Выбрать главу

La cara de Moro tuvo un movimiento que acaso un día pudiera haber sido una sonrisa.

– Es que no pude impedirlo, comisario. Ése fue el mayor fracaso de mi vida, que Ernesto quisiera ser soldado. Pero desde niño no deseó otra cosa. Y no pude quitárselo de la cabeza.

– Pero, ¿por qué tenían que matarlo? -preguntó Brunetti.

Cuando respondió Moro, a Brunetti le pareció que sentía alivio por poder hablar de aquello por fin.

– Porque son unos estúpidos, y no creyeron que fuera tan fácil detenerme. Que soy un cobarde y no me resistiría. -Se quedó un rato pensativo y agregó-: O quizá Ernesto fuera menos cobarde que yo. Él sabía que un día yo pensé hacer un informe, y quizá les amenazó con él.

Aunque el despacho estaba frío, Brunetti vio gotas de sudor que resbalaban por las sienes y la barbilla de Moro, que las enjugó con el dorso de la mano. Entonces dijo:

– Nunca lo sabré.

Los dos hombres permanecieron mucho rato en silencio, sin moverse; sólo Moro, de vez en cuando, trataba de enjugar el sudor. Cuando al fin su cara volvió a estar seca, Brunetti preguntó:

– ¿Qué quiere que haga, dottore?

Moro levantó la cara y miró a Brunetti con unos ojos que, durante la media hora última, se habían entristecido aún más.

– ¿Quiere que yo decida por usted?

– No; no es eso. O no es sólo eso. Deseo que usted decida por usted. Y por su familia.

– ¿Y usted hará lo que yo diga? -preguntó Moro.

– Sí.

– ¿Sin consideración por la ley ni la justicia? -Puso énfasis en la última palabra, un énfasis muy ácido.

– Sí.

– ¿Por que? ¿Es que no le interesa la justicia? -Ahora el enojo de Moro era palpable.

Brunetti no tenía paciencia para eso, ya no.

– Aquí no hay justicia, dottore -dijo, y se asustó al advertir que no sólo se refería a aquel hombre y su familia, sino a la ciudad y al país, y a sus vidas.

– Pues vamos a dejarlo -dijo Moro, exhausto-. Y dejémoslo también a él.

Todo lo que de noble había en Brunetci le instaba a decir algo que consolara a aquel hombre, pero, por más que buscaba, no encontraba palabras. Pensó en la hija de Moro y en la suya propia. Pensó en su propio hijo, en el hijo de Filippi, y en el de Moro. Y entonces acudieron las palabras:

– Pobre muchacho.

Donna Leon

***