– No, ahórrate esa parte, sé cómo era el mensaje. Habib me informó. Lo que quiero saber es el resultado de tu análisis.
– Las imágenes del destripamiento son de un cerdo y hay un 51 % de probabilidades de que no provengan de ningún matadero legal, sino que sea algo doméstico. Y no conseguí encontrar ningún rastro, ningún dato, ningún indicio, ninguna credencial. Sólo…
– ¿Sólo?
– ¿Puedo usar tu mesa holográfica?
– Claro.
Bruna pidió la conexión desde su ordenador móvil y Lizard se la concedió. Segundos después se formó delante de ellos el mensaje amenazante. La mesa tenía una resolución magnífica y la imagen era a tamaño naturaclass="underline" resultaba bastante desagradable. Cuando la película acabó, la detective tocó la pantalla de su muñeca e hizo pasar el vídeo original del cerdo, limpio y reconstruido. Enfocó sobre el cuchillo y agrandó y perfiló la imagen hasta que se vio el ojo del rep.
– Mmmm… De modo que la secuencia fue grabada por un tecnohumano -murmuró Lizard, pensativo-. Interesante.
– Puedes quedarte con una copia del análisis.
– Gracias. Entonces, ¿no te suenan de nada los dos androides que trabajaban para el MRR?
– No los había visto en mi vida -dijo Bruna con el perfecto aplomo de quien dice la verdad-. Pero se me ocurre que podrías hacerlos pasar por un programa de reconocimiento anatómico para comprobar si el ojo que se ve en el cuchillo corresponde a alguno de ellos. Por cierto, ¿dónde habéis encontrado los cadáveres?
Lizard rebañó con el dedo el último grumo de queso blando que quedaba en el plato y se lo comió con delectación. Hizo una mueca de preocupación antes de hablar.
– Eso es lo más curioso… Hemos encontrado a todos los muertos en el mismo sitio… En Biocompost C.
Es decir, en uno de los cuatro grandes centros de reciclaje de basuras de Madrid.
– ¿En el vertedero?
– Los dos tecnos estaban tumbados sobre la montaña de detritus más reciente… Como si los hubieran colocado cuidadosamente allí. Los robots basureros están programados para detectar residuos sintientes y avisar, de modo que detuvieron los trabajos y lanzaron la alarma. Y en esa misma montaña, un poco enterrados, estaban los otros cadáveres, más antiguos y en diversos estados de descomposición. En los hologramas que has visto los cuerpos estaban reconstruidos, pero los dos hombres debían de llevar muertos por lo menos un mes.
– Es decir que estaban en otra parte y los llevaron a Biocompost C.
– Exacto, era como si alguien hubiera querido que los descubriéramos a todos juntos y que por lo tanto uniéramos los casos. Pistas criminales obvias para detectives imbéciles.
Bruna sonrió. Este hombrón de voz perezosa tenía cierta gracia. Aunque convenía no confiarse.
– Lizard, sé que ha habido antes otros casos de muertes de reps parecidas. Antes de las que han salido a la luz esta semana… Cuatro más. El fascista de Hericio lo dijo en las noticias… Y Chi las estaba investigando.
Lizard enarcó las cejas, por primera vez verdaderamente sorprendido.
– ¿También lo sabía Chi? Vaya… Era el secreto más conocido de la Región… ¿Y qué es lo que sabía, exactamente?
– Que eran tres hombres y una mujer, todos tecnohumanos, todos suicidas, ninguno asesinó a nadie antes de matarse. Se quitaron la vida por diversos métodos, todos bastante habituales: cortarse las venas, sobredosis de droga, arrojarse al vacío… Los tres últimos, quiero decir los últimos en el tiempo, los más recientes, se sacaron un ojo. Y todos llevaban una mema adulterada.
– ¿Y nada más? ¿No conocía ningún otro detalle que relacionara a los muertos?
– Chi no había encontrado nada que les uniera. Parecen víctimas elegidas al azar.
– Puede ser, Bruna. Pero además… todos tenían tatuada en el cuerpo la palabra «venganza».
– ¿Todos?
– Los siete.
– ¿También Chi?
– También.
– No lo vi.
– Estaba en su espalda.
– Gándara no me lo dijo.
