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Ray y Laura volvieron con mi chaqueta dentro de una bolsa de plástico transparente y con los brazos cargados de comestibles, que fuimos abriendo y apartando. Colgué la chaqueta en el pomo interior de la puerta del dormitorio. Laura fue tras de mí, desviándose hacia el cuarto de baño para darse una ducha. La colada tenía que estar ya limpia porque oí la secadora retumbando en la pared. En cuanto estuviera seca, sacaría mi ropa y me la pondría.

Helen me enseñó a pelar y prensar las batatas, mientras ella troceaba manzanas y cebollas, y las echaba en la sartén con mantequilla. Yo guardaba silencio igual que una mosca en la pared, y oía charlar a Ray con su madre, mientras ésta preparaba la cena.

– Hace cosa de cuatro meses entraron en la casa de Frieda Green, entonces mandé instalar los barrotes antirrobo. Los vecinos celebramos una reunión con dos agentes de policía y nos dijeron qué podíamos hacer si nos atacaban. Freída y su amiga Minnie Paxton fueron a un cursillo de defensa personal. Dijeron que les enseñaban a gritar y a dar patadas, así de lado, de las que hacen daño. El objetivo es romperle la rodilla al agresor y derribarlo. Freída estaba practicando, se cayó de espaldas y se rompió la rabadilla. Minnie se rió tanto que casi se mea, hasta que se dio cuenta de que lo de Freída era serio. Tuvo que sentarse encima de una bolsa de hielo durante un mes, la pobre.

– Bueno, pero ni se te ocurra a ti atacar a nadie.

– No, qué dices. Yo no haría una cosa así. Es absurdo, una anciana como yo. Los viejos no siempre podemos depender de la fortaleza física. Incluso Freída lo dice. Por eso he puesto tantas cerraduras. Antes, en verano, dejaba las puertas abiertas para que corriese el aire. Pero eso se acabó. Ahora ni pensarlo.

– Ah, antes de que se me olvide. ¿He recibido algo por correo? Pensaba que a lo mejor mi amigo de California me había enviado una carta o un paquete a esta dirección.

– Pues sí, ahora que lo dices, te guardaba algo que te enviaron. Llegó hace mucho. A ver si recuerdo dónde la puse, tiene que estar por aquí. Mira en ese cajón que está debajo de todo.

Ray abrió el cajón y revolvió el contenido: cordones de lámpara, pilas, lápices, chapas de botella, cupones, un martillo, un destornillador, utensilios de cocina. Al fondo había un fajo de cartas, pero casi todas iban dirigidas al «Sr. Propietario» del inmueble. La única con destinatario nominal iba dirigida a Ray Rawson y no tenía remite. Miró el matasellos entornando los ojos.

– Esta es -dijo. Rasgó el sobre y sacó un recordatorio de condolencia con la foto de un cementerio en blanco y negro pegada en la parte delantera. Detrás había un mensaje:

«Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos. Mateo 16, 19.

«Pienso en la hora de tu libertad».

En la parte trasera había una pequeña llave metálica sujeta con cinta adhesiva. La arrancó y la agitó en la mano antes de tendérmela. Inspeccioné primero un lado y luego el otro, tal como había hecho él. Tenía cuatro centímetros de longitud. En un lado podía leerse la palabra Master y en la otra el número M550. No era difícil de recordar. El número era la fecha de mi cumpleaños, escrita de forma abreviada.

– Seguramente de un candado -dije.

– ¿Y la llave que tenías tú?

– En el dormitorio. La traeré en cuanto salga Laura.

La cena casi estaba ya en la mesa cuando salió Laura. Por lo visto se había empleado realmente a fondo con el pelo y el maquillaje, a pesar de que su abuela apenas podía verla. Mientras servían los platos fui al dormitorio y recogí la navaja de explorador del montón de pertenencias que había dejado en la mesita de noche. Saqué la chaqueta de la bolsa de la tintorería y corté con las tijeras los puntos que había dado en la costura interior de la hombrera. Saqué la llave por el agujero. La mía era pesada, de quince centímetros de longitud y tenía la tija redonda. La acerqué a la lámpara para ver si también era una Master. En la tija se había grabado la palabra ley, sin más señas identificativas. Conocía candados Master, pero jamás había oído hablar de candados Ley. Puede que fuese una marca local o una empresa que ya no existía.

