Выбрать главу

– Déjelo, dottore -dijo el inspector con suavidad, aumentando la presión de su brazo en la espalda del médico-. Déjelo -repitió, y se movió lentamente, para sostener el cadáver desde el lado opuesto. Moro parecía no comprender, hasta que la combinación de firmeza y compasión que había en la voz de Vianello penetró en su mente aturdida y, con la ayuda de Vianello, dejó el cuerpo en el suelo y se quedó a su lado de rodillas, mirando fijamente la cara abotargada de su hijo.

Vianello se inclinó sobre el cuerpo, levantó una punta de la capa y le cubrió la cabeza. No fue sino entonces cuando Brunetti se agachó y, asiéndolo por debajo del brazo, sostuvo a Moro, que se levantaba con movimientos inseguros.

Vianello se situó al otro lado del hombre y, juntos, salieron de los aseos, recorrieron los largos pasillos, bajaron la escalera y salieron al patio. Aún había grupos de muchachos de uniforme que, rápidamente, se volvieron hacia los tres hombres que habían aparecido en la puerta y, con la misma rapidez, desviaron la mirada.

Moro andaba arrastrando los pies, como si llevara cadenas y sólo pudiera avanzar a pasitos cortos. De pronto, se paró, movió negativamente la cabeza como en respuesta a una pregunta que nadie más que él había oído y luego se dejó conducir otra vez.

Brunetti, al ver a Pucetti salir de un corredor del otro lado del patio, levantó la mano libre para llamarlo. Cuando el agente llegó junto a él, Brunetti se hizo a un lado y Pucetti tomó del brazo a Moro, que no pareció enterarse del cambio.

– Llévenlo a la lancha -dijo Brunetti dirigiéndose a los dos; y a Vianello-: Acompáñelo a su casa.

Pucetti miró a Brunetti interrogativamente.

– Ayude a Vianello a llevar al doctor a la lancha y luego vuelva -dijo Brunetti, pensando que la inteligencia natural y la innata curiosidad de Pucetíi, unidas a su juventud, que lo hacía más afín a los cadetes, le ayudarían en el interrogatorio. Los dos policías se alejaron llevándose a Moro, que se movía rígidamente, ajeno a su presencia.

Brunetti los vio salir del patio. Los chicos lo observaban a hurtadillas: sí su mirada se cruzaba con la de él, la desviaban inmediatamente o fingían que el objeto de su atención era la pared y que no habían reparado en su persona, parada junto a ella.

Cuando, al cabo de unos minutos, regresó Pucetti, el comisario le pidió que tratase de averiguar si la noche antes había sucedido algo fuera de lo normal, y de obtener una impresión de la clase de chico que era el joven Moro y del concepto en que lo tenían sus compañeros. Brunetti sabía que estas preguntas tenían que hacerse ahora, antes de que los recuerdos de la noche previa empezaran a distorsionarse entre sí, y antes de que la idea de la muerte del muchacho se fijara en su espíritu, haciéndoles aderezar todo lo que tuvieran que decir de él con las piadosas banalidades que acompañan las crónicas de los santos y los mártires.

Al oír acercarse el lamento bitonal de una sirena, Brunetti salió a la Riva, a recibir al personal del laboratorio. La blanca lancha de la policía se acercó al borde del canal y cuatro agentes de uniforme saltaron al muelle y descargaron las cajas y bolsas del equipo.

Desembarcaron después otros dos hombres. Brunetti les hizo una seña con la mano y ellos cargaron con la impedimenta y fueron hacia él. Cuando llegaron, Brunetti preguntó a Santini, el jefe de los técnicos:

– ¿Quién vendrá?

Todos los hombres del equipo compartían la preferencia de Brunetti por el dottor Rizzardi, por lo que Santini respondió en tono elocuente:

– Venturi -omitiendo expresamente el grado del personaje.

– Ah -dijo Brunetti antes de dar media vuelta y guiar a los hombres al patio de la academia. En la misma puerta, les dijo que el cadáver estaba en la tercera planta y, a continuación, los llevó por la escalera y el corredor hasta la puerta abierta de los aseos.

