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– Haces que parezca muy simple. Como sacado de la Biblia.

– La Biblia no dice eso, que yo sepa. Pero es simple. Y es verdad. -Su tono era de completa seguridad.

– ¿Y si entonces él hiciera algo?

– ¿Como qué? ¿Matar a Filippi? ¿O al padre? Brunetti asintió.

– Por lo que sé de él y lo que me has contado, dudo que sea de esa clase de personas. -Antes de que él pudiera decir que eso nunca se sabe, agregó-: Claro que nunca se sabe.

Una vez más, Brunetti tuvo la extraña sensación de estar a la deriva en el tiempo. Miró el reloj y descubrió con sorpresa que eran casi las diez. -¿Han cenado los chicos?

– Los envié a tomar una pizza cuando te oí llegar. Mientras le refería lo sucedido durante la entrevista con los Filippi y su abogado, él había ido hundiéndose en el sofá hasta quedar con la cabeza apoyada en uno de los almohadones.

– Me parece que tengo hambre -dijo.

– Sí -dijo Paola-; yo también. Quédate aquí mientras preparo un poco de pasta. -Se levantó y fue hacia la puerta-. ¿Qué vas a hacer? -preguntó.

– Tendré que hablar con él -dijo Brunetti.

Así lo hizo, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la hora elegida por ei dottor Moro, que había insistido en ir a la questura en lugar de recibir a Brunetti en su casa. El médico llegó con rigurosa puntualidad, y Brunetti se levantó cuando un agente de uniforme introdujo en su despacho al visitante. El comisario dio la vuelta a la mesa y tendió la mano. Los dos hombres intercambiaron tensas frases de cortesía y, tan pronto como se hubo sentado, Moro preguntó:

– ¿Qué desea, comisario? -Su voz era llana y serena, desprovista de curiosidad y de interés. Los hechos le habían despojado de estos sentimientos.

Brunetti, que se había retirado detrás de la mesa, más por costumbre que por cualquier otra razón, empezó diciendo:

– Hay varias cosas que creo que debería usted saber, dottore. -Hizo una pausa, esperando que el doctor respondiera, quizá con sarcasmo o quizá con indignación. Pero Moro no dijo nada-. Se trata de hechos relacionados con la muerte de su hijo que creo… -empezó Brunetti, y se interrumpió. Miró a la pared situada detrás de Moro y volvió a empezar-: He descubierto cosas que deseo poner en su conocimiento.

– ¿Por qué?

– Porque pueden ayudarle a decidir.

– ¿Decidir qué? -preguntó Moro con cansancio.

– Cómo actuar.

Moro ladeó el cuerpo y puso una pierna encima de la otra.

– No sé de qué me habla, comisario. No creo poder tomar decisión alguna, ahora.

– Sobre su hijo, quizá.

Brunetti vio brillar algo en los ojos de Moro.

– Ninguna decisión que yo tome puede afectar a mi hijo -dijo sin tratar de disimular la cólera. Y, para remachar el significado de sus palabras, agregó-: Él está muerto.

Brunetti sintió que el peso del argumento de Moro lo abrumaba, desvió la mirada un momento, volvió a mirar al médico y dijo:

– Dispongo de nueva información y creo que debe usted saber de qué se trata. -Sin dar a Moro ocasión de hacer un comentario, prosiguió-: Paolo Filippi, alumno de la academia, ha declarado que su hijo murió a consecuencia de un accidente y que, para evitarles la vergüenza a él y a usted, simuló que se había suicidado.

Brunetti esperaba que ahora Moro preguntara si un suicidio no era también una vergüenza, pero el médico dijo:

– Nada que hiciera mi hijo podría avergonzarme.

– Él dice que su hijo murió a consecuencia de cierta actividad homosexual. -Brunetti se quedó esperando la reacción de su interlocutor.

– A pesar de ser médico, no sé qué significa eso -dijo Moro.

– Que su hijo murió al tratar de incrementar el placer sexual por la casi estrangulación.

– Asfixia autoerótica -dijo Moro con clínica objetividad.

Brunetti asintió.

– ¿Por qué había de avergonzarme eso? -dijo el doctor serenamente.

