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– No lo sé, señor -respondió el muchacho, sin apartar la mirada de la pared.

– Hablábamos de sus clases, comandante -dijo Brunetti-. El cadete Ruffo me decía lo mucho que le gusta la Física.

– ¿Es verdad eso, Ruffo? -preguntó el comandante, manifestando claramente y sin escrúpulos sus dudas acerca de la veracidad de las palabras de Brunetti.

– Sí, señor -respondió el muchacho-. Le decía a este caballero que tengo dos asignaturas opcionales y lo mucho que me gustan.

– ¿Y las obligatorias no le gustan? -preguntó Bembo. Y a Brunetti-: ¿Se ha quejado de ellas?

– No -respondió Brunetti tranquilamente-. No hemos hablado de ellas. -Se preguntaba por qué preocuparía tanto a Bembo la posibilidad de que un alumno hiciera un comentario negativo sobre sus clases. ¿Qué otra cosa cabía esperar?

– Puede irse, Ruffo -dijo Bembo bruscamente.

El muchacho saludó y, sin mirar a Brunetti, salió de la habitación dejando la puerta abierta.

– Le agradeceré que, antes de interrogar a algún otro de mis cadetes, me lo haga saber -dijo Bembo agriamente.

Brunetti creyó preferible no discutir y se mostró de acuerdo. El comandante se volvió hacia la puerta, se detuvo un momento, como para decir algo más, pero desistió y se fue.

Brunetti, al encontrarse solo en la habitación de Ruffo, en cierto modo, se sintió como un invitado y, por consiguiente, sujeto a las leyes de la hospitalidad, una de las cuales es la de no abusar de la confianza del anfitrión invadiendo su intimidad. Pero lo primero que hizo fue abrir el cajón central del escritorio y sacar todos los papeles. La mayoría eran notas y borradores de redacciones. Había también varias cartas.

«Querido Giultano -leyó Brunetti sin escrúpulo ni rubor-: Tu tía vino a verme la semana pasada y me dijo que vas muy bien en la escuela.» Era la letra clara y redonda propia de la generación anterior a la suya, si bien los renglones subían y bajaban siguiendo veredas que sólo conocía quien los había trazado. Firmaba «Nonna». Brunettí repasó los otros papeles, no encontró nada de interés y volvió a guardarlos en el cajón.

Abrió las puertas del armario contiguo al escritorio de Ruffo y registró los bolsillos de las chaquetas allí colgadas, que sólo contenían unas monedas y billetes de vaporetto tachados. Encima de la mesa había un ordenador portátil, pero no se entretuvo en abrirlo, consciente de que no sabría qué hacer con él. Debajo de la cama, arrimado a la pared, vio lo que parecía un estuche de violín. En la librería encontró lo que cabía esperar: libros de texto, un manual de conducción de automóviles, una historia del AC Milán y otras publicaciones sobre fútbol. En el estante inferior había partituras musicales: sonatas de Mozart para violín y la partitura del primer violín de un cuarteto de cuerda de Beethoven. Brunetti meneó la cabeza, desconcertado por el contraste entre la música del discman y la del estante. Abrió el armario del compañero de habitación de Ruffo y miró encima del segundo escritorio sin encontrar nada de interés.

Impresionado una vez más por la pulcritud de la habitación y la precisión casi quirúrgica con la que estaba hecha la cama, Brunetti acarició durante un momento la idea de narcotizar a su hijo Raffi, traerlo aquí y matricularlo; pero, al recordar qué era lo que lo había traído a él a esta habitación, se desvaneció de su ánimo aquella ráfaga de frivolidad.

Las otras habitaciones estaban vacías o, por lo menos, nadie respondió a su llamada, y Brunetti volvió a los aseos en los que se había encontrado el cadáver. El equipo del laboratorio estaba trabajando y el cuerpo seguía tendido allí, ahora totalmente cubierto con la oscura capa de lana.

– ¿Quién ha cortado la cuerda? -preguntó Santini al ver a Brunetti.

– Vianello.

– No debió hacerlo -dijo otro técnico desde el fondo de los aseos.

– Eso mismo me ha dicho él -respondió Brunetti.

Santini se encogió de hombros.

– Yo hubiera hecho lo mismo.

