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– ¿Por ejemplo?

Ella sacó una hoja de papel del primer montón y señaló dos nombres que había resaltado en amarillo.

– El maggior Marceilo Filippi y el colonello Giovanni Toscano.

– Explíquemelo -dijo él-. De viva voz es más rápido.

– El maggiore estuvo en el ejército veintisiete años y se retiró hace tres. Durante los seis años inmediatamente anteriores a su retiro, estuvo al frente de la oficina de suministros a los paracaidistas. Su hijo es alumno de tercero en la academia. -Señaló el segundo nombre-El colonello era asesor militar de la comisión parlamentaria en la que estaba Moro. Ahora da clases en la academia. Estaba en París, en un seminario, durante la semana en la que murió el chico.

– ¿No le parece un retroceso pasar de un cargo en el Parlamento a dar clase en una academia militar de provincias?

– El colonello se retiró después de veintidós años de servicio militar, en circunstancias poco claras -dijo la signorina Elettra-. Por lo menos -puntualizó-ésa es la impresión que he sacado de la lectura de los archivos internos.

«Archivos internos», repitió Brunetti para sus adentros. ¿Dónde se detendría esta mujer?

– ¿Qué dicen los archivos?

– Que varios miembros de la comisión no estaban muy satisfechos de la actuación del colonello. Uno de ellos llegó a sugerir que el colonello no era totalmente imparcial en los consejos que daba a la comisión.

– ¿Moro?

– Sí.

– Ah, vamos.

– Sí, vamos.

– ¿No totalmente imparcial en qué sentido? -preguntó Brunetti.

– Eso no consta, pero me parece obvio.

– Si; desde luego. -Si el colonello obraba de una forma que desagradaba a la comisión, sería porque favo-recia a determinadas empresas que abastecían a los militares, y a sus propietarios. El atávico cinismo de Brunetti le sugería que eso también podía significar que Tos-cano estaba a sueldo de empresas distintas de las que untaban a los parlamentarios de la comisión. Lo sorprendente aquí no era que él fuera parcial -¿por qué, si no, optar a semejante cargo?-, sino que lo hubieran… Brunetti se resistió a formular siquiera mentalmente la palabra «pillado». Era asombroso que hubieran podido obligarle a retirarse; Brunetti no podía imaginar que un hombre en su posición se aviniera a marcharse tranquilamente. ¿Hasta dónde había llegado su venalidad, para provocar su cese?

– ¿El colonello es veneciano?

– No; lo es su esposa.

– ¿Cuándo vinieron a vivir aquí?

– Hace dos años. Cuando él se retiró.

– ¿Tiene idea de cuánto le pagan en la academia?

La signorina Elettra volvió a señalar el papel.

– A la derecha de cada nombre figura el salario.

– Seguramente, también cobra pensión militar.

– También está indicado.

Brunetti miró el papel y vio que la suma de la pensión del colonello y del salario de la academia era muy superior a su propio sueldo de comisario.

– No está mal.

– Se defienden, supongo -dijo ella.

– ¿Y la mujer? -Rica.

– ¿Qué asignaturas enseña él?

– Historia y Teoría Militar.

– ¿Y se le conoce alguna peculiar tesitura política que pueda incidir en su manera de enseñar la Historia?

Ella sonrió por la delicadeza de la fórmula y respondió:

– Aún no puedo contestar a eso, comisario. Pero tengo un amigo que es sobrino del profesor de Matemáticas de la academia, y me ha prometido informarse. Probablemente, no sería difícil adivinar sus ideas -prosiguió-, pero más valdrá asegurarse.

Él asintió, aunque ninguno de los dos se hacía ilusiones acerca de la visión de la política y, por consiguiente, de la Historia, que podía tener un hombre que había pasado veintidós años en el ejército. De todos modos, al igual que la signorina Elettra, Brunetti pensaba que era preferible cerciorarse.

– ¿Y sabe si esos dos hombres estuvieron en contacto mientras alguno de ellos se hallaba en servicio activo?

Ella volvió a sonreír, como si la complaciera su perspicacia, y atrajo hacia sí el otro montón de papeles.

– Parece ser que cuando el colonello asesoraba a la comisión parlamentaria, el maggior, que acababa de retirarse, estaba en el Consejo de Administración de Edilan-Forma.

– ¿Que es…?

– Una empresa con sede central en Ravenna que suministra a los militares uniformes, botas y mochilas, además de otras cosas.

– ¿Qué otras cosas?

– Todavía no he podido entrar en su ordenador -dijo ella, convencida sin duda de que la conversación seguía amparada por la promesa de discreción-. Pero parece ser que suministran todo lo que un soldado puede llevar encima. También podrían subcontr^ar a proveedores de bebidas y productos alimenticios al ejército.

– ¿Y todo ello supone…? -preguntó Brunetti.

– Millones, comisario, millones y millones. Es una mina, o podría serlo. A! fin y al cabo, el ejército se gasta quince mil millones de euros al año.

– ¡Pero eso es un escándalo! -estalló él.

– No lo es para los que tienen la posibilidad de llevarse un pellizco.

– ¿Edilan-Forma?

– Por ejemplo -respondió ella, y entonces volvió a la información que había reunido-. En cierta ocasión, la comisión examinó los contratos con Edilan-Forma porque uno de sus miembros había planteado preguntas sobre ellos.

– ¿Moro? -inquirió Brunetti, a fin de cerciorarse.

Ella asintió.

– ¿Qué tipo de preguntas?

– En las actas del Parlamento se hace mención de los precios de varias partidas, y de las cantidades pedidas -dijo ella.

– ¿Y qué pasó?

– Que, cuando el miembro de la comisión dimitió, no se repitieron las preguntas.

– ¿Y los contratos?

– Todos se renovaron.

Brunetti se preguntaba si estaría loco, por encontrar todo eso tan normal y tan fácil de entender. ¿O estarían locos todos los ciudadanos de este país, por entender que los papeles que la signorina Elettra tenía encima de la mesa sólo admitían una lectura? Los fondos públicos estaban ahí para que metiera mano todo el que pudiera, y su saqueo era la suprema prebenda del servidor del Estado. Moro, con su integridad y su ingenuidad transparentes, se había atrevido a desafiar este principio. Brunetti ya no abrigaba la menor duda de que la respuesta a las preguntas de Moro se la habían dado no a él sino a su familia.

– ¿Podría investigar más de cerca a Toscano y Filippi? Suponiendo que no lo haya hecho ya.

– Precisamente en eso estaba trabajando cuando ha entrado, comisario -dijo ella-. Pero mi amigo de Roma, el que trabaja en los archivos militares, ha sido enviado a Livorno para varios días y no tendré acceso a sus datos hasta finales de semana.

Absteniéndose de recordarle que, cuando él había entrado, ella estaba en la ventana contemplando tristemente su pasado o su futuro y no trabajando en nada, Brunetti le dio las gracias y volvió a su despacho.

22

Brunetti, ejercitando su fuerza de voluntad, se obligó a permanecer en la questura hasta la hora de salida habitual, dedicado a leer y contraseñar informes. Al cabo de un rato, decidió leer sólo uno de cada dos, y después, uno de cada tres, aunque sin olvidarse de estampar un esmerado «G. B.» al pie de cada uno, incluso de los no leídos. Mientras recorría con la vista las palabras, las columnas de números, el torrente interminable de hechos y cifras que tenían con la realidad el mismo parentesco que Anna Anderson con el zar Nicolás II, el pensamiento de Brunetti no se apartaba de Moro.