Brunetti permaneció sentado a su mesa mucho rato, contemplando alternativamente la pared del despacho y la fachada de San Lorenzo, pero sin encontrar en ninguna de ambas superficies un resquicio por el que introducirse en el código que regía en San Martino. Finalmente, descolgó el teléfono y llamó a Pucetti. Cuando el agente respondió, Brunetti preguntó:
– ¿Cuántos años tiene Filippi?
– Dieciocho, señor.
– Me alegro.
– ¿Por qué?
– Podemos hablar con él a solas.
– ¿No pedirá un abogado?
– No si se cree más listo que nosotros.
– ¿Cómo conseguiremos hacérselo creer?
– Enviaré a Alvise y Riverre a buscarlo.
Brunetti observó con satisfacción que Pucetti se abstenía de reírse y de hacer comentarios, y vio en su discreción una señal tanto de la inteligencia como de la caridad del joven.
Cuando, una hora después, Brunetti bajó a la sala de interrogatorios, encontró a Paolo Filippi sentado a la cabecera de la mesa rectangular, de cara a la puerta. El joven estaba muy erguido en la silla, con la espalda por lo menos a diez centímetros del respaldo y las manos cuidadosamente entrelazadas sobre la mesa, como el general que ha convocado a su estado mayor y espera con impaciencia su llegada. Vestía de uniforme y había dejado la gorra a su derecha, con los guantes bien plegados sobre la copa. Miró a Brunetti, cuando éste entró con Vianello, pero no hizo gesto alguno que acusara su llegada. Inmediatamente, Brunetti reconoció en él al muchacho al que con tanta satisfacción había dado aquel puntapié en la espinilla, y vio que el reconocimiento era mutuo.
Imitando el silencio de Filippi, Brunetti se dirigió hacia un lado de la mesa, mientras Viancllo iba hacia el lado opuesto. El comisario llevaba una gruesa carpeta azul que dejó frente a sí al sentarse. Sin mirar al muchacho, alargó el brazo, conectó el micrófono y dio la fecha y el nombre de los tres presentes. Entonces se volvió hacia el muchacho y, en el tono más formalista posible, preguntó a Filippi si deseaba la presencia de un abogado, confiando en que ello sonara a los oídos del joven como el ofrecimiento que desdeñaría un valiente.
– No, por supuesto -dijo el chico, buscando el tono de negligente superioridad que utilizan los actores mediocres en las malas películas de guerra. Brunetti, en su fuero interno, dio gracias por la arrogancia de la juventud.
Rápidamente, en el mismo tono de trámite, Brunetti despachó las habituales preguntas sobre nombre, edad, lugar de residencia y, finalmente, actividad del interrogado.
– Estudiante, desde luego -respondió Filippi, como si fuera inconcebible que una persona de su edad y posición pudiera ser otra cosa.
– ¿En la Academia San Martino? -preguntó Brunetti.
– Usted ya lo sabe.
– Lo siento, pero eso no es una respuesta -dijo Brunetti tranquilamente.
Con voz hosca, el muchacho contestó:
– Sí.
– ¿En qué curso está? -preguntó Brunetti, a pesar de que conocía la respuesta y creía que la información carecía de importancia. Quería comprobar si Filippi había aprendido a responder sin protestar.
– Tercero.
– ¿Ha estudiado en la academia los tres cursos?
– Desde luego.
– ¿Forma parte de la tradición de su familia?
– ¿Qué, la academia?
– Sí.
– Naturalmente. La academia y, después, el ejército.
– Entonces, ¿su padre está en el ejército?
– Lo estuvo hasta que se retiró.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace tres años.
– ¿Tiene idea de por qué se retiró su padre? Irritado, el muchacho preguntó: -¿Quién le interesa, mi padre o yo? Si le interesa mi padre, ¿por qué no le trae y le pregunta a él?
– Cada cosa a su tiempo -dijo Brunetti calmosamente, y repitió-: ¿Tiene idea de por qué se retiró su padre?
