Qué ha pasado?
– La mujer iba a la estación del tren de Mogliano, donde ella vive. Por lo menos, iba en esa dirección cuando un coche le ha dado un golpe que la ha hecho caer y no se ha parado.
– ¿Alguien lo ha visto?
– Dos personas. La policía de allí ha hablado con ellas, pero no estaban seguras de nada, sólo de que era un coche de color claro y coinciden en que quizá lo conducía una mujer.
Brunetti preguntó mirando el reloj:
– ¿Qué hora era?
– Alrededor de las siete. Cuando los policías han visto que era la madre de Moro, uno de ellos se ha acordado de la muerte del chico y ha llamado a la questura. Han tratado de localizarlo a usted y después me han llamado a mí.
Brunetti miró el contestador. El parpadeo de una lucecita ie avisaba de que le aguardaba un mensaje.
– ¿Lo sabe él?
– Le han llamado antes que a nosotros, comisario. Ella es viuda y llevaba en el bolso un papel con el nombre y la dirección del hijo.
– ¿Y…?
– Ha venido. -Los dos hombres pensaron en lo que aquello habría significado para Moro, pero no dijeron nada.
– ¿Ahora dónde está?