Brunetti sabía que la ambición estaba reconocida como un rasgo natural en el ser humano, hada déca,-das que observaba cómo otros luchaban por conseguir lo que ellos creían el éxito. Por más que él sabía que esos deseos se consideraban perfectamente normales, no podía menos que sentirse asombrado por la pasión y las energías que estas gentes dedicaban a sus afanes. Una vez, Paola comentó que él debía de haber venido al mundo sin alguna pieza esencial, porque parecía incapaz de desear algo que no fuera la felicidad. La observación de su mujer lo alarmó, hasta que ella le explicó que ésta era una de las razones por las que se había casado con él.
Ocupado en esos pensamientos, entró en el despacho de la signorina Elettra. Cuando la joven levantó la mirada, él dijo sin preámbulos:
– Necesito información sobre la gente de la academia.
– ¿Qué clase de información en concreto?
Él reflexionó y dijo:
– Creo que lo que me gustaría saber es si alguno de ellos pudo ser capaz de matar a ese chico y por qué motivo.
– Pudo haber muchos motivos -respondió ella, y agregó-: Si es que usted quiere creer que fue asesinado.
– No; no quiero creer eso. Pero, si lo fue, quiero saber por qué.
– ¿Siente curiosidad por los alumnos o por los profesores?
– Por unos y por otros.
– Dudo que pudieran ser unos y otros.
– ¿Por qué? -preguntó él.
– Probablemente, porque unos y otros tendrían motivos diferentes.
– ¿Como por ejemplo?
– No me he explicado bien -empezó ella meneando la cabeza-. Supongo que los maestros lo harían por motivos graves, motivos adultos.
– ¿Por ejemplo?
– Peligro para su propia carrera. O para la escuela.
– ¿Y los chicos?
– Porque era un incordio.
– Me parece un motivo muy trivial para matar a una persona.
– Según se miren, la mayoría de los motivos para matar a una persona son bastante triviales.
Él tuvo que reconocer que no le faltaba razón. Al cabo de unos instantes, preguntó:
– ¿En qué sentido podía ser un incordio ese chico?
– Cualquiera sabe. No tengo ni idea de lo que irrita a los chicos de esa edad. E! que es muy duro, o muy blando. El que es muy listo, y deja en mal lugar a los otros. O que presume, o…
– Siguen pareciéndome motivos triviales -cortó Brunetti-. Incluso para adolescentes.
Ella, sin ofenderse, dijo:
– Es todo lo que se me ocurre. -Señalando el teclado con un movimiento de la barbilla, dijo-: Daré una ojeada, a ver qué encuentro.
– ¿Dónde buscará?
– En las listas de los alumnos. En sus familias. Listas de profesores y familias. Luego haré cruces con… en fin, otros datos.
– ¿Dónde ha conseguido esas listas?
Ella aspiró largamente, con clase.
– No las tengo, comisario, pero puedo tenerlas. -Se quedó mirándolo, en espera de su comentario.
Brunetti, descolocado, le dio las gracias y le pidió que le llevara toda la información que consiguiera en cuanto le fuera posible.
En su despacho, Brunetti se aplicó a recordar todo lo que hubiera oído o leído acerca de la academia durante los últimos anos. Como no se le ocurría nada, amplió la búsqueda a todos los militares en general, puesto que la mayoría de los miembros del profesorado habían sido oficiales de alguna rama de las fuerzas armadas.
Le rondaba por la cabeza una vaga idea que no acababa de perfilarse. Como el tirador de primera que fuerza la vista en la oscuridad, Brunetti concentró la atención no en el objetivo, que le rehuía, sino en lo que estuviera justo al lado o detrás. Era algo sobre ¡os militares, sobre jóvenes y militares.
