– ¿Sus amigos son los mismos que los de ella?
A esto, Vianello apartó la vista de la carretera y se permitió lanzar una rápida mirada a Brunetti.
– Supongo que sí.
– En tal caso, quizá sea más rápido pedírselo a la signorina Elettra -concluyó Brunetti con resignación.
Así lo hizo, a la mañana siguiente entró en el despacho de ella y le preguntó si su amigo militar había regresado de Livorno y, en tal caso, si querría pedirle que le dejara echar un vistazo a sus archivos. Como si al levantarse aquella mañana hubiera tenido el presentimiento de que iba a ponerse en contacto con la clase militar, la signorina Elettra llevaba un jersey azul marino con tiras abotonadas en los hombros, a modo de charreteras.
– ¿Por casualidad no llevará también espada? -preguntó Brunetti.
– No, señor; con la ropa de mañana es un engorro. -Sonriendo, pulsó rápidamente varias teclas, se detuvo un momento y dijo-: Ahora mismo empezará a trabajar.
Brunetti volvió a su despacho.
Mientras aguardaba, leyó dos periódicos considerándolo trabajo e hizo varias llamadas telefónicas, sin tratar de justificarlas más que como política de buenas relaciones con personas que un día podrían proporcionarle información.
A la hora del almuerzo, aún no había tenido noticias de la signorina Elettra, pero salió de la questura sin reclamárselas. Sí llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa. Fue a Da Remigio y pidió insalata di mare y coda di rospo con salsa de tomate, diciéndose que, puesto que no había tomado más que un quartino del vino blanco de la casa y una sola grappa, podía considerarlo un almuerzo ligero que le daba derecho a una cena mas consistente.
Al regresar, se asomó al despacho de la signorina Elettra, pero ella no estaba. Se sintió defraudado, temiendo que no fuera a volver aquella tarde y él tuviera que esperar hasta el día siguiente para disponer de la información sobre Filippi. Pero ella no le falló. A las tres y media, cuando él empezaba a pensar en bajar a pedir a Vianello que mirase en su ordenador, ella entró en su despacho con unos papeles en la mano. -¿Filippi? -preguntó él. -¿No es el nombre de una batalla? -Sí. Donde Bruto y Casio fueron derrotados. -¿Por Marco Antonio? -preguntó ella, sin sorprenderlo.
– Y Octavio -puntualizó él-. Quien, después, si no me falla la memoria, derrotó a Marco Antonio.
– No le falla -dijo ella y, al dejar los papeles en la mesa, agregó-: Gente de cuidado, los soldados. Él señaló los papeles con la barbilla. -¿Lo dice por eso o por la batalla de Filippi? -Por las dos cosas -respondió ella. Explicó que dentro de una hora se iría de la questura, porque tenía una cita, y salió del despacho.
No eran más que una docena de hojas, pero contenían una exposición completa de la carrera militar de ambos hombres. Después de graduarse por la Academia San Martirio, Filippi pasó a la academia, ya estrictamente militar, de Mantua, donde fue un cadete mediocre y consiguió un número intermedio de su promoción. Entonces empezó una carrera que nada tuvo que ver con batallas ni peligros bélicos. Durante los primeros años en activo fue «especialista en recursos» en un regimiento de tanques. Después de su primer ascenso, estuvo destinado tres años en la Embajada de Italia en España, en calidad de agregado militar. Ascendido de nuevo, fue nombrado oficial encargado de suministros a un regimiento de paracaidistas, donde permaneció hasta su retiro. Al repasar la hoja que describía el primer destino de Filippí, la mirada de Brunetti tropezó con la palabra «tanque», e inmediatamente le vino a la mente su padre y la indignación que provocaba en él esa sola palabra. Durante dos años de la guerra, mientras el ejército se tambaleaba bajo el mando del general Cavallero, ex director del complejo armamentista Ansaldo, el padre de Brunetti había conducido un tanque. Más de una vez, había visto volar en pedazos a los hombres de su batallón al romperse el blindaje, como si fuera cristal, bajo el fuego enemigo.
