– ¿Sigues ahí, Guido? -preguntó. -Sí.
– No tengo mucho sobre él. Estuvo en el Parlamento tres años, es decir, un poco menos, hasta que dimitió, pero lo mantenían fuera de la vista. -¿Lo mantenían, quiénes?
– El partido por el que se presentó lo apoyó porque en aquel momento Moro era famoso, y ellos sabían que con él ganarían, pero después de las elecciones, cuando vieron cuáles eran sus ideas en realidad, procuraron esconderlo todo lo posible.
Brunetti había visto eso otras veces: personas honradas eran elegidas y entraban en el sistema con la esperanza de reformarlo, pero, poco a poco, eran absorbidas por él como los insectos por una planta carnívora. Consciente de que Avisani había visto muchos más casos de éstos que é!, Brunetti se ahorró los comentarios y, acercándose un bloc, dijo tan sólo:
– Me gustaría saber en qué comisiones estuvo.
– ¿Buscas lo que imagino: alguien con quien hubiera chocado?
– Sí.
Avisani lanzó un gruñido largo que Brunetti catalogó de especulativo.
– Te daré lo que tengo. Había una comisión de pensiones para campesinos -empezó Avisani, y lo descartó con un simple-: Aquí no hay nada. Son gente menuda. -Y luego-: La comisión que supervisó el envío de todo aquel material a Albania.
– ¿Intervino el ejército? -preguntó Brunetti.
– No; creo que se hizo a través de organizaciones benéficas privadas. Caritas y similares.
– ¿Qué más?
– Correos.
Brunetti resopló.
– Y procurezza militar -dijo Avisani con audible interés.
– ¿Qué significa?
El periodista no respondió enseguida.
– Probablemente, supervisión de los contratos de las empresas proveedoras del ejército.
– ¿Supervisión o adjudicación? -preguntó Brunetti.
– Yo diría que supervisión. En realidad, era sólo una subcomisión, lo que significa que no tenía más poder que el de elevar sus recomendaciones a la comisión en sí. ¿Crees que pueda ser eso?
– No estoy seguro de que haya un «eso» -respondió Brunetti vagamente, obligándose ahora a recordar que su amigo era miembro de la prensa.
Con estudiada paciencia, Avisan! dijo:
– Te pregunto como amigo curioso, Guido, no como periodista.
Bruneíti se rió con alivio:
– Parece una posibilidad más verosímil que algo relacionado con la comisión de Correos; los carteros no son muy violentos.
– No; sólo en Norteamérica -dijo Avisani.
Se hizo un silencio un poco incómodo, porque los dos eran conscientes del conflicto existente entre sus respectivas profesiones y su amistad. Luego, Avisani dijo:
– ¿Quieres que siga buscando?
Brunetti no encontraba la manera de decirlo. Al fin apuntó:
– Si pudieras hacerlo con delicadeza.
– Si aún estoy vivo es porque hago las cosas cor. delicadeza, Guido -dijo Avisani sin buscar la nota humorística, se despidió en un tono que no se distinguía por la cordialidad y colgó.
Brunetti llamó a la signorina Elettra y, cuando ella contestó, dijo:
– Me gustaría agregar otro apartado a su… -aquí se interrumpió, porque no sabía cómo llamar a lo que hacía ella-, su trabajo de documentación.
– ¿Sí, señor?
– Procurezza militar.
– ¿No podría ser más explícito?
– Conseguir dinero y gastarlo -empezó él, y entonces le vino a la memoria una frase que solía citar Paola. La ahuyentó y agregó-: Para los militares. Era una de las comisiones en las que estaba Moro.
– ¡Caramba, milagro! -exclamó ella-. ¿Cómo sería posible?
Al oír esta manifestación de sincero asombro, Brunetti se preguntó cuánto tardaría en explicar a un extranjero tal reacción, que presuponía la honradez de Moro al tiempo que expresaba sorpresa porque se hubiera designado a un hombre honrado para formar parte de una comisión que podía influir en la asignación de importantes sumas de fondos públicos
– No tengo ni idea. A ver si encuentra quiénes eran los otros miembros de la comisión.
