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– Decía que la música tan alta puede dañar el oído. Es lo que les digo a mis hijos, pero ellos no atienden.

Eso desconcertó al muchacho todavía más, como si hiciera mucho tiempo que un adulto no le decía algo que fuera a la vez normal y comprensible.

– Sí; es lo que me dice también mi tía.

– ¿Pero usted no atiende? -preguntó Brunetti-. ¿O no la cree? -Sentía verdadera curiosidad.

– Oh, sí que la creo -dijo el muchacho, ya lo bastante relajado como para inclinarse a pulsar la tecla off.

– ¿Pero…? -insistió Brunetti.

– No tiene importancia -dijo el chico encogiéndose de hombros.

– No, explíquese -dijo Brunetti-. Me interesa.

– Lo que le ocurra a mi oído no importa -respondió el chico.

– ¿Que no importa? -preguntó Brunetti, atónito-. ¿Quedarse sordo no importa?

– No; eso no -respondió el chico, que ahora prestaba más atención a Brunetti y parecía interesado en hacerse entender-. Han de pasar muchos años para que ocurra algo así. Así que no importa. Es como lo del calentamiento global. Nada importa, si ha de tardar mucho.

Brunetti comprendía que el muchacho no hablaba en serio.

– Pero usted está estudiando, preparándose para el futuro, para hacer carrera, supongo que en el ejército. También tardará años. ¿Eso tampoco importa?

Tras unos segundos de reflexión, el muchacho respondió:

– Es diferente.

– ¿En qué sentido es diferente? -porfió un Brunetti implacable.

Ahora el muchacho estaba completamente tranquilo, tanto por la naturalidad de la conversación como por la seriedad con que Brunetti trataba sus respuestas. Se apoyó en la mesa, tomó un paquete de cigarrillos y lo ofreció a Brunetti, que rehusó. Él sacó uno y tanteó en la mesa hasta que encontró un encendedor de plástico debajo de una libreta.

Encendió el cigarrillo y arrojó el encendedor a la mesa. Aspiró el humo profundamente. A Brunetti le llamaba la atención el empeño que ponía el muchacho en aparecer mayor y más sofisticado de lo que era. Entonces miró fijamente a Brunetti y dijo:

– Porque en música puedo elegir, y respecto a la escuela, no.

Sin duda eso debía de tener un profundo significado para el muchacho, pero Brunetti no deseaba dedicar más tiempo a la cuestión, y preguntó:

– ¿Cómo te llamas? -tuteándolo ya como si fuera el hijo de un amigo.

– Giuliano Ruffo -respondió el chico.

Brunetti se presentó dando sólo su nombre, sin el cargo, y dio un paso adelante con la mano extendida. Ruffo se apartó de la mesa y estrechó la mano de Brunetti.

– ¿Conocías al muchacho que ha muerto?

La expresión de Ruffo se demudó, su cuerpo se puso rígido y su cabeza se movió de derecha a izquierda en automática negación. Cuando Brunetti se preguntaba cómo era posible que no conociera a un condiscípulo en una escuela tan pequeña, el muchacho dijo:

– Quiero decir que no lo conocía bien. Sólo coincidíamos en una clase. -También su voz había perdido naturalidad: hablaba deprisa, como sí deseara distanciarse de sus propias palabras.

– ¿Qué clase?

– Física.

– ¿Qué otras asignaturas estudias? -preguntó Brunetti-. ¿En qué curso estás, en segundo?

– Sí, señor. Hemos de estudiar Latín y Griego, Matemáticas, Inglés e Historia, más dos asignaturas opcionales.

– ¿Y una de las que tú has elegido es Física?

– Sí, señor.

– ¿Y la otra?

La respuesta tardó en llegar. Brunetti pensó que el muchacho estaría tratando de adivinar el motivo por el que este hombre le hacía tantas preguntas. Si algún motivo guiaba a Brunetti, él mismo lo ignoraba: en ese momento, no podía sino tratar de hacerse una idea del estilo de la escuela, de captar el ambiente. Toda la información que recogía era inconexa, y su significado no aparecería sino más adelante, cuando cada pieza pudiera verse como parte de un esquema general.

