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– Aquí, en el hospital.

– ¿Qué dicen los médicos? -preguntó Brunetti.

– Cortes y magulladuras, pero ninguna fractura. El coche sólo debió de rozarla. Pero, como tiene setenta y dos años, los médicos han decidido mantenerla en observación hasta mañana. -Después de una pausa, Vianello dijo-: Él acaba de irse.

Hubo un silencio largo. Al fin Vianello dijo, en respuesta a la pregunta que Brunetti no había hecho:

– Sí; sería buena idea. Estaba muy afectado.

Una parte de la mente de Brunetti comprendía que su instintivo deseo de aprovecharse del trauma de Moro no era menos perverso que la incitación de Vianello. Pero no se paró en consideraciones.

– ¿Cuánto hace que se ha ido? -preguntó Brunetti.

– Unos cinco minutos. En taxi.

Del fondo del apartamento llegaban sonidos familiares: Paola se movía en el cuarto de baño, salía al pasillo, iba al dormitorio. Con la imaginación, Brunetti se elevó por encima de la ciudad, hasta el continente, vio un taxi que circulaba por las desiertas calles de Mestre y cruzaba el viaducto que conducía a piazzale Roma. Del taxi se apeaba un hombre, metía la mano en el bolsillo, pagaba al conductor, daba media vuelta y empezaba a andar hacia el imbarcaáero del Uno.

Paola ya dormía cuando él se asomó a la habitación, proyectando una franja de luz sobre sus piernas, i-c escribió una nota y buscó donde dejarla. Al fin la puso encima del contestador, donde la luz que parpadeaba seguía reclamando atención.

Mientras cruzaba la ciudad dormida, la imaginación de Brunetti volvió a levantar el vuelo, pero ahora observaba a un hombre con traje oscuro y abrigo gris que iba andando de San Polo al puente de Accademia. Lo vio cruzar por delante del museo y meterse por las estrechas calles de Dorsoduro. Al extremo del pasaje que discurre junto a la iglesia de San Gregorio, cruzó el puente hacia la ancha Riva del otro lado de la Salute. A su derecha quedaba la casa de Moro, a oscuras, pero con todas las persianas abiertas. Bordeando el agua, Brunetti fue hasta el pie del puente que cruzaba el estrecho canal en dirección a la puerta de la casa. Desde allí podría ver llegar a Moro tanto si venía a pie como si llegaba en taxi o en el Uno. Volvió la cara y, al otro lado del agua tranquila, contempló el desigual perfil de las cúpulas de San Marco y el claroscuro de la fachada del Palazzo Ducale, percibiendo la sensación de paz que su belleza le transmitía. Curioso: una simple amalgama de formas y colores, y ya se sentía mejor que antes de mirarlas.

Oyó la vibración del motor del vaporetto que se aproximaba y vio asomar la proa por detrás de la pared de un edificio. El sonido cambió de clave, y la nave se deslizó hasta el imbarcadero. El tripulante arrojó el cabo con ademán suelto y certero y lo ató al amarre de metal con el nudo secular. Desembarcaron varios pasajeros, pero ninguno de ellos era Moro. Rechinó el metal al cerrarse la puerta, luego un simple tirón liberó el cabo y la embarcación siguió su recorrido.

Veinte minutos después, llegó otro barco, pero Moro tampoco venía en él. Brunetti ya pensaba que Moro podía haber decidido ir a casa de su madre en Moglíano cuando oyó pasos que se acercaban por la izquierda. Moro salió de una estrecha calle situada al fondo del pequeño campo, Brunetti cruzó el puente y se quedó al pie, a poca distancia de la puerta de la casa de Moro.

El doctor venía con las manos en los bolsillos de la americana y la cabeza baja, como si tuviera que pisar con precaución. Cuando estuvo a pocos metros de Brunetti, introdujo primero la mano izquierda y luego la derecha en los bolsillos del pantalón. Al segundo intento, sacó un manojo de llaves y las miró como si no supiera muy bien lo que eran ni lo que tenía que hacer con ellas.

Entonces levantó la cabeza y vio a Brunetti. Su expresión no cambió, pero el comisario estaba seguro de que lo había reconocido.

Brunetti empezó a andar hacia el otro hombre y empezó a hablar antes de darse cuenta de lo que hacía, sorprendido por la fuerza de su propia cólera.

