– No me toques.
Ray nos miraba atónito.
– ¿Lo tiene en el estómago? ¿Encajado en la tripa?
– No exactamente. La barriga es falsa.
– ¿Cómo lo has averiguado?
– Hay tampones en el petate. Si estuviera embarazada, no los necesitaría. Cosas de mujeres -dije.
– Estoy embarazada. ¿No te lo crees? El niño nacerá en enero. El dieciséis, para ser exactos.
– En ese caso, levántate el vestido para que veamos las pataditas.
– No tengo por qué hacerlo. Es increíble que lo hayas sugerido.
– Ray, hazme caso. Seguro que tiene el dinero en una especie de faja. Así lo metió en el avión sin que se viera en seguridad. Ocho mil dólares en un petate, habrían hecho demasiadas preguntas.
– Es ridículo. No hay ninguna ley que prohíba ir de un estado a otro con dinero encima.
– Sí, cuando el dinero es robado -dije con mi mejor voz de marisabidilla. La verdad es que éramos tal para cual, discutiendo por cualquier cosa.
– Vamos, señoritas. Por favor.
Cerré el puño.
– ¿Quieres que te dé un puñetazo en el estómago? Sería una buena comprobación.
– ¡Maldita sea! No es asunto tuyo.
– Sí lo es. Chester me contrató para encontrar el dinero y es lo que he hecho.
– No-tengo-el-dinero -dijo Laura, separando las palabras.
Alcé el puño.
– ¡Está bien! Maldita sea. Lo llevo en un chaleco de lona que se engancha por delante. Espero que estés satisfecha.
Me encantó su indignación, como si hubiera sido yo quien le hubiera estado mintiendo.
– Estupendo. Veámoslo. Tengo curiosidad por ver qué aspecto tiene.
– Ray, ¿quieres decirle que se aparte de mí?
Ray me miró.
– Olvídalo. Esto es una estupidez. Me pareció que decías que querías oír la historia.
– Y es verdad.
– Déjate entonces de majaderías y vayamos al asunto. -Miró a su hija-. Empieza. Me gustaría oír la versión de Gilbert. ¿Qué dice, que yo traicioné a los otros?
– Antes quiero lavarme la cara -dijo Laura-. Estoy horrible. -La nariz se le había enrojecido y tenía los ojos hinchados de la emoción. Se levantó, se dirigió a la pila contigua al tocador y abrió el grifo.
– ¿Tu hija? Habrías podido decírmelo -dije.
Ray evitó mi mirada, igual que un perro que se ha hecho caca en la mejor alfombra. Cuando volvió Laura, Ray dejó que se sentara en la cama mientras él acercaba una silla. La cara de Laura, ya sin maquillaje, tenía todas las abotargadas irregularidades que se podían esperar. Miró una vez a Ray con expresión titubeante. Cogió un puñado de pañuelos de papel y se los puso alrededor del dedo índice. Aunque era el centro de la atención, se mostraba extrañamente reacia a hablar.
– Gilbert dice que asaltasteis un banco en 1941.
– Correcto.
Me volví como un rayo.
– ¡¿Correcto?!
– Fuisteis cinco. Tú, Gilbert, su hermano Donnie, el tipo que mencionaste…
– Johnny Lee -dijo Ray.
– Ese. Y un hombre apellidado McDermid.
– En realidad éramos seis. Había dos McDermid, Frank y Darrell -rectificó Ray.
Laura se encogió de hombros, admitiendo una rectificación que por lo visto no afectaba a su comprensión de los hechos.
– Dice Gilbert que te chivaste a la poli y que los agentes aparecieron en pleno atraco. Hubo un tiroteo y su hermano Donnie resultó muerto. También cayeron McDermid y un policía. El dinero desapareció, pero Gilbert estaba convencido de que tú y Johnny sabíais dónde estaba escondido. Johnny estuvo dos años en la cárcel y cuando lo soltaron desapareció. Gilbert no sabía cómo encontrarlo, esperó a que salieras, te siguió y, bueno, allí estaba. Gilbert sólo se llevó su parte. Bueno, creo que también la parte de su hermano. Pensaba que Johnny y tú lo habíais usado durante años y que, por tanto, lo que quedara era suyo por derecho propio.
– ¿Podemos aclarar un punto? -dije.
