– El se quedó otros quinientos para su uso personal, lo que, después de cuarenta y un años, nos da un total de cuatrocientos noventa y dos mil dólares -dijo Ray-. Haz las cuentas tú mismo. Si nos llevamos medio millón entonces, sólo pueden quedar unos ocho mil dólares.
Gilbert se acercó a Ray y le clavó el cañón de la pistola bajo la barbilla, con fuerza.
– ¡Maldita sea! ¡Sé que había más y lo quiero! Y voy a volarte la cabeza en el acto si no me lo das.
– Matarme no te servirá de nada. Si me matas, pierdes la oportunidad -dijo Ray sin moverse-. Si falta algo, es posible que lo encuentre. Sé cómo trabajaba la cabeza de Johnny. Y tú no tienes ni idea sobre su forma de administrarse.
– Encontré la chapa, ¿no?
– Sólo porque te hablé de ella. Jamás la habrías encontrado sin mí -dijo Ray.
Gilbert apartó la pistola con cara de pocos amigos. Sus movimientos eran espasmódicos.
– Oye el plan. Me llevo a Laura conmigo. Preséntate mañana con algo o morirá, ¿me has entendido?
– Oye, vamos. Sé razonable. Necesito tiempo -dijo Ray.
– Mañana.
– Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.
– Yo sí. O me traes el dinero o se va al otro barrio.
– ¿Cómo te encontraré?
– No te preocupes por eso. Ya te encontraré yo -dijo Gilbert.
Helen hizo una mueca y se frotó las nudosas manos.
– ¿Qué le pasa a usted?
– Otra vez me ha dado la artritis. Me duele.
– ¿Quiere que se la cure? Yo se la curo en un santiamén con esto -dijo Gilbert, agitando la pistola. Se volvió hacia Ray. Helen levantó la mano para llamar su atención-. Qué.
– Ya llevo sentada demasiado rato. Lo malo de la vejez es que no puedes hacer lo mismo más de cinco minutos seguidos. Quisiera levantarme y espero que no le importe.
– Maldita vieja. Levántese, acuéstese o póngase a bailar por la habitación.
Helen se echó a reír, confundiendo al parecer la ira criminal de Gilbert con un simple enfurruñamiento. Una pompa de desesperación me subió por la boca del estómago. Puede que la senilidad se le manifestase en todos los aspectos de la vida. Gilbert la habría matado sin vacilar, nos habría matado a todos, pero Helen no parecía haberse dado cuenta. Las amenazas de Gilbert le traían sin cuidado. Puede que fuera mejor así. A la edad que tenía, habría sido una hazaña vencer el miedo. Un ataque de nervios habría bastado para provocarle un infarto. A mí también, para el caso.
Gilbert la apuntó con el arma.
– Póngase en pie, pero compórtese -dijo-. No quiero que salga corriendo para avisar a nadie. -Bajaba la voz cuando hablaba con Helen, adoptando una actitud parecida al coqueteo. También podríamos hablar de «condescendencia», pero la anciana no se enteraba de nada.
Helen dio al aire un manotazo de desestimación.
– Me temo que mis días de correr ya pasaron. En cualquier caso, no es por mí por quien tiene que preocuparse. Es por mi amiga, Freida Green.
Por lo menos había despertado el interés de Gilbert. Le vi reprimir una sonrisa, fingiendo que la tomaba en serio.
– Ja, ja, ¿quién es esa Freida, una alborotadora de tomo y lomo?
– Y que lo diga. Pero si es por eso, yo también. ¿Sabe cómo me llamaba mi difunto marido? Helena de Troya. ¿No lo entiende? Que armo la de Troya.
– Lo entiendo, abuela. ¿Quién es Freida? ¿Podría presentarse sin avisar?
– Es una vecina. Vive dos casas más allá con su amiga Minnie Paxton, pero ahora están fuera. No lo he comentado con nadie, pero para mí que las dos son amantes. Bueno, hace cosa de cuatro meses tuvimos una epidemia de robos. Así lo llamaron, epidemia, como cuando muchas personas contraen la misma enfermedad. Dos policías simpáticos vinieron al barrio y nos hablaron de la defensa personal. Minnie aprendió a dar coces de lado y Freida se dio una costalada cuando quiso imitarla.
Ray me clavó la mirada, pero no conseguí descifrar el mensaje. Seguramente era la desesperación pura que le producía la trivialidad de la conversación.
Gilbert se echó a reír.
– Ay, Señor, Señor, me habría gustado verlo. ¿Cuántos años tiene la vieja ésa?
