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– Siéntate, Husky -ordenó sin volverse.

Había un sillón de polipiel y una silla roja de alacrilato. La detective escogió la silla: no quedaría tan hundida. Pasaron unos segundos interminables sin que nada sucediera y luego Valo se volvió. No era fea, por supuesto. Todos los tecnos tenían rasgos regulares y armónicos (a veces Bruna pensaba que ésta era una de las razones por las que los humanos no les querían), aunque no todos eran igual de atractivos. La jefa de seguridad, por ejemplo, resultaba más bien desagradable. Las replicantes de combate tenían poco pecho porque era más operativo a la hora de luchar; pero Nabokov se había implantado unos enormes senos que llevaba muy levantados y muy desnudos, como una gran bandeja de carne bajo su rostro cuadrangular y pálido.

– Dime algo -barbotó.

– ¿Algo de qué?

– Llevas dos días trabajando para nosotros. Dime qué has descubierto. Dime quién le ha hecho esto.

– No sé nada todavía.

La mujer clavó en ella unos ojos llameantes. Grandes ojeras sombreaban su cara.

– La has perdido. Es tu culpa. Era tu responsabilidad y no has hecho nada.

– Chi no me contrató para que la protegiera, sino para investigar la muerte de los reps. En realidad su seguridad dependía de ti.

La tecno cerró los ojos con un casi imperceptible gesto de dolor. Luego volvió a mirar a Bruna con cara de loca. Tenía el moño medio deshecho y parecía uno de esos medallones antiguos de las Furias que Yiannis le había enseñado alguna vez.

– Vete.

– Espera un momento, Nabokov, lamento tu pérdida, pero es importante que hablemos…

– ¡Vete!

– Myriam me llamó ayer. Creo que tenía algo que contarme, quizá hubiera descubierto algo. Me dijo que viniera a verla esta mañana a las nueve.

Valo se quedó mirándola de hito en hito y Bruna acabó bajando los ojos. Se fijó en las manos de la androide: grandes, huesudas, temblorosas. Unas manos crispadas que, cosa extraordinaria, parecían cubiertas de unas pecas regulares y oscuras. No, no eran pecas: eran unas pequeñas heridas a medio cicatrizar, tal vez quemaduras.

– Pero no has venido… -susurró Valo.

– ¿Qué?

– A la cita de las nueve. No has venido.

Bruna se turbó.

– Cierto. Me… retrasé. Y luego vi las noticias.

Y en ese momento tan absolutamente inapropiado aterrizó en la cabeza de la detective el pequeño pensamiento que antes le había estado eludiendo: no era sólo extraño que Hericio tuviera tantos datos. También era raro que los tuviera Chi. ¿Cómo había llegado la líder rep a saber todo eso? ¿Y cómo demonios conocían tanto uno como otra que todos los implicados tenían insertada una memoria adulterada? ¿Quién les habría proporcionado una información que sólo poseía la policía? Después de todo, tal vez las teorías de la conspiración tuvieran alguna base real… Además, esa obsesión de las víctimas con los ojos no podía ser efecto de un deterioro casual de las memas.

Todo esto pensó Bruna en un instante mientras Valo daba la vuelta a la mesa y se dejaba caer cansadamente en el asiento junto a la pantalla. Luego la mujer levantó la cara y la miró con dureza.

– Estás despedida.

– ¿Despedida?

– Lárgate. Ahora mismo.

Mierda, me voy a comer los 3.000 ges que me costó la memoria artificial, se preocupó de entrada la detective con un pellizco de angustia financiera. E inmediatamente después se dijo: pero no puede ser, no quiero dejar el tema, tengo que aclarar lo que ha sucedido. Tengo que seguir investigando.

– Está bien, me voy, pero antes contéstame por favor una sola cosa, ¿cómo se enteró Chi de…?

– No hay nada más que hablar. Ya no trabajas para nosotros. Estás fuera del caso. Quédate con el dinero del adelanto. Con eso estamos en paz. Y ahora… ¡fuera de aquí!

No, no estaban en paz porque Bruna había cometido la locura de comprar una mema en el mercado negro, pero ése no era el mejor momento para hablar de cuentas de gastos: Valo parecía estar verdaderamente fuera de sí. La detective se levantó y salió del cuarto, más irritada por todas las preguntas que no había conseguido plantear que por la aspereza de su súbito cese. Iba a toda prisa por el corredor hacia la salida, ensimismada y rumiando sus dudas y sus deudas, cuando se topó con Habib, el ayudante personal de la líder rep. Lo había conocido dos días antes: él había sido quien le había proporcionado los datos sobre las primeras muertes y la provisión de fondos. Era un tecno de exploración brillante y encantador. Si no fuera porque Bruna no quería volver a intimar con otros androides, hubiera sido fácil coquetear con él.

– Vaya, Husky, ¿adónde vas tan deprisa? Venía a buscarte.

– Me acaban de despedir. Si era a eso a lo que venías, ya está hecho.

Habib abrió los ojos sorprendido.

– Pero ¿qué dices? ¿Ha sido Valo? No le hagas caso. Está como loca, y lo entiendo. Todos estamos un poco desquiciados. Ha sido un golpe espantoso.

Su voz vibró un poco, tal vez a punto de quebrarse.

– Sí… También a mí me ha impresionado.

– No te vayas, Bruna. Ahora te necesitamos más que nunca. Ven, vamos a mi despacho.

Todos los cuartos del MRR eran iguales, austeras y monacales celdas militantes, como si los adornos estuvieran prohibidos por la ideología. Pero por lo menos sobre la mesa de Habib había un ramito de mimosas en un vaso.

– ¿Son naturales?

El hombre sonrió de medio lado.

– Es una holografía. Hablando de eso, creo que tienes todavía la bola holográfica de Myriam… la de la amenaza…

Bruna recordó que había dejado en marcha un análisis exhaustivo de las imágenes. Ya debía de estar finalizado y no había visto todavía los resultados.

– Sí. Estaba haciendo unas últimas pruebas. Te la devolveré esta misma tarde. Entonces, ¿sigo o no sigo con el caso?

– Claro que sigues. Ya hablaré con Valo. Además, ella no tiene autoridad para echarte.

– ¿Y tú?

– Yo sí, aunque no voy a hacerlo. Pero si lo que quieres es saber cómo queda el poder en el MRR tras la muerte de Myriam, te diré que yo soy su sucesor hasta que se celebre la asamblea extraordinaria que acabo de convocar. Será dentro de quince días.

– ¿Y entonces qué pasará?

– Lo más probable es que me ratifiquen en el cargo. Pero esto no quiere decir que yo haya asesinado a Myriam para ocupar su lugar -aseveró con una risa seca y carente de toda alegría.

– ¿Asesinado?

– Estoy convencido de que ella no se habría metido una mema.

– Yo también. Por cierto, y hablando de memorias adulteradas, ¿cómo os enterasteis de los casos antiguos?

– Fue cosa de Myriam. Un día llegó con esos datos. Estaba muy preocupada.

– Pero ¿quién se los proporcionó?

– No lo sé. Sólo me dijo que se los había dado alguien de confianza.

– ¿No te extrañó que supiera lo de las memas? Es algo que sólo se puede conocer teniendo acceso a los informes oficiales de las autopsias…

– Pues no, no me extrañó nada. Myriam siempre estaba increíblemente bien informada. Tenía confidentes y contactos en todas partes. Incluso tenía algún amigo memorista. Era una mujer extraordinaria.