– Adelante.
– ¿Fue tu madre quien te dijo cuándo iba a salir Ray de la cárcel?
Asintió.
– Me lo comentó. Gilbert me había contado ya lo sucedido y estaba furiosa. Quiero decir que, por si no bastaba con que mi padre se hubiera pasado toda la vida en la cárcel, encima descubro que traicionó a todos sus amigos. Es lo más ruin del mundo.
– Tengo que decirte algo, pequeña. No sé qué relación tendrás con Gilbert, pero ¿no se te ha ocurrido pensar que se acercó a ti para tenerme a mí vigilado?
– No. Categóricamente. No puedes hablar de lo que no sabes -dijo.
– Tú concéntrate en los hechos. Quiero decir que es lo más lógico -dijo Ray-. ¿No te preguntó por mí ya desde el primer momento? Puede que no por mi nombre, bastaba aludir a la situación familiar, que si esto, que si lo otro, que si tu padre, que si tu padrastro, cosas por el estilo.
– ¿Y qué si preguntó? Todo el mundo pregunta esas cosas al principio.
– ¿Y no te parece extraño? Oye, qué casualidad, si resulta que hace cuarenta y tantos años atracamos juntos un banco.
– No fue así. Gilbert conocía a Paul del trabajo… es mi padrastro -dijo Laura volviéndose hacia mí-. Lo más seguro es que Paul mencionara el apellido Rawson en un momento dado.
– Oh, sí, claro -dijo Ray con acritud-. A Paul le daba por ponerse a decir perrerías sobre mí ante sus compañeros de trabajo.
– ¿Qué importancia tiene? -dijo Laura-. Salió a relucir y ya está. Puede que fuera el karma.
La cara de Ray ardía de impaciencia (no se había tragado el cuento ni por un segundo) e hizo con la mano ese movimiento giratorio que quiere decir: «al grano».
– Ray, si te comportas así no me dejarás hablar -dijo Laura en plan remilgado-. Me has preguntado por mi versión y es lo que quiero hacer, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. Tienes razón. Lo siento. Pero me gustaría preguntarte…
– No digo que conozca todos los detalles -añadió Laura interrumpiéndolo.
– Lo comprendo. Sólo preguntaba por la lógica. Mira, en el evangelio según Gilbert, si lo que dice él es cierto, ¿cómo es que he pasado cuarenta años entre rejas? Si yo di el chivatazo, es de suponer que llegué a un acuerdo. No habría estado encerrado ni un solo día. O me habrían rebajado la condena y habría estado en la cárcel el tiempo imprescindible para disimular.
Laura guardó silencio y advertí que se esforzaba por encontrar una explicación coherente.
– La verdad es que no lo sé. Nunca me he detenido a pensarlo.
– Pues piénsalo ahora.
– Sé que Gilbert no estuvo mucho tiempo encerrado -dijo Laura tanteando.
– Sí, pero él tenía diecisiete años. Entraba todavía en la categoría de delincuente juvenil y era su primer delito. Johnny creyó siempre que había sido Darrell, el menor de los McDermid. Frank era demasiado chulo. Darrell fue el único que declaró contra los demás ante el juez y pasó menos de un año en la cárcel. ¿Quieres saber por qué? Porque nos entregó y a cambio le rebajaron la condena. Gilbert quiere echarme a mí la culpa porque el muy cabrón es avaricioso y quiere una justificación para quedarse con el botín. A propósito, no me lo has dicho, ¿os habéis casado?
– Vivimos juntos.
– Vivís juntos. Muy bonito. ¿Hace un año, dos?
– Más o menos -dijo Laura.
– ¿Y todavía no sabes cómo es?
Laura no dijo nada. A juzgar por las moraduras, sabía de sobra cómo era Gilbert.
– No creo que me mintiera. Tú eres quien miente.
– ¿Por qué no suspendes el juicio hasta oír mi versión?
Levanté una mano.
– ¿Eh, Ray? ¿Me voy a quedar de piedra por lo que voy a oír? ¿Va ser el notición que me cabreará?
Sonrió con apocamiento.
– ¿Por qué?
– Porque me pregunto cuántas versiones tienes intención de contar. Que yo sepa, es la número tres.
– Ahora va en serio. Es la última. Lo juro por Dios.