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– Ya pueden llevárselo -dijo. Se quedó fuera mientras los hombres entraban en los aseos, ponían al muchacho en la camilla y se lo llevaban. Cuando pasaban por delante de Santini, éste levantó una mano y los hombres se pararon. Él se agachó, tomó el extremo de la capa azul marino que se arrastraba por el suelo detrás de la camilla y lo puso debajo de la pierna del chico. Entonces dijo a los sanitarios que lo llevaran a la lancha.

5

Brunetti reprimió el deseo de subir con los demás a la lancha de la policía, ir al hospital y, de allí, a la questura, porque comprendió que era señal de cobardía. Quizá era el trallazo de terror que sintió al ver el cadáver del muchacho, o quizá, su admiración por la incómoda integridad de Moro padre: lo cierto era que algo impulsaba a Brunetti a tratar de visualizar mejor las circunstancias de la muerte del muchacho. Los suicidios eran cada vez más numerosos entre los jóvenes: Brunetti había leído que, con regularidad casi matemática, aumentaban en épocas de prosperidad económica y disminuían en los malos tiempos, hasta casi desaparecer durante las guerras. Él suponía que su propio hijo estaba tan expuesto a las neuras de la adolescencia como cualquiera, que su moral subía y bajaba con las fluctuaciones de sus hormonas, de su popularidad o de sus resultados académicos. La idea de un Raffi suicida era inconcebible, pero lo mismo debían de pensar todos los padres.

Mientras no hubiera indicios de que la muerte del chico no se debía a un suicidio, Brunetti no estaba autorizado a interrogar a nadie respecto a cualquier otra posibilidad, ni a los compañeros de clase ni, mucho menos, a sus padres. Ello supondría, además de una curiosidad morbosa de la peor especie, un flagrante abuso de autoridad. Admitiéndolo así, salió al patio de la academia y con el telefonino que hoy había recordado traer, llamó a la signorina Elettra a la questura por la línea directa.

Cuando ella contestó, Brunetti le dijo dónde se encontraba y le pidió que buscara en la guía telefónica la dirección de Moro, que él suponía que debía de estar en Dorsoduro, aunque no recordaba por qué asociaba al hombre con este sestiere.

Ella no hizo preguntas, le dijo que aguardara y, al cabo de un momento, le informó de que el número no figuraba en la guía. Transcurrido otro minuto, o quizá dos, la joven le dio la dirección de Dorsoduro. Le pidió que aguardase y luego le dijo que la casa se encontraba en el canal que discurre frente a la iglesia de la Madonna della Salute.

– Tiene que ser la que está al lado de la casa baja de ladrillo que tiene muchas flores en la terraza -dijo.

Brunetti le dio las gracias, volvió a subir a los dormitorios del último piso y recorrió el aún desierto pasillo, leyendo los apellidos que figuraban en los rótulos al lado de las puertas. Lo encontró al finaclass="underline" Moro/Cavani. Abrió la puerta sin llamar y entró. La habitación, al igual que la de Ruffo, estaba limpia, casi aséptica: literas y, frente a ellas, dos pequeños escritorios, sin nada encima. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta, abrió el cajón del escritorio más próximo. Utilizando la punta del bolígrafo, abrió la libreta que estaba dentro. En el reverso de la tapa vio el nombre de Ernesto. Las hojas estaban cubiertas de fórmulas matemáticas, trazadas con firme escritura vertical. Empujó la libreta al fondo del cajón y abrió la que estaba debajo, que contenía ejercicios de inglés.

Cerró el cajón y dedicó su atención al armario, situado entre los dos escritorios. En una de las puertas estaba el nombre de Moro. Brunetti la abrió presionando por debajo con el pie. Dentro había dos uniformes en bolsas de tintorería, una cazadora de tela tejana y una americana de tweed marrón. En los bolsillos no encontró más que unas monedas y un pañuelo sucio.

En la estantería no había nada más que libros de texto. No se sintió con ánimo de examinarlos uno a uno. Paseó una última mirada por la habitación y se fue, tomando la precaución de cerrar la puerta enganchando el bolígrafo en el picaporte.

En la escalera encontró a Santini y le dijo que examinara la habitación de Moro. Después salió de la escuela y bajó hasta la orilla del Canale della Giudecca. Torció a la derecha y echó a andar por la Riva, con intención de tomar el vaporetto. Mientras caminaba, contemplaba los edificios del otro lado del canaclass="underline" Nico's Bar y, encima, un apartamento en el que había pasado muchos ratos antes de conocer a Paola, la iglesia de los Gesuati, que en tiempos había tenido de párroco a un hombre bueno, el antiguo Consulado Suizo, ahora sin la bandera. ¿Hasta los suizos nos han abandonado?, pensó. Más allá estaba el Bucintoro, de donde hacía tiempo que habían desaparecido las largas y estrechas embarcaciones, expulsadas por el dinero de los Guggenheim, y los remeros venecianos habían tenido que ceder el sitio a nuevas tiendas para turistas. Vio venir un barco de Redentore y apretó el paso hacia el imbarcadero de Palanca, para regresar al Zattere. Al desembarcar, miró el reloj y comprobó que, en realidad, no se tardaba ni cinco minutos en hacer la travesía desde la Giudecca. Aun así, la otra isla seguía pareciendo le, como le había parecido siempre, más remota que las Galápagos.

Aún menos de cinco minutos tardó en salir al amplio campo que rodea la Madonna della Salute, y allí encontró la casa. Una vez más, tuvo que vencer el impulso de retrasar la visita, y Ilamó al timbre. Dio su nombre y título a la mujer que contestó.

– ¿Qué desea? -preguntó ella.

– ¿Podría hablar con el dottor Moro? -dijo el comisario, enunciando por lo menos el más inmediato de sus deseos.

– No puede ver a nadie -respondió la mujer secamente.

– Ya lo he visto antes -dijo Brunetti y, con la esperanza de que ello diera más fuerza a su petición, puntualizó-: En la escuela. -Esperó el efecto que pudieran tener esas palabras en la mujer, y agregó-: Es necesario que hable con él.

Ella emitió un sonido, que fue ahogado por el zumbido del dispositivo eléctrico de apertura de la puerta, por lo que Brunetti no llegó a comprobar su naturaleza. Empujó la puerta, cruzó rápidamente un vestíbulo y se paró al pie de una escalera. Arriba se abrió una puerta y una mujer alta salió al rellano.

– Suba -dijo.

Cuando Brunetti llegó arriba, ella dio media vuelta, lo hizo pasar al apartamento, cerró la puerta a su espalda y se volvió hacia él. El comisario vio con sorpresa que, si bien algo más joven que él, la mujer tenía el pelo -que llevaba cortado a ras de los hombros- completamente blanco, en fuerte contraste con ¡a tez, oscura como la de una árabe, y con los ojos más negros que Brunetti había visto nunca.

Ella le tendió la mano:

– Soy Luisa, la prima de Eernando.

Brunetti estrechó la mano y repitió su nombre y cargo.

– Comprendo que es un momento terrible -empezó, tratando de decidir cuál podía ser el mejor tono que emplear con ella. La mujer mantenía una postura rígida, con la espalda tan erguida como si le hubiesen ordenado arrimarse a una pared, y le miraba a los ojos mientras hablaba. Como Brunetti no agregara nada a ese tópico, ella preguntó:

– ¿Qué desea saber?

– Me interesa preguntarle cuál era el estado de ánimo de su hijo.

– ¿Por qué? -inquirió ella. Brunetti, que creía que la razón tenía que ser evidente, se sorprendió de la vehemencia con que la mujer hizo la pregunta.

– En un caso como éste -empezó él evasivamente-, es necesario saber todo lo posible acerca de la actitud y el comportamiento de la persona, si daba alguna señal…

– ¿De qué? -cortó ella, sin disimular la indignación, o el desdén-. ¿De que iba a matarse? -Antes de que Brunetti pudiera responder, prosiguió-: SÍ es eso lo que quiere decir, dígalo, por Dios. -Tampoco ahora esperó respuesta-. La idea es ridicula. Repugnante. Ernesto nunca se hubiera matado. Era un chico sano. Es un insulto sugerirlo siquiera. -Cerró los ojos y apretó los labios, tratando de dominarse.