Volví a la cocina, me senté a la mesa y alargué la llave a Ray.

– ¿De dónde es? -preguntó Laura, tomando asiento.

– No tengo ni idea, pero creo que va con esta otra -dijo Ray. Puso la llave grande en el centro de la mesa, al lado de la pequeña-. Esta la había, pegado Johnny en el interior de su caja de seguridad. Chester la encontró esta misma semana, mientras limpiaban el piso.

– ¿Guardan relación con el dinero escondido?

– Espero que sí. De lo contrario, mala suerte -dijo Ray.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque no tenemos más pistas. A menos que se te ocurra dónde buscar un montón de dinero que se escondió hace cuarenta años y pico.

– Yo no sabría por dónde empezar -dijo Laura.

– Yo tampoco. Esperaba que a Kinsey se le ocurriera algo, pero parece que vamos mal de tiempo -dijo Ray, que se volvió hacia su madre-. ¿Bendigo yo la mesa, mamá?

¿Por qué me sentía culpable? Yo no había hecho nada.

La cena era un claro ejemplo de la anticuada cocina sureña. Era la primera comida que tomaba en los últimos días que no estaba saturada de aditivos y conservantes. El contenido en azúcares, sodio y grasas distaba de ser el deseado, pero no suelo ponerme puritana cuando se trata de comida. Comí con ganas y concentración, sin prestar atención apenas a la conversación que sostenían los otros, hasta que la voz de Ray se elevó. Había dejado el tenedor y miraba a su hija con horror y desaliento.

– ¿Eso has hecho?

– ¿Qué hay de malo?

– ¿Cuándo has hablado con ella?

Vi que Laura se ruborizaba.

– Nada más llegar -dijo Laura a la defensiva-. Me viste entrar en el otro cuarto. ¿Qué creías que estaba haciendo? Hablar por teléfono.

– Jesús bendito. ¿La llamaste?

– Es mi madre. Claro que la llamé. No quería que se preocupase si Gilbert se presentaba en su casa. ¿Qué hay de malo?

– Que si Gilbert se presenta en su casa, le dirá dónde estás.

– No se lo dirá.

– Desde luego que lo hará. ¿Crees que Gilbert no tiene encanto para sonsacarla? Joder, olvídate del encanto. La molerá a golpes. Desde luego que se lo dirá. Lo hice yo. En cuanto empezó a romperme dedos, canté de plano. ¿Se lo advertiste por lo menos?

– ¿Qué?

– Oh, vamos -dijo Ray. Se frotó la cara con la mano, desfigurándose las facciones.

– Oye, Ray, no tienes por qué tratarme como si fuera idiota.

– Todavía no lo comprendes, ¿eh? Ese tío quiere matarme. Y también te matará a ti. Matará a Kinsey, a mi madre y a todo el que se interponga en su camino. Quiere el dinero. Para él no eres más que un medio para conseguir un fin.

– ¿Y cómo nos va a encontrar? -dijo Laura-. No nos encontrará.

– Hay que irse de aquí. -Ray se puso en pie, arrojó la servilleta en la mesa y se me quedó mirando. Los dos sabíamos que en cuanto Gilbert conociese nuestro paradero, aparecería en menos de una hora.

– Estoy de acuerdo -dije, echando la silla atrás.

Laura estaba atónita.

– Ni siquiera habéis terminado de comer. ¿Qué os pasa?

Ray se volvió hacia mí.

– Vístete. Mamá, ponte el abrigo. Apaga el fuego. Déjalo todo como está. Ya lo arreglaremos más tarde.

Su pánico era contagioso. Helen miró a su alrededor y dijo con voz trémula:

– ¿Qué pasa, hijo? No entiendo lo que ocurre. ¿Por qué nos vamos? Aún no he servido el helado.