– Anoche te fuiste muy deprisa. Mira.
En el aire flotó el primer plano de una espalda. Larga, ondulante, blanca. Pero manchada por los trazos violetas de unos cardenales. Cerca del suave comienzo de las nalgas estaba escrita la palabra «venganza» con una letra muy distintiva, apretada, entintada y redonda. El vocablo mediría unos cuatro centímetros de ancho por uno de alto. Tenía ese amoratado color de uva de los tatuajes realizados con pistola de láser frío, como el de Bruna. Se curaban en el mismo instante en que se hacían.
– Es Chi -explicó el hombre-. Pero todos los tatuajes son iguales y están en el mismo lugar.
Lizard apagó la mesa y miró a Bruna con una pequeña sonrisa.
– Me parece que te estoy contando demasiadas cosas, Husky.
Y era verdad. Le estaba contando demasiadas cosas.
– Dime sólo algo más, Lizard… ¿qué contienen las memas mortales?
– Más que memas, son programas de comportamiento inducido… Unas piezas de bioingeniería muy notables. Y los implantes evolucionaron de una víctima a otra… Es decir, sus programas se fueron haciendo más complejos…
– Como si los primeros muertos fueran prototipos…
– O ensayos prácticos, sí. Los implantes disponen de una dotación de memoria muy corta… Treinta o cuarenta escenas, en vez de los miles de escenas habituales.
– Lo normal son quinientas.
– ¿Tan pocas? Bueno, en estas memas sólo hay unas cuantas escenas que hacen creer a la víctima que es humana y que ha sido objeto de persecución por parte de los reps… de los tecnos. Y luego hay otras escenas que son como premoniciones… Actos compulsivos que la víctima se ve obligada a cumplir. Algo semejante a los delirios psicóticos. Los implantes inducen una especie de psicosis programada y extremadamente violenta. El impacto es tan fuerte que les destroza el cerebro en pocas horas, aunque no sabemos si esa degeneración orgánica subsiguiente es algo buscado o un efecto secundario e indeseado del implante.
– ¿Y la obsesión con los ojos?
– Lo de cegarse o cegar a alguien aparece a partir de la segunda víctima. Es una de las escenas delirantes. Algo voluntariamente inducido, sin duda.
– Una firma del criminal. Como el tatuaje.
– Tal vez. O un mensaje.
Detrás de todo esto tenía que haber alguien muy enfermo, pensó Bruna. Una mente perversa capaz de disfrutar con la enucleación de un globo ocular. De un ojo rep. Venganza y odio, sadismo y muerte. La detective sintió un vago malestar rodando por su estómago. Seguramente había comido demasiado.
– ¿Y por qué no se ha dicho nada de esto públicamente? ¿Por qué se oculta lo de los implantes?
Lizard miró fijamente a Bruna.
– Siempre es útil reservarse algún dato que sólo puede saber el criminal -dijo al fin con su voz letárgica tras un silencio un poco excesivo.
– Para eso ya teníais los tatuajes. ¿Por qué callar algo que demuestra que los reps también son víctimas y no sólo furiosos asesinos?
Nuevo silencio.
– Tienes razón. Hay órdenes de arriba de no decir nada. Órdenes que me incomodan. En este caso están sucediendo cosas que no entiendo. Por eso me he puesto en contacto contigo. Creo que podemos ayudarnos mutuamente.
Bruna se tocó el estómago con disimulo. La sensación de náusea había aumentado. Algo marchaba mal. Algo marchaba muy mal. ¿Por qué le contaba Lizard todo esto? ¿Por qué había sido tan generoso en sus confidencias? ¿Y cómo se le ocurría decir tan abiertamente que desconfiaba de sus superiores? ¿Allí? ¿En la sede de la Policía Judicial? ¿En un lugar en donde probablemente todas las conversaciones se registraban? Notó que se le erizaba la pelusa rubia que crecía a lo largo de su columna vertebral. Era como una tenue oleada eléctrica que ascendía por su espalda y siempre le sucedía antes de entrar en combate. O cuando se encontraba en situación de peligro. Y ahora estaba en peligro. Esto era una trampa. Miró el rostro pesado y carnoso de Lizard y lo encontró repulsivo.