El chico aplastó el cigarrillo, miró el paquete, pero no encendió otro.

– ¿Cuál es la otra asignatura? -insistió Brunetti.

A pesar suyo, como el que confiesa una debilidad, Ruffo respondió al fin:

– Música.

– Bravo -fue la espontánea reacción de Brunetti.

– ¿Por qué lo dice, señor? -preguntó el muchacho con expectación. O quizá era sólo alivio por esta desviación hacia un tema neutral.

La respuesta de Brunetti había sido visceral, y ahora le parecía que tenía que meditar la respuesta.

– Yo leo mucha historia -empezó-, y buena parte de la historia es historia militar. -El chico movió la cabeza de arriba abajo, animándole a continuar-. Y con frecuencia los historiadores dicen que los soldados sólo saben de una cosa. -Ruffo volvió a asentir-. Y por mucho que sepan de esa sola cosa, la guerra, no es suficiente. Han de saber de otras cosas. -Sonrió al muchacho, que le sonrió a su vez-. Es su punto flaco, conocer una sola cosa.

– Me gustaría que le dijera eso a mi abuelo.

– ¿Él no lo cree así?

– No; él no quiere ni oír la palabra «música»; por lo menos, de mis labios.

– ¿Qué le gustaría oír… que has tenido un duelo? -preguntó Brunetti, sin reparos en minar la autoridad del abuelo.

– Eso le encantaría, sobre todo, si fuera a sable.

– ¿Y volvías a casa con una cicatriz en la mejilla? -apuntó Brunetti.

Los dos se echaron a reír ante semejante absurdo, y fue así, bromeando amigablemente a costa de la tradición militar, como los encontró el comandante Bembo.

4

– ¡Ruffo! -ladró una voz desde detrás de Brunetti.

La sonrisa del muchacho se borró y él se puso tan rígido como uno de los postes de la laguna, dando un taconazo mientras sus dedos rozaban la frente en instantáneo saludo.

– ¿Qué hace aquí? -inquirió Bembo.

– A esta hora no tengo clase, comandante -respondió Ruffo mirando al frente.

– ¿Y qué estaba haciendo?

– Estaba hablando con este caballero, señor -dijo el muchacho, todavía con la mirada fija en la pared del fondo.

– ¿Quién le ha autorizado a hablar con él?

La cara de Ruffo era una máscara. No intentó siquiera contestar.

– ¿Bien? -apremió Bembo con voz aún más tensa.

Brunetti se volvió hacia el comandante y saludó su llegada moviendo la cabeza ligeramente de arriba abajo. En tono afable, preguntó:

– ¿Necesita autorización para hablar con la policía?

– Es menor de edad -dijo Bembo.

– Me parece que no le sigo -dijo Brunetti, poniendo buen cuidado en sonreír para mostrar su desconcierto. Hubiera podido entender que Bembo invocara un principio de disciplina o un reglamento según el cual un cadete sólo pudiera responder a un superior directo, pero citar la edad del muchacho como impedimento para hablar con la policía denotaba, en opinión de Brunetti, una atención exagerada por las minucias legales-. No entiendo que la edad del cadete Ruffo pueda importar.

– Importa, porque usted sólo puede hablar con él en presencia de sus padres.

– ¿Y eso por qué, comandante? -preguntó Brunetti, curioso por oír la explicación de Bembo.

Éste tardó unos segundos en encontrarla. Finalmente, dijo:

– Para tener la seguridad de que comprende las preguntas.

Semejante duda acerca de la facultad del muchacho para comprender unas simples preguntas no hablaba muy alto en favor de la calidad de la enseñanza que ofrecía la escuela. Brunetti se volvió hacia el cadete, que seguía en posición de firmes, con los brazos pegados a los costados y el mentón reñido con el cuello de la camisa.

– Cadete, ¿ha entendido mis preguntas?