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Salió disparada en dirección al parque, primero tan descontrolada y tan deprisa que enseguida se quedó sin aliento. Redujo el paso y procuró tomar un ritmo equilibrado, respirar bien, acomodar el cuerpo. Poco a poco fue entrando en esa cadencia relajante e hipnótica de las buenas carreras, sus pies casi ingrávidos tocando la acera al compás de los latidos del corazón. Por encima de su cabeza, las pantallas públicas derramaban los estúpidos mensajes habituales, gracietas juveniles, clips musicales, imágenes privadas de las últimas vacaciones de alguien o noticias cubiertas por periodistas aficionados. En una pantalla vio cómo estallaba un Ins en Gran Vía, por fortuna no causando más muerte que la suya. Menos mal que por ahora los Terroristas Instantáneos eran tan incompetentes y tan lerdos que casi nunca lograban hacer mucho daño, pensó la androide; pero cuando esos chiflados antisistema aprendieran a organizarse y a fabricar bien sus bombas caseras, los Ins se iban a convertir en una pesadilla: todas las semanas se inmolaba alguno en Madrid por no se sabía muy bien qué razón. Bruna entró en el parque por la puerta de la esquina y cruzó el recinto en diagonal. No era un parque vegetal, sino un pulmón. A la rep le gustaba correr entre las hileras de árboles artificiales porque le era más fácil respirar: absorbían mucho más anhídrido carbónico que los parques auténticos y realmente se notaba la elevada concentración de oxígeno. Yiannis le había contado que, décadas atrás, los árboles artificiales se construían imitando más o menos a los verdaderos, pero ya hacía mucho que se habían abandonado esas formas absurdamente miméticas para buscar un diseño más eficiente. La androide conocía por lo menos media docena de modelos de árboles, pero los de este parque-pulmón, propiedad de la Texaco-Repsol, eran como enormes pendones de una finísima red metálica casi transparente, tiras flotantes de un metro de anchura y tal vez diez de altura que se mecían con el viento y producían pequeños chirridos de cigarra. Cruzar el parque era como atravesar las barbas de una inmensa ballena.

Cuando salió al otro lado, Bruna se sorprendió a sí misma torciendo hacia la derecha, en vez de ir a la izquierda y regresar a casa por la avenida de Reina Victoria, como tenía pensado. Trotó durante un minuto sin saber muy bien adónde iba, hasta que comprendió que se dirigía hacia los Nuevos Ministerios, uno de los agujeros marginales de la ciudad, una zona de prostitución y de venta de droga: tal vez pudiera encontrar allí algún traficante de memoria. No era el sitio más recomendable por el que pasearse de noche y sin armas, pero, por otra parte, un rep de combate haciendo deporte tampoco debía de ser el objetivo más deseable para los malhechores.

Pese a su nombre, los Nuevos Ministerios eran muy viejos. Habían sido construidos dos siglos atrás como centros oficiales; se trataba de un conjunto de edificios unidos entre sí que formaban una gigantesca mole zigzagueante, y debió de ser un mamotreto de cemento feo e inhóspito desde el momento de su inauguración. Durante las Guerras Robóticas los Nuevos Ministerios fueron empleados para realojar a las personas desplazadas, y luego no hubo manera de sacarlas de allí. Los refugiados iniciales realquilaron cuartos de forma ilegal a otros inquilinos y el entorno se degradó rápidamente. Las ventanas estaban rotas, las puertas quemadas y los antiguos jardines eran mugrientas explanadas vacías. Pero también había bares bulliciosos, sórdidos fumaderos de Dalamina, cabarets miserables. Todo un mundo de placeres ilegales regido por las bandas del lugar, que eran quienes pagaban por los derechos del aire.

Bruna llegó al perímetro exterior de los Nuevos Ministerios y pasó frente al Cometa, el local más famoso de la zona, un antro fronterizo hasta el que llegaban algunos clientes acomodados deseosos de asomarse al lado oscuro de la vida. La música era atronadora y en las proximidades de la puerta había bastantes personas. La mayoría, cuerpos de alquiler, calculó la detective con una rápida ojeada. Justo en ese momento un chaval de aspecto adolescente se emparejó con ella y se puso a trotar a su lado.

– Hola, chica fuerte… Veo que te gusta el deporte… ¿Te apetece hacer gimnasia conmigo dentro? Hago maravillas…

Bruna le miró: tenía los típicos ojos de pupila vertical, pero se le veía demasiado joven para ser un androide. Claro que podía haberse hecho una operación estética… Aunque lo más probable era que llevara lentillas para parecer un rep. Muchos humanos sentían una morbosa curiosidad sexual por los androides, y los prostitutos se aprovechaban de ello.

– ¿Eres humano o tecno?

El muchacho la miró, dubitativo, sopesando qué respuesta le convenía más.

– ¿Qué prefieres que sea?

– En realidad me importa un rábano. Era curiosidad, no negocios.

– Venga, anímate. Tengo caramelos. De la mejor calidad.

Caramelos. Es decir, oxitocina, la droga del amor. Una sustancia legal que compraban las parejas estables en las farmacias para mejorar y reverdecer su relación. Ahora bien, los caramelos eran cócteles explosivos de oxitocina en dosis masivas combinada con otros neuropéptidos sintéticos. Una verdadera bomba, por supuesto prohibida, que Bruna había tomado alguna vez con fulminante efecto. Pero no era ni el momento ni el lugar.

– No pierdas tu tiempo. Te lo digo en serio. No quiero nada de lo que ofreces.

El joven frunció ligeramente el ceño, algo disgustado pero lo suficientemente profesional como para seguir siendo encantador. Como siempre se repetía a sí mismo, un rotundo no de hoy podía ser un sí-clávamela de mañana.

– Está bien, cara rayada… Otro día será. Y yo que tú, guapa, no seguiría corriendo por ahí… Es una zona mala, incluso para las chicas fuertes.

Habían llegado al primer edificio, allí donde empezaban las oscuras explanadas del interior. El tipo dio la vuelta y comenzó a trotar hacia la ya lejana luz del Cometa. Entonces Bruna tuvo una idea.

– ¡Espera!

El chico regresó, sonriente y esperanzado.

– No, no es eso -se apresuró a decir la rep-. Es sólo una pregunta: los caramelos se los comprarás a alguien, ¿no?

– ¿Quieres que te pase alguno?

– No, tampoco es eso. Pero me interesan los que venden drogas. ¿Conoces a los traficantes de por aquí?

Al muchacho se le borró la sonrisa de la boca.

– Oye, no me busques líos. Yo me largo.

Bruna le agarró por el brazo.

– Tranquilo. No soy policía, tampoco camello, no tengas miedo. Te daré cien ges si contestas unas preguntas sencillísimas.

El prostituto se quedó pensando.

– Primero dame el dinero y luego te contesto.

– Está bien. No llevo efectivo, así que ponte en modo receptor.

Activaron los móviles y Bruna tecleó en el suyo la cantidad de 100 gaias y envió la orden. Un pitido señaló la transferencia del dinero.

– Vale. Tú dirás.

– Estoy interesada en las memorias artificiales. ¿Sabes de alguien que venda por aquí?