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Brunetti decidió no hacer observación alguna sobre la docilidad del joven oficial.

– La investigación de la muerte del joven Moro sigue abierta -dijo-, por lo que puede usted olvidarse de Tronchetto. Quiero que vuelva a hablar con uno de los chicos. Se llama Ruffo, me parece que ya ha hablado con él. -Brunetti había visto el apellido en el informe del agente y recordaba el comentario de éste de que el muchacho parecía estar muy nervioso. Puceíti asintió al oír el nombre, y Brunetti puntualizó-: A ser posible, fuera de la escuela, y no vaya de uniforme.

– Sí, señor. Es decir, no, señor -dijo Pucetti, y rápidamente agregó-: ¿Y el teniente?

– Yo hablaré con él -respondió Brunetti.

Puceíti se levantó y dijo:

– Iré en cuanto me cambie, señor.

Ahora Brunetti tendría que habérselas con el teniente Scarpa. Pensó en llamarlo a su despacho, pero después consideró preferible aparecer de improviso y bajó dos pisos hasta el despacho que Scarpa había reclamado para sí. Durante muchos años, aquella habitación hacía las veces de almacén, donde los agentes guardaban paraguas, botas e impermeables para utilizarlos en caso de un cambio brusco de tiempo o la repentina llegada del acqua alta. Un día, allí apareció, como por arte de magia, un sofá, en el que los agentes del turno de noche echaban algún que otro sueñecito. Circulaba una leyenda según la cual, en aquel sofá, una comisaria conoció los placeres del adulterio. Tres años atrás, el vicequestore Patta había ordenado quitar de allí las botas, los paraguas y los impermeables; al día siguiente, desapareció también el sofá, que fue sustituido por una mesa formada por una gruesa placa de vidrio sustentada por robustas patas de metal. En la questura nadie que no fuera, por lo menos, comisario, tenía despacho propio, pero el vicequestore Patta había instalado a su ayudante detrás de la mesa de cristal. Oficialmente, no se dieron explicaciones, pero los comentarios se dispararon.

Brunetti llamó a la puerta y, en respuesta al grito de «Avanti!», entró. Siguió entonces un momento de in-certidumbre durante el cual Brunetíi pudo observar la reacción de Scarpa a la llegada de un superior. En el primer momento, se impuso el instinto, y Scarpa apoyó las manos en el borde de la mesa, disponiéndose a levantarse. Pero luego Brunetti le vio reaccionar no sólo al descubrimiento de quién era el superior sino también a la prerrogativa territorial, y el teniente hizo como si, con el movimiento iniciado, no pretendiera sino asentar mejor el cuerpo en la silla.

– Buenos días, comisario -dijo-. ¿En qué puedo servirle?

Haciendo caso omiso del gesto, que quería ser cortés, con el que Scarpa le indicaba la silla situada frente a la mesa, Brunetti permaneció cerca de la puerta y dijo:

– He asignado un servicio especial a Pucetti.

La cara de Scarpa se movió con lo que quizá pretendía ser una sonrisa:

– Pucetti ya tiene asignado un servicio especial, comisario.

– ¿Se refiere a Tronchetto?

– Sí; lo que ocurre allí está dañando la imagen de la ciudad.

Haciendo un esfuerzo, Brunetíi pasó por alto la incongruencia entre el sentido de la frase y el acento palermitano con el que había sido pronunciada y respondió:

– No estoy seguro de compartir su preocupación por la imagen de la ciudad, teniente, por lo que le he asignado otro servicio.

Otra vez, aquel movimiento de los labios.

– Tendrá la aprobación del vicequestore, por supuesto.

– No creo que un detalle tan insignificante como el servicio de un agente sea de gran interés para el vicequestore -respondió Brunetti.

– Al contrario, comisario, me consta que el vicequestore está vivamente interesado en todo lo que se refiera a la policía de la ciudad.

