– También le prometí que podría lavar la ropa en tu lavadora -dijo Ray-. ¿Tienes detergente?
– En el cuarto de la limpieza -dijo la anciana, señalando hacia la puerta.
Recogí el papel y lápiz prometidos, y entré en el dormitorio, que estaba tan intransitable como un armario de abrigos. La luz de la estancia entraba por el pequeño cuarto de baño que había a la izquierda. Las ventanas, con las persianas echadas, estaban cubiertas por gruesas cortinas. El colchón de la cama de matrimonio, una estructura de hierro, estaba cubierto de edredones hechos a mano. La habitación habría quedado perfecta en la feria de muestras del estado, en alguna exposición de interiores domésticos de los años cuarenta. En todas las superficies había una fina capa de polvo. La verdad es que no había un solo punto en toda la casa que estuviese técnicamente aseado, probablemente por culpa de la pésima vista de la anciana.
El viejo y negro teléfono de disco estaba en la mesita de noche, al lado de una lámpara de mesa y en medio de libros de tipografía grande, frascos de píldoras, cremas y lociones. Encendí la lamparita y llamé a Información para pedir el teléfono de United y American Airlines. Llamé primero a United y escuché la grabación que me garantizaba que me atenderían inmediatamente, y que no me retirase, por favor. Por deferencia a la madre de Ray reprimí las ganas de registrar el cajón de la mesita de noche mientras esperaba. Inspeccioné visualmente la habitación, en busca de la faja del embarazo. Tenía que estar por allí.
Se puso por fin el empleado y me informó del movimiento aéreo que me interesaba. Había un avión a Chicago a las siete y cuarto de la tarde que llegaba a las siete y veinticinco, intervalo que reflejaba la diferencia de zona horaria. Tras una breve espera, empalmaría con un vuelo que salía de Chicago a las ocho y cuarto y que llegaba a Los Angeles a las diez y veinticinco, hora de California. El avión de Santa Teresa despegaba a las once y aterrizaba cuarenta y cinco minutos más tarde. La última conexión disponía de un margen de tiempo muy estrecho, pero el empleado me juró que las puertas de llegada y salida de un vuelo y otro estaban muy cerca. Como viajaba sin equipaje, pensaba que no habría ningún problema. Me aconsejó que estuviera en el aeropuerto una hora antes de la prevista para el despegue, con objeto de abonar el pasaje reservado.
En cuanto el empleado se retiró apareció Ray en la puerta con una toalla limpia en la mano.
– Para ti -dijo, arrojándola sobre la cama-. Cuando hayas terminado de hablar, puedes ducharte si quieres. Hay una bata detrás de la puerta. Mi madre te lavará la ropa.
Puse la mano en el auricular.
– Gracias -dije-. Enseguida estoy. ¿Y lo que hay en el coche?
– Ya lo tiene Laura. Lo he traído todo. -Iba a salir, pero asomó la cabeza-. Ah, casi me olvidaba. Dice mi madre que en el mismo paseo donde está el supermercado hay una tintorería ultrarrápida. Si me das la chaqueta, la dejaré al ir a comprar y la recogeré al volver.
El empleado se había puesto al aparato otra vez y se puso a confirmarme los transbordos mientras yo asentía a Ray con entusiasmo. Con el auricular pegado al cuello, vacié los bolsillos de la chaqueta y se la entregué. Se despidió con la mano y se alejó mientras yo terminaba la gestión.
Me dirigí al cuarto de baño, donde, tras una rápida búsqueda, encontré la faja en el cesto de la ropa sucia. La saqué y la inspeccioné, maravillándome del ingenio con que se había confeccionado. La bolsa delantera parecía una careta de béisbol, una armazón convexa hecha con plástico tubular semiflexible envuelto en guata, en cuyo interior había ordenados incontables fajos de dinero. La faja se ataba con fuertes tiras de lona. Saqué un par de fajos y vi billetes de cinco, de diez, de veinte, de cincuenta dólares, de diversos tamaños. Muchos billetes me resultaban desconocidos y supuse que ya no estaban en circulación. Algunos fajos parecían recién salidos de la Casa de la Moneda. Sufrí al pensar que Laura venía pagando los gastos cotidianos con billetes de banco por los que un coleccionista serio pagaría una burrada. Ray era un idiota por cruzarse de brazos mientras la hija se desprendía del dinero. ¿Quién sabía cuánto quedaba aún por recuperar?
