Uno había desaparecido de la escena pública y ahora ejercía la abogacía, otro se había jubilado y un tercero detentaba una cartera menor en el nuevo Gobierno: Seguridad Viaria o Defensa Civil, no lo recordaba con exactitud. Sí recordaba que, en medio del escándalo e indignación suscitados por la malversación de los fondos públicos que e! informe había revelado, la respuesta del Gobierno se revistió de la augusta parsimonia de la Danza Fúnebre de Saúl. Habían pasado años: ni se habían construido los hospitales, ni se habían rectificado las estadísticas, ni se había molestado a los responsables del engaño.
Brunetti sabía que, en Italia, un escándalo tiene el mismo período de caducidad que el pescado fresco: a los tres días uno y otro están inservibles, el pescado, porque huele mal, y lo otro, porque ha dejado de oler. Cualquier castigo o venganza que «ellos» hubieran deseado infligir al autor del informe se hubiera perpetrado años atrás: el castigo que se demora seis años no disuadirá a otros funcionarios honrados de exponer ante ¡a opinión pública las irregularidades del Gobierno.
Descartada esta posibilidad, Brunetti centró su atención en la carrera médica de Moro, y trató de ver en los ataques a su familia la obra de un paciente resentido, pero enseguida desestimó la hipótesis. Brunetti no creía que la finalidad de lo que había ocurrido a Moro fuera el castigo; en este caso, lo hubieran atacado a él personalmente: era una amenaza. La razón de los ataques contra la familia había que buscarla en lo que Moro estaba haciendo o en algo que había descubierto en la época en la que dispararon contra su esposa. En tal caso, los ataques tendrían su lógica en tanto que reiteradas y violentas tentativas de impedir la publicación de un segundo Informe Moro. Pero no dejaba de sorprender a Brunetti, al sopesar la reacción de Moro de la noche antes, que el médico no hubiera tratado de negar que «ellos» existían y, al mismo tiempo, insistiera en que «ellos» no eran los responsables de los ataques.
Brunetti tomó un sorbo de café, y notó que estaba frío. Fue entonces cuando oyó sonar el teléfono. Dejó la taza y salió al pasillo a contestar.
– Brunetti.
– ¿Aún estás en la cama? -preguntó Paola.
– No; hace rato que me he levantado.
– Te he llamado tres veces durante la media hora última. ¿Dónde estabas? ¿En la ducha?
– Sí -mintió Brunetti.
– ¿Mientes?
– Sí.
– ¿Qué hacías? -preguntó ella, preocupada.
– Estaba sentado, mirando por la ventana.
– Me alegro de saber que has empezado e! día de manera tan productiva. ¿Sentado y mirando o sentado, mirando y pensando?
– Y pensando.
– ¿En qué?
– Moro.
– ¿Y…?
– Me parece que ahora veo algo que antes no veía.
– ¿Quieres contármelo? -preguntó ella, pero él detectó la prisa en su voz.
– No; tengo que pensar un poco más.
– ¿Esta noche pues?
– Sí.
Ella hizo una pausa y, con voz de culebrón brasileño, dijo:
– Tenemos un asunto pendiente desde anoche, mi vida.
El cuerpo de él recordó entonces el asunto pendiente, con una sacudida, pero, antes de que pudiera hablar, ella colgó riendo.
Media hora después, Brunetti salía de casa, calzado con chanclos de goma y protegido por un paraguas oscuro. El paraguas dificultaba su avance, haciéndole serpentear para evadir a la gente. La lluvia había hecho menguar, pero no eliminado del todo, el flujo de turistas. Cómo deseaba poder pasar por otro sitio para ir a trabajar, y no verse atrapado en las apreturas de Ruga Rialto. Pasado Sant'Aponal, torció hacia la derecha y bajó hacia el Canal Grande. Al salir del pasaje, vio que un traghetto se acercaba a la Riva. Cuando desembarcaron los pasajeros, él subió a bordo y dio al gondoliere una de aquellas monedas de euro con las que no acababa de familiarizarse, confiando en que fuera suficiente. El joven le devolvió unos céntimos, y Brunetti se dirigió hacía la parte de atrás, flexionando las rodillas, para mantener el equilibrio y absorber el balanceo de la embarcación.