Dos de los hombres lanzaron gruñidos de asentimiento.

Brunetti iba a preguntar a los del equipo qué creían que había ocurrido, cuando oyó pasos. Al volver la cabeza, vio al dottor Venturi, uno de los ayudantes de Rizzardi. Los dos hombres movieron la cabeza de arriba abajo; ninguno estaba dispuesto a excederse en el saludo.

Venturi, por lo general insensible a los sentimientos humanos que no lo tuvieran a él como destinatario, se acercó al cadáver y depositó el maletín junto a la cabeza. Puso una rodilla en el suelo y levantó la punta de la capa de la cara del chico.

Brunetti desvió la mirada, hacia las duchas, donde Pedone, el ayudante de Sentini, apuntaba con un pulverizador de plástico hacia la parte alta de la pared de mano derecha. Brunetti le vio rociar las paredes con pequeñas nubes de un polvo gris oscuro, avanzando cuidadosamente de izquierda a derecha, y volver al punto de partida para repetir el proceso unos veinte centímetros más abajo.

Cuando estuvieron cubiertas todas las paredes, Venturi ya estaba otra vez de pie. Brunetti vio que había dejado la cara del muchacho al descubierto.

– ¿Quién lo ha bajado? -fue lo primero que preguntó el médico.

– Uno de mis hombres. Por orden mía -respondió Brunetti agachándose a cubrir la cara del chico con el borde de la capa. Al levantarse miró a Venturi sin decir nada.

– ¿Por qué?

Brunetti hizo caso omiso de tan zafia pregunta, irritado por tener que hablar con un hombre capaz de formularla.

– ¿Le parece que ha sido suicidio? -preguntó.

El tiempo que Venturi se tomó en responder hizo patente que pretendía intercambiar descortesías con Brunetti, pero cuando Santini se volvió hacia él con un apremiante «¿Y bien?», el médico respondió:

– Sobre eso no podré pronunciarme hasta que lo haya visto por dentro. -Y, dirigiéndose a Santini-: ¿Había cerca alguna silla, algo a lo que pudiera subirse?

Uno de los otros técnicos dijo:

– Una silla. Estaba en la ducha.

– ¿No la habrá movido, verdad? -le increpó Venturi.

– La he fotografiado -respondió el hombre articulando las palabras con glacial claridad-. Ocho veces, creo. Después Pedone ha sacado las huellas. Luego la he retirado para que no le estorbara cuando espolvoreara la cabina de la ducha. -Señaló con el mentón una silla de madera que estaba delante de uno de los lavabos y agregó-: Es ésa.

El médico ni la miró.

– Le enviaré el informe en cuanto termine -dijo a Brunetti, recogió el maletín y se fue.

Cuando se apagó e! sonido de los pasos de Venturi, Brunetti preguntó a Santini:

– ¿Usted qué opina?

– Pudo haberlo hecho él -respondió el técnico. Señaló unas franjas que se destacaban de la capa de polvo gris que cubría las paredes de la ducha-. Aquí, a la altura de los hombros, hay dos marcas. Pudo hacerlas él.

– ¿Usted cree?

– Probablemente. Es el instinto: por mucho que deseen morir, el cuerpo se resiste.

Pedone, que había estado escuchando la conversación, agregó:

– Esto está limpio, comisario. No hay señales de lucha, si es eso lo que le interesa.

Cuando vio que su compañero no decía más, Santini prosiguió:

– Es lo que hacen todos, comisario, cuando se ahorcan. Puede creerme. Si tienen cerca una pared, tratan de agarrarse; no pueden evitarlo.

– Así es como se matan los chicos, ¿no?, ahorcándose -dijo Brunetti sin mirar a Moro.

– Más que las chicas, sí -convino Santini. Con un filo de cólera en la voz preguntó-: ¿Cuántos años tenía? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? ¿Cómo pudo hacer eso?

– Sabe Dios -dijo Brunetti.

– Dios no ha tenido nada que ver con esto -dijo Santini secamente, sin dejar claro si su observación cuestionaba la misericordia de la divinidad o su mera existencia. Santini salió al pasillo, donde esperaban dos sanitarios vestidos de blanco, con una camilla enrollada y apoyada en la pared entre los dos.