Volví a meter la faja en el cesto. Me gustan las soluciones y me pica todo cuando hay muchas preguntas sin responder. Sin embargo, aquello no era asunto mío. Seis horas más tarde partiría para California. Si había más dinero en algún escondrijo, era exclusivamente cosa de Ray. Había una bata azul de algodón colgada de un gancho, detrás de la puerta. Me quité el vestido de tela vaquera y las bragas, me puse la bata y llevé la ropa sucia a la cocina. Ray y Laura, por lo visto, se habían ido ya de compras. Vi batatas en la cocina, humeando en una cazuela esmaltada con motas blanquiazules. De los estantes de la despensa habían bajado varios frascos herméticos de tomate y judías tiernas, y los habían dejado en el mármol. Pensé fugazmente en las posibilidades de botulismo que ofrecían los productos mal conservados, pero qué demonios, el índice de mortalidad es sólo el sesenta y cinco por ciento. La madre de Ray no habría podido llegar a edad tan avanzada si no hubiera sabido cerrar bien los envases.
La puerta del cuarto de la limpieza estaba abierta. La habitación no estaba aislada y de ella salía un aire helado. La madre de Ray vivía como si no sintiera la crudeza del clima. Había una lavadora antigua con secadora aparte, arrinconada contra la pared de la izquierda. Entre ambas máquinas había un aspirador de bolsa, con una forma que parecía el morro cónico de una nave espacial.
– Voy a meterme en la ducha, señora Rawson. ¿Puede hacerse cargo de esto? -pregunté.
– Ah, eres tú -dijo la anciana-. Estaba poniendo las cosas de Laura. Llámame Helen, por favor. Mi difunto marido me llamaba Helena de Troya.
La observé mientras palpaba el vaso del detergente, introduciendo el pulgar para conocer al tacto la altura alcanzada por el polvo.
– Hace años que legalmente se me considera ciega y cada día veo peor. Puedo andar normalmente siempre que no me pongan obstáculos delante. Tenía que haberme operado, pero quise esperar a que Ray volviera. Bueno, te estoy entreteniendo.
– No se preocupe -dije-. ¿Quiere que la ayude?
– Oh, no, querida. Tú ve a ducharte. Lleva la bata hasta que la ropa esté seca. Estas lavadoras antiguas trabajan muy aprisa. Mi amiga Freida Green tiene una lavadora nueva y tarda tres veces más en hacer la colada y gasta el doble de agua. En cuanto termine con esto, prepararé tortas de maíz. Espero que te gusten.
– Desde luego. No tardaré en volver y le echaré una mano.
La ducha fue una fuente de bendiciones encontradas. El agua casi no tenía presión y salía fría o caliente en una anárquica fluctuación que dependía de los ciclos de la lavadora. Conseguí frotarme a conciencia y me lavé el pelo cubriéndolo de chorros jabonosos superpuestos, raspándolo y aclarándolo hasta que volví a sentirme limpia. Me sequé y me puse la bata de Helen. Me calcé las Reebok, ya que me da alergia andar descalza por suelos sólo parcialmente limpios. No suelo ser vanidosa, pero me moría de ganas por ponerme mi propia ropa.
Antes de volver a la cocina llamé otra vez por teléfono, utilizando la tarjeta de crédito para poner una conferencia a Henry. Por lo visto había salido, pero se puso el contestador automático.
– Henry, soy Kinsey -dije-. Estoy en Louisville, Kentucky. Aquí es algo más de la una y salgo en avión a las siete. No sé a qué hora iremos al aeropuerto, pero aún tengo que estar aquí dos horas. Si es posible, me gustaría que fuera usted a buscarme al aeropuerto. Apenas tengo dinero y no sé cómo recuperar el coche. Podría pedirlo prestado aquí, pero estoy con unas personas en las que no acabo de confiar. Si no tengo noticias suyas antes de irme, le llamaré en cuanto llegue a Los Angeles. -Miré el número escrito en la pegatina circular del centro del disco y se lo leí a Henry antes de colgar. Me pasé el peine por el pelo y entré en la cocina, donde Helen me puso a preparar la mesa.