– ¿Puedo preguntar qué sucedió?
– Usted es policía, ¿no?
– Sí.
– ¿Eso quiere decir que no puede revelar las cosas que le dicen?
– Si no tienen relación con el caso que esté investigando, no, signora. -Brunetti no aclaró que, más que una prohibición expresa, era cuestión de criterio personal, pero la respuesta pareció satisfacerla.
– Su marido le disparó. Y luego se suicidó -dijo la mujer. Como Brunetti no hacía comentario alguno, prosiguió-: Quería matarla a ella y suicidarse. Pero con Luigina falló.
– ¿Por qué lo hizo?
– Porque creyó que ella lo engañaba.
– ¿Y era verdad?
– No. -La respuesta disipó por completo las dudas de Brunetti-. Pero mi cuñado era un hombre muy celoso. Y violento. Todos le habíamos dicho que no se casara con él, pero se casó. -Después de una larga pausa, agregó-: El amor -como si le hubieran pedido que nombrara la enfermedad que había destruido a su hermana.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace ocho años. Giuliano tenía diez. -La mujer cruzó los brazos bruscamente delante del estómago, asiéndoselos con fuerza, como si buscara seguridad.
Cuando se le ocurrió la idea, se sintió tan horrorizado que habló sin pararse a pensar en lo dolorosa que la pregunta sería para ella:
– ¿Dónde estaba Giuliano?
– No; el niño no estaba. Por lo menos, no le hizo eso a su hijo.
Brunetti deseaba saber el alcance del daño que había sufrido la otra mujer, pero, al comprender que su motivo no era sino morbosa curiosidad, se abstuvo de preguntar! No había más que ver la vitalidad que aún conservaba esta mujer en sus movimientos y en su pobre cara desfigurada para hacerse una idea de lo que le había sido arrebatado.
Mientras iban hacia el interior de la casa, Brunetti preguntó:
– ¿Por qué se fue Giuliano de la escuela?
– Dijo que… -Ella se interrumpió, y Brunetti intuyó que la mujer sentía no poder explicárselo-. Creo que será mejor que se lo pregunte a él.
– ¿Estaba contento en la academia?
– No. Nunca. -La respuesta fue rápida y vehemente.
– Entonces, ¿por qué ingresó? ¿Y por qué permaneció en ella?
Ella se paró y lo miró, y él observó entonces que sus ojos, que le habían parecido oscuros, en realidad tenían estrías de ámbar y parecían fulgurar en la penumbra del vestíbulo.
– ¿Usted sabe algo de esta familia?
– No, signara; nada -dijo él, lamentando ya no haber pedido a la signorina Elettra que ahondara en su intimidad y escarbara en sus secretos un poco más. Ello le hubiera evitado sorpresas y ahora sabría qué información debía tratar de extraer de ella exactamente.
Nuevamente, ella cruzó los brazos y trató de mirarle a los ojos.
– Entonces, ¿no leyó usted la noticia?
– No que yo recuerde. -Brunetti se preguntaba cómo pudo haber pasado por alto un caso como aquél. Debió de ser una sensación para la prensa durante tres días.
– Ocurrió cuando estaban en Cerdeña, en la base naval -dijo ella, como si esto lo explicara todo-. El suegro de mi hermana consiguió tapar el caso.
– ¿Quién es el suegro? -preguntó Brunetti.
– El ammiraglio Giambattista Ruffo -dijo ella. Brunetti reconoció inmediatamente el nombre del llamado «Almirante del Rey» porque no ocultaba sus fervorosos sentimientos monárquicos. Tenía la idea de que Ruffo era de origen genovés y el vago recuerdo de haber oído hablar de él durante décadas. Ruffo había ascendido en la Marina por méritos propios y se había reservado sus opiniones hasta ver confirmado su ascenso -lo que Brunetti creía que había ocurrido hacía quince años-, y entonces dejó de disimular o enmascarar su convicción de que había que restaurar la monarquía. Los esfuerzos del Ministerio de la Guerra por silenciar a Ruffo le habían dado una repentina fama, ya que él se negó a retractarse de sus declaraciones. Los periódicos serios -si es que puede decirse que éstos existan en Italia- pronto se cansaron de la historia, que fue relegada a las revistas cuyas portadas dedican especial atención a diversas partes de la anatomía femenina semana tras semana.