Cuando hubieron subido a bordo trece pasajeros, uno de ellos, con un empapado pastor alemán, y todos tratando de guarecerse bajo los paraguas, que formaban un dosel casi continuo sobre sus cabezas, los gondoHeri empezaron a bogar y rápidamente los transportaron al otro lado. Brunetti vio gente en lo alto del puente, de espaldas al agua, posando para fotos bajo la lluvia.
La góndola se deslizó hasta la escalera de madera y los pasajeros desembarcaron. Brunetti esperó mientras el gondoliere de la proa entregaba a una mujer el carrito de la compra. Una rueda tropezó con un peldaño y el carro se inclinó hacia el gondoliere, que lo agarró del asa y lo levantó hacia la mujer. De pronto, el perro volvió a la embarcación, en busca de lo que en otro tiempo debió de ser una pelota de tenis y, con ella entre los dientes, saltó al muelle y corrió tras de su amo.
Brunetti advirtió que acababa de ser testigo de una serie de infracciones. El número de pasajeros excedía del límite autorizado. Probablemente, había una ordenanza que estipulaba que, durante la travesía del canal, era obligatorio cerrar los paraguas, aunque no estaba muy seguro, por lo que ésta la descontó 1"1 perro no llevaba bozal ni iba sujeto con correa. A dos personas que hablaban alemán no les habían devuelto el cambio hasta que lo habían pedido.
Camino de su despacho, Brunetti entró en la oficina de los agentes y pidió a Pucetti que subiera con él. Cuando estuvieron sentados, el comisario preguntó:
– ¿Qué más ha averiguado?
Evidentemente sorprendido por la pregunta, Pucetti dijo:
– ¿Se refiere a la escuela, comisario?
– Desde luego.
– ¿Aún está interesado?
– Sí; ¿por qué no había de estarlo?
– Creí que la investigación estaba cerrada.
– ¡Quién se lo ha dicho? -preguntó Brunetti, aunque ya tenia una idea bastante clara.
– El teniente Scarpa, señor.
– ¿Cuándo?
Pucetti desvió la mirada, tratando de recordar.
– Ayer, señor. Entró en la oficina y me dijo que el caso Moro estaba cerrado y que yo había sido destinado a Tronchetto.
– ¿A Tronchetto? -preguntó Brunetti, sin poder disimular el asombro porque se enviara a un agente de policía a patrullar un parking-. ¿Con qué objeto?
– Se han recibido denuncias acerca de los individuos que se sitúan en la puerta ofreciendo pasajes en barco a la ciudad.
– ¿Denuncias de quién? -preguntó Brunetti.
– Alguien fue a quejarse a la Embajada de Estados Unidos en Roma. Dijo que había pagado doscientos euros por un viaje a San Marco.
– ¿Qué hacía en Tronchetto?
– Trataba de aparcar el coche, señor. Y entonces uno de esos tipos con la gorra blanca y uniforme falso le dijo dónde podía aparcar y se ofreció para proporcionarle un barco-taxi que lo llevaría directamente a su hotel. -¿Y él pagó?
Pucettí se encogió de hombros. -Ya sabe cómo son los norteamericanos, señor. Como no sabía de qué iba la cosa, pagó, pero, cuando se lo contó a los del hotel, le dijeron que le habían timado. Resulta que este hombre tiene un cargo importante en la Embajada, y llamó a Roma, y ellos nos llamaron a nosotros y se quejaron. Por eso, ahora vamos al parking, para impedir que vuelva a ocurrir.
– ¿Cuánto tiempo lleva en eso?
– Fui ayer y tengo que volver dentro de una hora -dijo Pucetti y, en respuesta a la expresión de Brunetti, agregó-: Era una orden.