– Vamos a ver. Creo que Freida tiene treinta y uno. Minnie es dos años más joven y está en mejor forma física. Freida se partió la rabadilla y se puso como loca. ¡Uuuh! Dijo que para combatir el delito tenía que haber métodos mejores que dar patadas a las rodillas de la gente.
Gilbert cabeceó con escepticismo.
– Pues no sabría qué decirle. Joderle la rodilla a un tío duele que da gusto -dijo.
– Bueno, sí -dijo Helen-, pero primero hay que acercarse para dar la patada y eso no siempre es fácil. Y encima yo no sé mantener bien el equilibrio.
– Tampoco el de Freida es bueno, por lo que cuenta usted. ¿Qué sugería ella?
– Se ofreció ella misma a clavar debajo de la mesa de todos los vecinos un par de hierros, para guardar allí una escopeta cargada. Fíjese.
Helen se inclinó un poco de lado mientras se levantaba, se apartó de la mesa y sacó una escopeta de dos cañones de noventa centímetros de longitud y doce milímetros de calibre. Sujetó la culata entre el antebrazo y el costado, apoyando aquélla en la cadera derecha. Los cuatro nos la quedamos mirando, hechizados por la aparición de un arma tan peligrosa en manos de una persona que un nanosegundo antes parecía totalmente inofensiva y ajena a todo. El efecto, por desgracia, lo echaba a perder la edad, porque la pobre veía tan mal que apuntaba a la ventana, no a Gilbert, detalle que no se le escapó al interesado. Este hizo una mueca y exclamó:
– ¡Oiga! Aparte ese arma.
– Aparte usted la suya si no quiere conocer el más allá -dijo Helen. Reculó hacia la pared, dueña totalmente de la situación de no ser por el asunto de la puntería, que no era para tomárselo a risa. La prieta carne de los brazos le temblaba y saltaba a la vista que apenas podía sostener el cañón del arma, incluso apuntando mal. El corazón me empezó a latir con fuerza. Esperaba que Gilbert disparase en cualquier momento, pero por lo visto no se había tomado en serio a Helen.
– Esa escopeta pesa mucho -dijo Gilbert-. ¿Seguro que la puede sostener?
– Un rato -dijo Helen.
– ¿Cuánto pesa? Tres kilos y pico, ¿no? Parece una bagatela hasta que se soooostiene un buen rato. -Prolongó la primera sílaba de «sostiene» para recalcar el hecho y me sentí agotada sólo de oírla, pero no pareció hacer mella en Helen.
– Pienso apretar el gatillo mucho antes de que se me cansen los brazos. Quien avisa no es traidora. Un cañón está cargado con perdigones del nueve y en el otro hay un misil de precisión que se te llevará la cara por delante.
Gilbert volvió a reír. Por lo visto era verdad que le hacía gracia la actitud de la anciana.
– Vamos, Helena de Troya, ésas no son formas. ¿Y la artritis? Creía que le dolía mucho.
– Es verdad. Me duele. Me afecta a todas las articulaciones, menos a la del índice. Fíjate. -Helen giró el cañón hacia la izquierda, apuntó a Gilbert y apretó el gatillo. ¡Bum! Vi un chorro de chispas amarillas. El estampido fue ensordecedor, llenó la cocina entera. De la boca de los cañones brotó una furiosa ola de aire y gas, seguida de un aro de humo. La masa de perdigones pasó rozando la oreja derecha de Gilbert, siguió su trayectoria ascendente e hizo añicos la ventana de la cocina. Los perdigones periféricos le arrancaron el lóbulo y la parte superior del hombro, y los haces del material proyectado le arañaron el cuello, pintándoselo de sangre. Laura dio un grito y se arrojó al suelo, pero yo llegué antes que ella. La sobresaltada reacción de Ray volcó su silla. Gilbert gritó de dolor e incredulidad, levantando las manos. La pistola que empuñaba dio un salto hacia delante y resbaló en el suelo.
El retroceso había lanzado a Helen contra la pared, mientras los cañones salían despedidos hacia arriba y la culata le asestaba un golpe en la cadera. Se recuperó y volvió a colocar la escopeta en posición, lista para hacer fuego. Gilbert tenía la mejilla derecha embadurnada de rojo como si sufriera una alergia repentina, y la sangre comenzaba a extendérsele por el pelo, encima de la oreja derecha. El aire olía al perfume acre de la pólvora y percibí al instante un sabor dulzón al final de la lengua.