– ¿Piensa dejar que maten también a su esposa y a su hija?

Moro dio un paso atrás, y las llaves se le cayeron de la mano. Levantó un brazo a la altura de la cara, como si las palabras de Brunetti fueran un ácido del que tuviera que protegerse los ojos. Pero entonces, con una rapidez que asombró a Brunetti, Moro se acercó a él y lo agarró por el cuello del abrigo. Calculó mal la distancia y le clavó las uñas de los índices en la nuca.

El médico lo atrajo hacia sí con un tirón tan violento que le hizo avanzar medio paso. Brunetti abrió los brazos tratando de mantener el equilibrio, pero fue la fuerza de las manos del otro lo que le impidió caer.

Moro se le acercó, zarandeándolo como un perro a una rata.

– No se meta en esto -siseó, salpicándole la cara de saliva-. No han sido ellos. ¿Qué sabe usted?

Brunetti dejó que Moro lo sostuviera un momento, hasta que recuperó el equilibrio y, cuando el médico lo empujaba hacia afuera, asiéndolo todavía con fuerza, dio un paso atrás y, alzando las manos, se desasió. Instintivamente, se palpó la nuca, donde notó un arañazo que empezaba a doler.

Se inclinó hacia adelante, acercando peligrosamente la cara a la del médico:

– Las encontrarán. Han encontrado a su madre. ¿Quiere que las maten a todas?

El médico volvió a levantar la mano, rechazando las palabras de Brunetti. Como un autómata, levantó la otra mano: era un ciego, un hombre acosado que busca refugio. Dio medía vuelta y, tambaleándose, con las rodillas rígidas, fue hacia la puerta de su casa. Apoyado en la pared como si no pudiera tenerse en pie, Moro empezó a palparse el pantalón, en busca de las llaves que estaban en el suelo. Metió las manos en los bolsillos y los volvió del revés, esparciendo alrededor monedas y papeles. Cuando hubo registrado todos los bolsillos, hundió la barbilla en el pecho y empezó a sollozar.

Brunetti se agachó y recogió las llaves. Fue hasta el médico y le tomó la mano derecha que le colgaba inerte al lado del cuerpo, le puso la palma hacia arriba, depositó en ella las llaves y le hizo cerrar los dedos.

Lentamente, como un artrítico, Moro se separó de la pared y metió en la cerradura primero una llave, luego otra y otra, hasta que encontró la buena, que giró ruidosamente cuatro veces. Empujó la puerta y desapareció en el interior. Sin esperar a ver si se encendían las luces, Brunetti dio media vuelta y se encaminó a su casa.

20

A la mañana siguiente, Brunetti se despertó atontado, al sordo rumor de la lluvia que repicaba en las ventanas del dormitorio y sin Paola a su lado. Ni ella ni los niños estaban en casa. Una mirada al reloj le reveló la razón: hacía rato que todos habían ido a sus ocupaciones. Al entrar en la cocina vio con gratitud que Paola había dejado la cafetera preparada en el fogón. Se quedó mirando por la ventana mientras esperaba y, cuando el café estuvo hecho, se sirvió una taza que se llevó a la sala. Se lo tomó de pie, contemplando a través de la lluvia el campanario de San Polo. Cuando hubo terminado, volvió a la cocina y se preparó otra taza. Esta vez se sentó en el sofá, con los pies apoyados en la mesita, mirando fijamente las vidrieras de la terraza, sin ver los tejados que había al otro lado.

Trataba de adivinar quiénes podían ser «ellos». Moro, desprevenido ante la interpelación de Brunetti, no había tenido tiempo de preparar una defensa y ni intentó siquiera negar nada ni fingir que no comprendía la alusión de Brunetti a aquellos anónimos «ellos». La primera posibilidad que se le ocurrió a Brunetti, como tenía que ocurrírsele a cualquiera que supiera algo, por poco que fuera, de la carrera de Moro, era que tenia que ser alguien del servicio de Sanidad, que hubiera sido blanco de la acusación de corrupción y codicia institucionalizadas contenida en el Informe Moro. Brunetti cerró los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y trató de recordar qué había sido de los hombres que estaban al frente del servicio provincial de Sanidad en la época del Informe Moro.