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Antes de salir, llamó a Avisaní a Palermo. Nuevamente, el periodista contestó dando su apellido.

– Soy yo, Beppe -dijo Brunetti. -Si no ha pasado ni un día, Guido. Dame tiempo, ¿no? -dijo el periodista con mordacidad.

– No llamo para achuchar, Beppe, créeme. Es que quiero añadir dos nombres a la lista -empezó Brunetti. Sin dar a Avisani tiempo de protestar, prosiguió-: Co¡o-nello Gíovanni Toscano y maggior Marcello Filippi.

Al cabo de un rato, Avisaní dijo: -Bien, bien, bien. Donde hay sal hay pimienta; donde hay aceite hay vinagre; donde hay humo hay fuego…

– ¿Y donde está Toscano está Filippi, imagino? -preguntó Brunetti.

– Exactamente. ¿Cómo te has tropezado con esos dos? -Moro -dijo Brunetti escuetamente-. Los dos estaban involucrados en la comisión en la que trabajaba Moro cuando dejó el Parlamento.

– Ah, sí. Procurezza -dijo Avisaní, alargando las sílabas para saborear su sonido.

– ¿Sabes algo? -preguntó Brunetti, aunque estaba seguro de que así era.

– Sé que al colonello Toscano ie instaron a dejar su puesto de asesor de la comisión parlamentaria y que, al poco tiempo, dejó el servicio activo en ei ejército. -¿Y Filippi?

– MÍ impresión es que el maggior comprendió que su posición se había hecho muy evidente. -¿Qué posición?

– La de marido de la prima del presidente de la empresa que proveía a los paracaidistas de la mayor parte de sus suministros.

– ¿Edíían-Forma? -preguntó Brunetti. -Eres un chico aplicado -elogió Avisará. A fuer de sincero, Brunetti hubiera tenido que aclarar que la aplicada era la signorina Elettra, pero creyó preferible no revelar ese detalle a un miembro de la prensa.

– ¿Has escrito sobre eso?

– Una y otra vez, Guido -respondió Avisani con enfática resignación.

– ¿Y qué crees que va a hacer la gente? ¿Rasgarse las vestiduras, fingir que ésa no es la manera en la que también ellos hacen sus negocios? ¿Recuerdas lo que dijo aquel cómico de la televisión cuando empezaron la investigación de Maní Pulitd

– ¿Que todos éramos culpables de corrupción y todos deberíamos pasar unos días en la cárcel? -preguntó Brunetti, recordando la vehemente amonestación que Beppe Grillo hizo a sus conciudadanos. Grillo era un cómico, y la gente podía reírse, pero lo que dijo aquella noche no tenía gracia.

– Sí -dijo Avisani, recuperando la atención de Brunetti-. Hace años que vengo escribiendo artículos sobre eso, y también sobre otras agencias del Gobierno, cuya función primordial es la de desviar dinero a amigos y parientes. Pero nadie protesta. -Esperó la reacción de Brunetti y repitió-: Y nadie protesta porque todos piensan que un día puede llegarles a ellos la oportunidad de hacerse con ese dinero fácil y que les conviene que el sistema siga tal como está. Y sigue.

Como Brunetti sabía que ésa era la situación, nada tuvo que objetar a los comentarios de su amigo. Volviendo a la primera observación de Avisani, preguntó:

– ¿Ésa es la única relación que existe entre los dos?

– No. Se graduaron por la Academia de Modena el mismo año.

– ¿Y después de aquello? -preguntó Brunetti.

– No lo sé. Dudo que tenga importancia. Lo que importa es que se conocían bien y que los dos acabaron interviniendo en los suministros.

– ¿Y que los dos se retiraron?

– Sí, y casi al mismo tiempo.

– ¿Sabes dónde está Filíppi? -preguntó Brunetti.

– Creo que ahora vive en Verona. ¿Quieres que me informe?

– Sí.

– ¿Hasta dónde he de llegar?

– Hasta donde puedas,

– ¿Y tú pensarás pagarme como siempre, imagino? -preguntó Avisani riendo.