No fue más belicosa la carrera de Toscano. Al igual que Filippi, había ascendido sin esfuerzo, como impulsado por suaves soplos de las mejillas de querubines protectores. Al cabo de varios años en los que en ningún momento le turbó el sonido de disparos hecho con hostilidad, el colonello Toscano fue nombrado asesor militar del Parlamento, puesto que hacía dos años había sido invitado a abandonar. En la actualidad era profesor de Historia y Teoría Militar en la Academia San Martino.
Debajo de las dos hojas que tenían impreso el membrete del ejército había otras dos que contenían listas de las propiedades de Filippi y Toscano y de sus familiares, así como copias de los últimos estados de cuenta bancarios. Quizá los dos tenían mujer rica; quizá los dos descendían de familia acomodada; quizá los dos administraron su paga sabiamente durante todos aquellos años. Quizá.
Hacía años, cuando Brunetti conoció a Faola, se limitaba a llamarla por teléfono una vez cada tres o cuatro días, con el propósito de disimular su interés y también con la no menos vana esperanza de mantener lo que él definía como su superioridad masculina. Aquella forzada reserva suya le vino ahora a la memoria mientras marcaba el número de Avisani en Palermo.
Pero Avisani, al oír su voz, estuvo tan afable como solía estarlo Paola en aquel entonces.
– Tenía intención de llamarte, Guido; pero esto es un caos. Da la impresión de que aquí nadie sabe quién manda en el Gobierno.
Brunetti se sorprendió de que un hombre tan ducho en el periodismo como Avisani pudiera considerar que eso merecía un comentario, pero sólo dijo: -Perdona si me pongo pesado. -Nada de eso -rió Avisani-. He repasado los archivos, pero lo único que he encontrado, aparte de lo que ya te dije, es que los dos, tanto Filippi como Toscano, poseen enormes paquetes de acciones de Edilan-Forma. -¿Como cuánto de «enormes»? -Como diez millones de euros cada uno. Brunetti hizo un leve sonido gutural de interés y preguntó:
– ¿Alguna idea de cómo las han adquirido? -Las de Toscano son de su mujer. Por lo menos, están a nombre de ella.
– Y ya me dijiste que Filippi está casado con una prima del presidente de la empresa.
– Sí; pero las acciones están a nombre de él, no de ella. Parece ser que cuando estaba en el Consejo de Administración le pagaban en acciones.
Estuvieron un rato sin hablar, hasta que Brunetti dijo:
– A los dos les convendría procurar que no bajara la cotización de las acciones.
– Precisamente -convino Avisani. -Y una investigación parlamentaria hubiera podido tener ese efecto.
Ahora fue el periodista quien respondió con un sonido gutural, aunque el suyo era ya un franco gruñido. -¿Has comprobado la cotización? -Firme como una roca, mejor dicho, una roca que va subiendo y da dividendos seguros.
La línea telefónica quedó en silencio, pero a cada uno le parecía oír girar y chasquear los engranajes mentales del otro mientras hacían cálculos y sacaban conclusiones. Finalmente, Avisani dijo, con premura en la voz:
– Ahora he de dejarte, Guido. Quizá mañana nos despertemos sin gobierno.
– Lástima que Tomás de Aquino ya no esté entre nosotros -comentó Erunetti suavemente.
– ¿Qué? -dijo Avisani, desconcertado, y enseguida rectificó-: ¿Por qué?
– Hubiera podido añadir eso a sus pruebas de la existencia de Dios.
Otro sonido sordo, y Avisani colgó.
Pero, ¿cómo introducirse en el mundo de los cadetes?, se preguntaba Brunetti. Hacía tiempo que tenía ¡a convicción de que no era casualidad que la Maña se hubiera desarrollado en la misma tierra que el Vaticano, porque una y otro exigían a sus seguidores total fidelidad y ambos castigaban la traición con la muerte: la del cuerpo o la del alma. El tercer integrante de esta trinidad de fanáticos de la lealtad era sin duda la clase militar: quizá la práctica de dar muerte al enemigo hacía más fácil dársela al amigo.