Después de un largo silencio, comprendiendo que Moro no le incitaría a hablar, Brunetti dijo:

– No creo que eso sea verdad. Pienso que Paolo Filippi mató a su hijo porque su padre le había convencido de que Ernesto era un espía o un traidor. Fue su influencia, quizá su instigación, lo que indujo a su hijo a hacer lo que hizo.

Moro seguía sin decir nada, aunque sus ojos se habían agrandado, de la sorpresa.

Frente al silencio del otro, Brunetti sólo pudo decir:

– Yo quería que supiera la historia que Filippi contará si seguimos adelante con el caso.

– ¿Y qué decisión es esa que quiere usted que yo tome, comisario?

– SÍ quiere que acusemos a Filippi de homicidio involuntario.

Moro miró de hito en hito a Brunetti antes de contestar:

– Comisario, si usted cree que él mató a Ernesto, homicidio involuntario no sería una acusación muy grave, ¿no le parece? -Sin darle tiempo de responder, Moro agregó-: Además, esa decisión debe tomarla usted, no yo. -Su voz era tan fría como su expresión.

– Yo quería darle la oportunidad de elegir -dijo Brunetti con una voz que a él le parecía serena.

– ¿Para no tener que decidir usted?

Brunetti bajó la cabeza, pero convirtió el movimiento en una señal afirmativa.

– En parte, sí; pero también en atención a usted y su familia.

– ¿Para evitarnos la vergüenza? -preguntó Moro, cargando de énfasis la última palabra.

– No -respondió Brunetti, agotado por el desdén de Moro-. Para evitarles un peligro.

– ¿Qué peligro? -preguntó Moro como si realmente sintiera curiosidad.

– El peligro que les amenazaría si el caso llegara a los tribunales.

– No entiendo.

– Porque tendría que presentarse como prueba el informe que usted retiró, o, por lo menos, usted tendría que prestar declaración en cuanto a su existencia y contenido. A fin de justificar la conducta de Filippi y la ira de su padre. O el miedo, o lo que fuera.

Moro se puso una mano en la frente, con un ademán que a Brunetti se le antojó artificial.

– ¿Mi informe? -preguntó al fin.

– Sí; sobre los suministros al ejército.

Moro retiró la mano.

– No hay tal informe, comisario. Por lo menos, sobre los suministros al ejército, ni lo que ellos puedan imaginar que yo hubiera preparado. Aquello lo abandoné cuando dispararon contra mi esposa.

Asombró a Brunetti que Moro hablara con aquella naturalidad, como si fuera del dominio público que a su mujer le habían disparado deliberadamente.

– Empecé a investigar sus gastos y adonde iba el dinero tan pronto como fui nombrado para la comisión. Adonde iba el dinero estaba claro: su arrogancia los hace unos contables muy chapuceros, y era fácil seguirles el rastro, incluso para un médico. Pero entonces dispararon contra mi esposa.

– Lo dice como si el hecho no admitiera duda -dijo Brunetti.

Moro lo miró fijamente y dijo con frialdad:

– No la admite. Ya me habían llamado por teléfono antes de que ella llegara al hospital. Y yo accedí a abandonar mi investigación. Entonces se me sugirió que me retirara de la política. Y yo obedecí, comisario. Me retiré.

– ¿Usted sabía que ellos le habían disparado? -preguntó Brunetti, aunque no tenía idea de quiénes eran «ellos», por lo menos, una idea lo bastante concreta como para asociarla a un nombre determinado.

– Desde luego -dijo Moro, y volvía a haber sarcasmo en su voz-. Hasta ahí había llegado en mi investigación.

– Pero entonces, ¿por qué se separó de su esposa? -preguntó Brunetti.

– Para asegurarme de que la dejaban en paz.

– ¿Y su hija? -preguntó Brunetti con repentina curiosidad.

– En lugar seguro -dijo Moro por toda respuesta.

– Entonces, ¿por qué poner a su hijo en la academia? -preguntó Brunetti, pero en el momento de decirlo se le ocurrió que tal vez Moro pensara que la mejor protección para su hijo fuera exponerlo a la vista de todos. Los que atentaron contra su esposa se lo pensarían dos veces antes de dar lugar a una mala publicidad para la academia, o quizá creyó poder burlarlos.