Brunelti decidió no entrar con ellos, aunque no le movía un escrúpulo profesional de preservar la asepsia del escenario de la muerte. Dejando a los técnicos con su tarea, él volvió al patio.

No vio a Pucetti, y los cadetes habían desaparecido. O habían sido llamados a clase o se habían ido a sus habitaciones; en cualquier caso, se habían retirado de la proximidad de la policía.

Brunetti volvió al despacho de Bembo y llamó a la puerta. Al no recibir respuesta, volvió a llamar y después dio la vuelta al picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Volvió a llamar, pero nadie contestó.

Brunetti voivió a la escalera central, parándose a abrir cada una de las puertas del pasillo. Detrás de ellas había aulas: una, con gráficos y mapas en las paredes; otra, con dos pizarras cubiertas de fórmulas algebraicas; y la tercera, con una pizarra enorme en la que se había dibujado un complicado croquis con flechas y líneas como los que se encuentran en los libros de Historia para indicar movimientos de tropas.

En circunstancias normales, Brunetti se hubiera parado a estudiarlo, ya que, durante muchos años, había leído descripciones de docenas, quizá cientos, de batallas, pero hoy ni e! esquema ni su significado tenían interés para él, y cerró la puerta. Subió al tercer piso donde, décadas atrás, debían de habitar los criados, y allí encontró lo que buscaba: los dormitorios. Por lo menos, eso pensó que debían de ser: puertas un tanto separadas unas de otras, con dos apellidos impresos en un tarjetón inserto en un soporte de plástico, a la izquierda de cada una.

Llamó con los nudillos a la primera puerta. No obtuvo respuesta. Tampoco en la segunda. En la tercera, le pareció oír un leve ruido y, sin detenerse a leer los nombres del rótulo, la abrió. Sentado a un escritorio situado frente a la única ventana, de espaldas a Brunetti, estaba un muchacho, que se revolvía en la silla como si estuviera atado a ella y tratara de escapar o, quizá, fuera presa de un ataque. Brunetti, alarmado por las convulsiones del chico, entró en la habitación, pero no se atrevía a acercarse a él, por si su presencia lo asustaba y provocaba una reacción aún más violenta.

De pronto, el chico inclinó la cabeza, extendió el brazo y dio tres palmadas en la mesa, al tiempo que cantaba: «Yaah, yaah, yaah», prolongando el último grito hasta que, como el mismo Brunetti pudo oír desde la puerta, el batería terminó el redoble final, que el chico acompañó tamborileando con los dedos en el borde de la mesa.

Aprovechando la pausa entre pista y pista, Brunetti, forzando la voz, lanzó un áspero:

– ¡Cadete!

La palabra taladró el zumbido de los auriculares, y el chico se puso en pie de un salto. Dio media vuelta hacia la voz, mientras la mano derecha volaba hacia la frente en el saludo reglamentario, pero tropezó con el cable de los auriculares, y el díscman cayó al suelo, arrastrando consigo a los auriculares.

La caída no hizo saltar el disco, y Brunetti, desde varios metros de distancia, aún podía oír el sonido del bajo.

– ¿Nadie le ha dicho lo mucho que eso daña el oído? -preguntó Brunetti en tono coloquial. Generalmente, cuando preguntaba eso a sus hijos, bajaba la voz hasta convertirla casi en un susurro, y al principio conseguía hacer que le pidieran que repitiera la pregunta. Ahora ya habían descubierto la argucia y hacían caso omiso.

El muchacho bajó la mano lentamente, desconcertado.

– ¿Cómo dice? -preguntó y agregó, por la fuerza de la costumbre-:… Señor. -Era alto y muy delgado, con una mandíbula estrecha, un lado de la cual parecía haber sido rasurado con una cuchilla mal afilada y el otro presentaba huellas de acné. Tenía los ojos almendrados, bellos como los de una mujer.

Brunetti dio los dos pasos que lo separaban de la mesa y observó que el muchacho tensaba los músculos en respuesta al movimiento. Pero Brunetti se limitó a agacharse a recoger el discman y los auriculares y dejarlos cuidadosamente en la mesa. Estaba admirado de la espartana sobriedad de la habitación: hubiera podido ser de un robot en lugar de un muchacho, mejor dicho, dos muchachos, a juzgar por la doble litera.