Cansado de este peloteo, Brunetti preguntó:

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Sólo lo que he dicho, señor. Que el vicequestore estará muy interesado en este detalle. -Como el tenor que tiene problemas de registro, Scarpa no podía controlar su voz, que oscilaba entre la cortesía y la amenaza.

– ¿En otras palabras, que usted piensa decírselo? -preguntó Brunetti.

– Si se presenta la ocasión -respondió Scarpa con suavidad.

– Por supuesto -dijo Brunetti con no menos suavidad.

– ¿Eso es todo, comisario?

– Sí -dijo Brunetti, y salió del despacho, antes de ceder a la tentación de agregar algo más. Brunetti no sabía casi nada del teniente Scarpa ni de lo que lo motivaba: probablemente, el dinero. Este pensamiento le trajo a la memoria una observación que Anna Comnena había hecho acerca de Robert Guiscard: «Una vez un hombre se hace con el poder, su amor al dinero sigue el mismo proceso que la gangrena, porque cuando la gangrena se instala en un cuerpo, no para hasta invadirlo y corromperlo por entero.»

Una anciana estaba en el hospital de Mestre, herida, y él tenía que dedicarse a discutir con la criatura de Patta, y a tratar de descubrir los motivos del teniente. Subía la escalera furioso con Scarpa, pero, cuando llegó a su despacho, ya había aceptado el hecho de que, en realidad, la causa de su furor era su propia incapacidad para prever el ataque contra la madre de Moro. Poco importaba a Brunetti que este sentimiento fuera infundado; él hubiera tenido que darse cuenta del peligro y hacer algo para protegerla.

Llamó al hospital y, en el tono áspero y autoritario que solía utilizar para tratar con las burocracias cerriles, dio su rango y exigió que le pusieran con el departamento en el que estaba ingresada la signora Moro. Tuvo que esperar a que transfiriesen la llamada, pero la enfermera de guardia que contestó se mostró amable y servicial, le dijo que el médico había recomendado que se tuviese en observación a la signora Moro hasta el día siguiente, en que podría irse a su casa. No; no tenía lesiones graves, había quedado ingresada más a causa de la edad que de su estado.

Animado tras recibir esta reconfortante señal de humanidad, Brunetti dio las gracias a la enfermera, terminó la llamada e inmediatamente marcó el número de la policía de Mogliano. El agente encargado de la investigación le dijo que aquella mañana se había presentado en la questura una mujer que había reconocido conducir el coche que había atropellado a la signora Moro. El pánico la hizo huir pero, tras una noche de insomnio, presa de miedo y de remordimientos, había decidido confesar lo ocurrido.

Cuando Brunetti preguntó al policía si él creía a la mujer, éste respondió con extrañeza que por descontado, agregó que tenía que volver al trabajo y colgó.

Así pues, Moro estaba en lo cierto cuando decía que «ellos» no habían tenido nada que ver con el ataque a su madre. Incluso esta palabra, «ataque», reconoció Brunetti, la había puesto él. ¿A qué venía entonces aquel furor de Moro contra Brunetti cuando éste la había sugerido? Y, más importante todavía, ¿qué había causado aquel estado de angustia y desesperación en e¡ que se encontraba anoche, desproporcionado e ilógico en un hombre al que acaban de decir que su madre no está gravemente herida?

21

La idea de que había hecho una cosa más para merecer la hostilidad del teniente Scarpa hubiera tenido que inquietar a Brunetti, pero no le preocupaba: en la antipatía implacable no había grados. Sólo lamentaba que Pucetti tuviera que sufrir las iras de Scarpa, ya que el teniente no era hombre que atacara a los que estaban por encima de él, por lo menos, abiertamente. Se preguntaba si otras personas se comportarían así, con total indiferencia a las exigencias de su profesión, ciegos y sordos a todo lo que no fuera la conquista del éxito y el poder personal, aunque ya hacía tiempo que Paola decía que las luchas que se libraban en el seno del departamento de Literatura Inglesa de la universidad eran mucho más feroces que las descritas en Beowulf o en las tragedias de Shakespeare más sangrientas.