Entonces se concretó el recuerdo: un incidente ocurrido hacía varios años, en el que dos soldados -paracaidistas, seguramente- habían recibido la orden de saltar de un helicóptero en algún lugar de la antigua Yugoslavia. Ellos, que ignoraban que el helicóptero se hallaba estacionario a cien metros del suelo, saltaron y se mataron. Lo ignoraban porque los otros hombres que iban en el helicóptero, que lo sabían, pero eran de otra fuerza militar, no se lo habían dicho. Y este recuerdo trajo otro, el de un joven que había aparecido muerto al pie de un trampolín de saltos en paracaídas, quizá víctima de una novatada nocturna que habla salido mal. Que él supiera, ninguno de aquellos casos se había resuelto ni se había dado una explicación satisfactoria por la muerte, totalmente innecesaria, de aquellos tres jóvenes.
También recordaba una mañana de hacía varios años en la que, durante el desayuno, Paola había levantado la mirada del periódico que informaba de que el entonces dirigente del país había ofrecido enviar tropas italianas a un aliado en una operación bélica.
– Va a enviar tropas -dijo-. ¿Te parece un ofrecimiento o una amenaza?
Sólo uno de los amigos íntimos de Brunetti había optado por la carrera militar, y habían perdido el contacto desde hacía años, por lo que no quería llamarle ahora. De todos modos, ¿qué podía preguntarle? Brunetti no tenía ni idea. ¿Que si el ejército era realmente tan incompetente y corrupto como parecía creer todo el mundo? No era una pregunta que uno pudiera hacer, por lo menos, a un general en activo.
Quedaban sus amigos de la prensa. Llamó a uno a Milán, pero, cuando se conectó el contestador, no quiso dejar mensaje ni nombre. Lo mismo ocurrió cuando llamó a otro amigo a Roma. En la tercera tentativa, en la que trataba de contactar con Beppe Avisani, de Palermo, contestaron a la segunda señaclass="underline"
– Avisani.
– Ciao, Beppe. Soy yo, Guido.
– Ah, encantado de oír tu voz -dijo Avisani y, durante unos minutos, intercambiaron la clase de información que dan y reciben los amigos que hace tiempo que no saben uno de otro, quizá con un punto de formalidad en la voz, porque ambos sabían que ahora sólo se hablaban cuando uno de ellos necesitaba información.
Cuando todo lo que había que decir sobre las respectivas familias estuvo dicho, Avisani preguntó:
– ¿De qué quieres que te hable?
– Investigo la muerte del joven Moro -dijo Brunetti, y esperó la respuesta del periodista.
– ¿Así pues, no fue suicidio? -preguntó éste, prescindiendo de cualquier piadosa delicadeza.
– Eso es lo que deseo saber -respondió Brunetti.
Sin vacilar, Avisani declaró espontáneamente:
– Si no fue suicidio, está claro que la causa es el padre, algo que ver con él.
– Hasta ahí ya había llegado, Beppe -dijo Brunettí sin asomo de sarcasmo. -Es natural. Perdona. -Pero el informe salió hace mucho tiempo -dijo Brunetti, seguro de que un hombre que se dedicaba al periodismo desde hacía veinte años seguiría su razonamiento y también descartaría el informe como posible causa-. ¿Sabes en qué trabajaba cuando estaba en el Parlamento?
Se hizo el silencio mientras Avisani exploraba la senda que abría Brunetti con su pregunta.
– Probablemente, tienes razón -dijo al fin, y añadió-: ¿Aguardas un momento? -Desde luego. ¿Por qué? -Debo de tenerlo por aquí, en algún archivo. -¿En el ordenador? -preguntó Brunetti. -¿Y dónde quieres que lo tenga? -rió el periodista-. ¿En un cajón?
Brunetti se echó a reír a su vez, como si hubiera querido hacer un chiste.
– Un momento -dijo Avisani. Brunetti oyó el gol-pecito del teléfono en una superficie dura.
Estuvo mirando por fa ventana mientras esperaba, sin tratar de imponer orden en la información que daba tumbos en su cabeza. Perdió la noción del tiempo, aunque Avisani tardó bastante más de un minuto en volver.