– ¿Por qué se retira uno? -replicó el muchacho, enojado-. Tenía años de servicio suficientes y quería hacer otra cosa.
– ¿Como estar en el Consejo de Edilan-Forma?
El chico rechazó la posibilidad con un ademán.
– No sé lo que quería mi padre. Tendrá que preguntárselo a él.
Como ateniéndose a una secuencia lógica, Brunetti preguntó:
– ¿Conocía usted a Ernesto Moro?
– ¿El que se suicidó? -preguntó Filippi, innecesariamente, a juicio de Brunetti.
– Sí.
– Sí; lo conocía, aunque iba un año por detrás de mí.
– ¿Asistían juntos a alguna clase?
– No.
– ¿Practicaban deporte juntos?
– No.
– ¿Tenían amigos comunes?
– No.
– ¿Cuántos alumnos tiene la academia? -preguntó Brunetti.
Este giro del interrogatorio desconcertó a Filippi, que lanzó una rápida mirada al silencioso Vianello, como si éste pudiera saber por qué se le hacía la pregunta.
Como Vianello permanecía impasible, el chico respondió:
– Lo ignoro. ¿Por qué?
– Es una escuela pequeña. Tiene menos de cien alumnos.
– Si ya lo sabe, ¿por qué pregunta? -Bruneíti observó con satisfacción que el muchacho se irritaba porque se le hiciera una pregunta a la que la policía, evidentemente, ya tenía la respuesta.
Haciendo caso omiso de la pregunta de Filippi, Brunetti dijo:
– Tengo entendido que es una buena escuela.
– Sí; es muy difícil entrar.
– Y muy cara -observó Brunetti con voz neutra.
– Desde luego -dijo Filippi sin disimular el orgullo.
– ¿Se da preferencia a los hijos de antiguos alumnos?
– Es de esperar que sí.
– ¿Por qué lo dice?
– Porque así sólo entra gente como es debido. -¿Y qué gente es ésa? -preguntó Brunetti en tono de ligera curiosidad, consciente, mientras lo decía, de que si su hijo utilizara la frase «gente como es debido» en aquel tono, él sentiría que había fracasado como padre.
– ¿Quién?
– La gente como es debido.
– Los hijos de oficiales del ejército, naturalmente. -Naturalmente -repitió Brunetti. Abrió la carpeta y miró la hoja de encima, que no tenía nada que ver con Filippi ni con Moro. Miró a Filippi, al papel y otra vez al chico-. ¿Recuerda dónde estaba usted la noche en que el cadete Moro fue…? -titubeó deliberadamente después de la última palabra, y terminó-: ¿… murió?
– En mi habitación, supongo. -¿Supone?
– ¿Y dónde iba a estar?
Brunetti miró a Vianello, que movió ligeramente la cabeza de arriba abajo. Con movimientos pausados, Brunetti volvió la hoja y examinó la siguiente. -¿Había alguien con usted en la habitación? -No. -La respuesta fue inmediata. -¿Dónde estaba su compañero de habitación? Filippi extendió la mano y rectificó la posición de los guantes, perfectamente doblados sobre la gorra, hasta dejarlos perpendiculares al centro de la visera. -Debía de estar allí -dijo al fin. -Ya -dijo Brunetti. Como obedeciendo a un impulso irresistible, volvió a mirar a Vianello. Nuevamente, el inspector asintió. Brunetti dio otra ojeada al papel y, hablando de memoria, preguntó-: Se llama Davide Cappellini, ¿verdad?
– Sí -respondió Filippi, reprimiendo toda señal de sorpresa.
– ¿Son buenos amigos?
– Supongo -dijo Filippi con la petulancia que sólo los adolescentes pueden expresar.
– ¿Sólo eso?
– ¿Sólo qué?
– Que lo supone. Que no está seguro.
– Claro que estoy seguro. ¿Cómo no vamos a ser amigos, si hace dos años que compartimos habitación?
– Exactamente -se permitió observar Brunetti y volvió a fijar la atención en los papeles. Al cabo de lo que le pareció mucho rato, preguntó: