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– Hola, soy yo. Ya he terminado el turno. He encontrado esto en el pasillo.

– ¿Es mío?

– Creo que sí. ¿No estaba anoche en su armario?

– ¿Y cómo ha salido de allí?

– A mí no me pregunte. Lo he visto al pasar y he querido devolvérselo.

Me observó durante unos momentos.

– Espere. Voy a ver. -Dejó la puerta entornada, asegurada todavía con la cadena, mientras se dirigía hacia el tocador y abría el armario. Ray y yo nos miramos. Estaba claro que Laura no iba a ver el petate, pero esperé como es debido para no estropear la farsa. Volvió a la puerta con cara de confusión-. Creo que es mío. -Era evidente que no se fiaba de mí, pero yo no podía hacer nada por remediarlo. Desde su punto de vista, venían sucediéndole cosas inexplicables. Perdía una llave, no encontraba cierto paquete y ahora el petate errante.

– Si quiere, lo dejo aquí en el suelo.

– No, perdóneme. -Cerró la puerta y sacó la cadena de la guía. Volvió a abrir la puerta, lo suficiente para que pasara el petate, y alargó la mano como esperando que se lo diera.

Apoyé la otra mano en el borde de la puerta para impedir que la cerrase. Pareció sobresaltarse al ver la maniobra y exclamó:

– ¡Oiga! -con irritación.

Sonreí con la esperanza de tranquilizarla.

– ¿Le importa si entro? Tenemos que hablar. -Empujé la puerta.

– Váyase -dijo, empujando también.

Forcejeamos con la puerta, pero Ray acababa de entrar en la foto y, después de unos segundos de resistencia muda, Laura Huckaby se dio por vencida. Comenzaba a darse cuenta de que pasaba algo muy serio.

– Soy Kinsey Millhone -dije mientras entrábamos en la habitación-. Y éste es mi amigo Ray.

Laura retrocedió, observando la cara hinchada y magullada de Ray.

– ¿Qué es esto?

– Llamémoslo un simposio sobre el dinero -dije-. Los tres solos, usted, yo y él.

Se giró en redondo, se dirigió a toda velocidad a la mesita de noche y descolgó el teléfono. Ray golpeó la horquilla antes de que Laura pudiese marcar el 0.

– Tranquila, señora. Sólo queremos hablar con usted -dijo. Le quitó el auricular de la mano y lo depositó en la horquilla.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Y qué es esto, un chantaje?

– De ningún modo -dije-. La hemos seguido desde California. Su amigo Gilbert robó cierto dinero y el amigo Ray lo quiere recuperar.

Los ojos de Laura se posaron en mí y saltaron hacia Ray mientras despuntaba en ellos un atisbo de comprensión.

– Usted es Ray Rawson.

– El mismo.

Laura alzó la mano como para propinarle una boletada. Ray detuvo el movimiento y recibió el golpe en el antebrazo. Le atenazó la muñeca con la mano sana.

– No hagas eso -dijo.

– ¡Quítame tus sucias manos de encima!

– Devuélvenos el dinero y te dejaremos en paz.

– No es tuyo. Es de Gilbert.

Ray negó con la cabeza.

– Me temo que no. El dinero es mío y de un tío llamado Johnny Lee. Johnny murió hace cuatro meses y no tengo inconveniente en ceder su parte a su hijo y su nieto. Gilbert nos vendió.

– ¿Serás cabrón? ¡Eso no es verdad! El dinero es suyo y tú lo sabes. Fuiste tú quien se fue de la lengua. Su hermano murió por tu culpa.

– Eso es mentira. ¿Es lo que va diciendo?

– Pues sí. Me dijo que fue una especie de encerrona y que todo estaba preparado. Tú diste el chivatazo a la poli y Donnie murió en el tiroteo -dijo Laura.

– Eh, eh, un momento -dije-. ¿Qué pasa aquí?

Ray pareció calmarse, pero ni siquiera me miró.

– Te mintió, criatura. Gilbert te contó una película. Seguramente tuvo que hacerlo para asegurarse tu participación, ¿me equivoco? Porque si hubieras sabido la verdad, no le habrías ayudado. Espero.

– Cerdo. Ya me dijo que lo intentarías, tergiversar la verdad según te conviniera.

– ¿Quieres la verdad? Te la diré. ¿Quieres saber qué ocurrió?

Laura se llevó las manos a los oídos, como para no oírle.

– No tienes por qué contármela tú. Gilbert ya me contó lo que ocurrió.

Alcé una mano.

– ¿Les importaría callarse y decirme de qué va todo esto? ¿Se conocían ya?

– No exactamente -dijo Ray. Se volvió hacia Laura y los dos se miraron con fijeza a los ojos. Los ojos de Ray se desviaron hacia mí-. Te presento a mi hija. Hacía años que no la veía.

Laura se lanzó sobre él, golpeándole el pecho con los puños.

– Eres un cabrón -dijo y se echó a llorar.

Miré a uno y luego a la otra. No me quedé con la boca abierta, pero así es como me sentía.

Ray la rodeó con los brazos.

– Lo sé, pequeña, lo sé -murmuró acariciándola-. Siento muchísimo lo ocurrido.

Las lágrimas de Laura tardaron en secarse cinco o seis minutos. Había ocultado la cara en el hombro de Ray y el abrazo tenía su punto de torpeza a causa de la barriga de la mujer. Ray apoyó la magullada barbilla en el enmarañado pelo de la mujer, que casi se había soltado ya y le colgaba en mechas de fuego. Ray casi gemía de tristeza al ver la desdicha de Laura, que ésta expresaba con infantil ausencia de inhibiciones. Ninguno de los dos estaba acostumbrado al contacto físico y sospechaba para mí que aquel acercamiento pasajero no significaba en absoluto que se hubieran resuelto las cosas. Si habían estado separados desde siempre, haría falta algo más que un Momento Sublime para reparar el pasado. Mientras tanto, me prohibí pensar en mi prima Tasha y en mi repudio de la abuela.

Fui a la ventana y contemplé el estéril paisaje tejano. Me sentía igual de seca. Allí, como en California, el uso generoso de agua importada era el único medio de rescatar la tierra del desierto. Por lo menos ya sabía por qué Ray no había querido subir a la planta doce. Seguramente había temido el momento de encontrarse con su hija, en particular al comprender cómo la había utilizado Gilbert Hays. ¿Por qué los momentos más conmovedores de la vida suelen ser los más deprimentes?

Advertí que el llanto comenzaba a mitigarse a mis espaldas. Cambiaron algunos murmullos y me entregué a pensar respetuosamente en otra cosa. Cuando me volví, estaban sentados juntos en una de las camas. Las lágrimas de Laura habían abierto regueros en las múltiples capas del maquillaje, dejando al descubierto magulladuras antiguas. Se notaba que le habían puesto un ojo negro recientemente. Tenía en la barbilla una mancha verdosa orlada de amarillo, matices que reproducían los de las magulladuras de la cara de su padre. Resultaba extraño pensar que el mismo hombre había golpeado a ambos. Ray observó la cara de Laura y no se le escapó lo que sucedía. En sus ojos se dibujó una expresión de dolor.

– ¿Ha sido él? Porque si ha sido él, lo mataré, lo juro por Dios.

– No fue así -dijo Laura.

– No fue así. ¡Mentira!

Los ojos de la mujer volvieron a humedecerse. Me acerqué al tocador y saqué de la caja un puñado de pañuelos de papel. Al acercarme a la cama, Ray cogió los pañuelos y se los dio a Laura. Esta se sonó la nariz y me miró con resentimiento.

– Usted no es del servicio de habitaciones -dijo con resquemor-. Ni siquiera sabe meter bien las puntas de las sábanas.

– Soy detective privada.

– Ya sabía yo que en este hotel no se hacían las camas. Habría tenido que fiarme de mi instinto.

– Esa no es la verdad -dije. Me senté en la otra cama-. ¿Le importaría a cualquiera de los dos informarme de lo que pasa?

Ray se volvió hacia mí con expresión expectante.

– Vamos a ver. ¿Cuál es el trato?

– ¿Trato?

– Yo no sé dónde está el dinero. Pensaba que estaría en esta habitación.

– Ah, el dinero. ¿Por qué no le preguntas a ella?

– ¿A mí? Yo no lo tengo. ¿De qué hablas?

– De esto. -Alargué la mano y golpeé el hinchado vientre de Laura. El ruido sordo que oí no fue de los que suele producir la blanda carne materna. Me apartó de un manotazo.