– ¿No quieres comer los guisos de mi mujer? -preguntó Brunetti fingiendo indignación y, antes de que Avisani pudiera responder, agregó-: No quiero causarte contratiempos.

El periodista volvió a reír.

– Guido, si me asustaran los contratiempos, no podría dedicarme a este oficio.

– Gracias, Beppe -dijo Brunetti, y el afecto que había en la risa del otro al despedirse le dijo que su amistad seguía tan sólida como siempre.

Bajó la escalera y, por más que trató de resistirse a! canto de sirena del ordenador de la signorina Elettra, no lo consiguió. En el despacho no había luz, y el monitor apagado daba a entender que la joven no había conseguido todavía los datos que él le había pedido. Nada podía hacer Brunetti, como no fuera registrar la mesa, por lo que decidió irse a casa, en busca de su cena.

A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la questura antes de las ocho, dio un rodeo por el despacho de la signorina Elettra y, al verlo desierto, siguió hasta la oficina de los agentes, donde encontró a Pucetti sentado a una mesa, leyendo una revista. El joven se puso de pie al ver a Brunetti.

– Buenos días, comisario. Esperaba que llegara temprano.

– ¿Qué tiene para mí? -preguntó Brunetti. Percibió vagamente un movimiento a su espalda, y vio su reflejo en la cara de Pucetti, de la que se borró la sonrisa.

– Estos formularios, comisario -dijo el joven, acercándose dos montones de papeles que estaban en la mesa contigua a la suya-. Creo que requieren su firma -dijo con voz neutra.

En el mismo tono, Brunetti dijo:

– Ahora he de bajar a hablar un momento con Bocchese. ¿Podría subírmelos al despacho?

– Desde luego, señor -dijo Pucetti poniendo primero un fajo de papeles y luego el otro encima de la revista y alisando los bordes. Cuando los levantó de la mesa, la revista había desaparecido.

Brunetti se volvió hacia la puerta y la encontró bloqueada por el teniente Scarpa.

– Buenos días, teniente -dijo Brunetti con naturalidad-. ¿Desea hablar conmigo?

– No, señor; quería hablar con Pucetti.

A Brunetti le iluminó la cara un gesto de sorpresa y agradecimiento.

– Ah, le agradezco que me lo haya recordado, teniente: tengo algo que preguntar a Pucetti. -Miró al joven-. Espéreme en mi despacho, agente. -Sonriendo amistosamente al teniente añadió-: Ya sabe cómo le gusta a Bocchese empezar temprano -insinuando que esta particularidad era del dominio público en la questura-, cuando lo cierto era que Bocchese pasaba la primera hora de la jornada leyendo La Gazzetta dello Sport y utilizando su dirección electrónica de la questura para hacer apuestas en tres países.

En silencio, el teniente se hizo a un lado para dejar paso a su superior. Bruneíti esperó junto a ¡a puerta a que Pucetti se reuniera con él y entonces la cerró.

– En fin, creo que Bocchese podrá esperar unos minutos -dijo Brunetti con resignación. Cuando hubieron entrado en su despacho, cerró la puerta y, mientras se quitaba el abrigo y lo colgaba en el armario, dijo-: ¿Qué ha averiguado?

Pucetti, que conservaba los papeles debajo del brazo, dijo:

– Me parece que al chico Ruffo le pasa algo, señor. Ayer me acerqué por allí y me quedé cerca del bar que hay en la calle de la escuela. Cuando el chico entró, yo lo saludé y le ofrecí un café, pero me pareció que le ponía nervioso hablar conmigo.

– O que lo vieran hablar con usted -apuntó Brunetti. Pucetti asintió y el comisario preguntó-: ¿Por qué dice que le pasa algo?

– Porque me parece que ha tenido una pelea. -Sin esperar a que Brunetti le preguntara, Pucetti prosiguió-: Tenía desolladuras en las dos manos y los nudillos de la derecha hinchados. Cuando vio que se las miraba, las escondió a la espalda.

– ¿Qué más?

– Se movía de otra manera, comisario, como rígido.

– ¿Qué le dijo? -preguntó Brunetti sentándose detrás de su mesa.