Habida cuenta de la fama del almirante, fue casi un milagro que el suicidio de su hijo no se convirtiera en un bombazo periodístico, pero Brunetti no recordaba haber leído nada al respecto.
– ¿Cómo consiguió silenciar a la prensa? -preguntó Brunetti.
– En Cerdeña, él estaba al mando de la base naval -empezó ella.
– ¿Se refiere al almirante? -interrumpió Brunetti.
– Sí; como todo ocurrió allí, fue posible mantener alejada a la prensa.
– ¿Cómo se dio la noticia? -preguntó Brunetti, consciente de que, en tales circunstancias, cualquier cosa sería posible.
– Se dijo que había muerto a consecuencia de un accidente, en el que también Luigina había resultado gravemente herida.
– ¿Y nada más? -preguntó Brunetti, sorprendido de su propia ingenuidad por considerarlo insólito.
– Nada más. La policía de la Marina llevó la investigación y un médico de la Marina hizo la autopsia. La bala sólo hirió a Luigina levemente, en un brazo. Pero al caer al suelo se dio un golpe en la cabeza, y eso le causó el daño.
– ¿Por qué me cuenta estas cosas? -preguntó Brunetti.
– Porque Giuliano no sabe qué pasó en realidad.
– ¿Dónde estaba él? -preguntó Brunetti-. Quiero decir, en el momento en que ocurrió aquello.
– En otra parte de la casa, con los abuelos.
– ¿Y nadie se lo ha contado?
Ella movió la cabeza negativamente.
– Me parece que no. Por lo menos, hasta ahora.
– ¿Por qué dice «hasta ahora»? -preguntó él, percibiendo una leve pérdida de firmeza en su tono.
Ella levantó la mano derecha y se frotó la sien, justo en el nacimiento del pelo.
– No lo sé. Cuando volvió a casa esta vez me hizo preguntas, y me parece que yo no supe reaccionar. En lugar de decirle lo mismo que le hemos dicho siempre, que fue un accidente, quise saber por qué preguntaba. -Se interrumpió, mirando al suelo, sin dejar de palparse el pelo de la sien.
– ¿Y…? -la animó Brunetti.
– Como no me contestaba, le dije que él ya sabía lo que había ocurrido, que su padre había muerto en un trágico accidente. -Volvió a callar.
– ¿Él la creyó?
La mujer se encogió de hombros, como una niña obstinada que se resiste a afrontar un hecho desagradable.
Brunetti esperaba, sin repetir la pregunta. Al fin, ella dijo mirándole a los ojos:
– No sé si me creyó o no. -Se detuvo, buscando la manera de explicarlo, y prosiguió-. Cuando era más pequeño, solía preguntar por aquello. Era como si le diera una calentura que iba aumentando hasta que él no podía resistir más y tenía que volver a preguntarme, por muchas veces que yo le hubiera explicado lo sucedido. Luego se quedaba tranquilo un tiempo, hasta que volvía la obsesión, y empezaba otra vez a hablar de su padre y a hacer preguntas sobre él, o sobre su abuelo, y al fin no podía remediarlo y preguntaba por la muerte de su padre. -La mujer cerró los ojos y dejó caer los brazos-. Y yo volvía a contarle la vieja mentira. Hasta que yo misma me cansaba de oírla.
Ella echó a andar otra vez hacia el fondo de la casa. Brunetti, mientras la seguía, aventuró una última pregunta;
– ¿Esta vez fue diferente?
La mujer siguió andando, pero él la vio encogerse de hombros bruscamente, rechazando la pregunta. Ella dio varios pasos más y se paró delante de una puerta, pero no se volvió a mirarlo.
– Antes, cada vez que él preguntaba y yo le repetía lo sucedido, se quedaba tranquilo durante un tiempo;; pero ahora no. No me creyó. Ya no me cree. -Ella no explicó por qué tenía esa impresión y Brunetti no consideró necesario preguntar: el muchacho sería una fuente mucho más segura.