– Sí, señor. Es fácil acceder a los archivos del Gobierno -dijo ella, mientras él especulaba sobre el grado exacto de criminalidad que podía encerrar tal verbo.
Él miró el reloj y preguntó:
– ¿Salgo a almorzar o espero?
– Almuerce, comisario -le aconsejó ella, y colgó. Brunetti bajó a Testiere, donde el dueño siempre le encontraba un hueco, y tomó un antipasto de pescado y un filete de atún a la parrilla, que Bruno le juró que era fresco. Por la atención que le prestó Brunetti, lo mismo podía haber sido congelado o liofilizado. En cualquier otro momento, hubiera considerado una vergüenza dejar de apreciar un plato tan exquisito; pero hoy no podía sustraerse a los intentos por descubrir la relación que pudiera existir entre la vida profesional de Moro y las desgracias ocurridas en su familia, por lo que la comida fue ingerida pero no saboreada.
Brunetti se paró en la puerta del despacho de la signorina Elettra, a la que encontró de pie junto a la ventana, mirando al canal que salía al Bacino. Estaba tan abstraída que no le oyó llegar, y él se quedó en el umbral, no queriendo asustarla. La joven tenía los brazos cruzados sobre el pecho, un hombro apoyado en el marco de la ventana y un pie delante del otro. Él, que la veía de perfil, observó que bajaba la cabeza y cerraba los ojos un instante más de lo necesario. Los abrió, aspiró profundamente hinchando el pecho y se apartó de la ventana. Y lo encontró a él mirándola.
Pasaron tres segundos. Paola le había dicho una vez que, en los momentos en los que una persona necesita consuelo, los irlandeses suelen decir «Siento tus penas», y Brunetti ya tenía la frase a flor de labios cuando ella dio un paso hacia la mesa y dijo, tratando de sonreír:
– Ya lo tengo todo -pero lo decía en el tono del que no tiene nada.
Pasaron otros tres segundos, y él se acercó a la mesa a su vez, suscribiendo el tácito acuerdo de silenciar lo ocurrido.
Brunetti vio encima de la mesa dos montones de papeles. Ella, de pie, señaló uno de ellos:
– Ésa es la lista de los alumnos hijos de militares o de funcionarios del Gobierno; es el único dato de los chicos por el que me he guiado. Debajo está la lista de los profesores, con indicación de la rama del ejército en la que sirvieron y el grado que alcanzaron. Y, debajo de todo, la lista de los hombres que estaban con el dottor Moro en la comisión de abastecimiento militar.
Pudo más la curiosidad que la sensatez, y Brunetti preguntó:
– Excelente. Pero ahora dígame, ¿de dónde saca usted todo eso? -Como ella no contestara, él levantó la mano derecha y dijo-: Prometo por la salud de la persona de mi familia que usted designe, que no revelaré nada de lo que me diga, que lo olvidaré al instante y que el teniente Scarpa no conseguirá arrancarme el secreto sean cuales fueren los medios que empleare para hacerme cantar.
Ella pareció reflexionar.
– ¿Ni con las más terribles amenazas?
– ¿Como la de invitarme a una copa?
– Peor que eso: a cenar.
– Seré fuerte.
Ella capituló:
– Hay un modo de acceder a los archivos del personal militar. No se necesita nada más que el código y, a partir de ahí, el número del individuo. -Puesto que ella había accedido a brindarle esa información, Brunetti se abstuvo de preguntar cómo había conseguido el código y los números-. El Parlamento es fácil -agregó ella con desdén-. Ahí podría entrar hasta un niño.
El supuso que se refería a los archivos, no al edificio.
– ¿Y las listas de la escuela?
Ella lo miró inquisitivamente y él asintió, renovando su voto de silencio.
– Pucetti las robó y me las dio, por si podían sernos útiles.
– ¿Ha tenido tiempo de repasarlas?
– Un poco. Hay nombres que están en más de una.