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– Me tengo que ir -dijo abruptamente mientras se ponía en pie.

El hombre enarcó las cejas.

– ¿Y estas prisas?

Bruna se contuvo y fingió una calma casi amable.

– Ya nos hemos dicho todo, ¿no? Yo no sé más. Y tú no me dirás más. Tengo una cita y llego tarde. Estaremos en contacto.

Todavía sentado, Lizard la agarró por la muñeca.

– Espera…

La androide sintió la mano caliente y áspera del hombre sobre su piel y tuvo que hacer uso de todo su control para no darle un rodillazo en la cara y liberarse. Le miró con ojos interrogantes y fieros, aún medio de perfil, sin abandonar su impulso de largarse.

– Sí que tienes algo que contarme… Tú fuiste atacada por Cata Caín…

Bruna resopló y se volvió de frente hacia él. Lizard la soltó.

– Sí. Consta en el informe policial. ¿Y?

– Estabas en una de las escenas inducidas de la mema de Caín. Según el programa, tu vecina tenía que espiarte, ir a tu piso, estrangularte con el cable hasta dejarte inconsciente, atarte, sacarte los ojos y después rematarte.

A su pesar, Bruna quedó impresionada con la noticia. Abrió la boca, pero no supo qué decir.

– ¿No es interesante? Ahí está tu nombre, Bruna Husky, en la escena de la mema. Tu nombre y tu imagen y tu dirección. ¿Por qué crees que estás incluida en un implante asesino?

– Entonces, ¿me has traído para interrogarme?

– No te estoy interrogando. Oficialmente, digo. Sólo te estoy preguntando.

– Pues yo te contesto que no tengo ni idea.

– Es curioso. Deberías haber sido una víctima, pero no lo fuiste. ¿Cuestión de suerte? ¿O de conocimiento previo?

– ¿Qué insinúas?

– Tal vez conocías el contenido de la mema. Tal vez incluso colaboraste en la fabricación del implante.

– ¿Para qué iba a poner yo la escena inducida de mi asesinato?

Lizard sonrió encantador.

– Para tener una magnífica coartada.

Bruna se sintió aliviada. Ah, le prefería así, actuando al descubierto contra ella, claramente hostil. Devolvió la sonrisa.

– Me temo que, al final, no vamos a terminar siendo tan amigos… -dijo.

Y dio media vuelta y se marchó. Estaba cruzando el umbral de la puerta cuando escuchó a sus espaldas la respuesta del policía:

– Es una pena…

El maldito Lizard parecía ser de esos hombres que siempre se empeñaban en soltar la última palabra.

En realidad Bruna sí tenía una cita, aunque casi se le había olvidado. Desde hacía tres meses, todos los sábados, a las 18:00 en punto, iba a un psicoguía. El problema había empezado medio año atrás. Una tarde Bruna estaba en su casa viendo una película y, de repente, la realidad se marchó. O más bien fue ella quien salió de escena. La pantalla, la habitación, el mundo entero pareció alejarse al otro lado de un largo tubo negro, como si Bruna estuviera mirando las cosas desde el extremo de un túnel. Al mismo tiempo, rompió a sudar y a tiritar, le castañetearon los dientes, las piernas le temblaron. Se sintió súbitamente aplastada por un terror pánico como nunca jamás antes había experimentado. Y lo peor era que no sabía qué la aterrorizaba tanto. Era un miedo ciego, indescifrable. Loco. Un súbito apagón de la cordura. La crisis duró apenas un par de minutos, pero la dejó agotada. Y rehén permanente del miedo al miedo. Del temor a que el ataque se repitiera. Que desde luego se repitió unas cuantas veces, siempre en los momentos más inesperados: corriendo por el parque, comiendo en un restaurante, viajando en tram o en metro.

De entrada acudió a una psicomáquina, como otras veces había hecho durante sus años de milicia. Los combatientes solían usar las cajas bobas tras algún combate especialmente duro o en épocas de extremada tensión bélica. Entrabas en el pequeño cubículo de la psicomáquina; te sentabas en el sillón, te ponías el casco con los electrodos, colocabas las yemas de los dedos en los sensores y contabas a la caja lo que te pasaba; y se suponía que la psicomáquina te aconsejaba verbalmente, estimulaba suavemente tu cerebro con ondas magnéticas y, si eso no era suficiente, te expendía alguna píldora adecuada. Los androides iban en busca de eso, de las píldoras. Ansiolíticos, relajantes, estimulantes, estabilizantes, euforizantes, antidepresivos. Sabían cómo hablar con la caja para conseguir lo que deseaban y las sesiones costaban tan sólo quince ges, drogas aparte.

Pero en esta ocasión la detective no sabía qué necesitaba, qué buscaba.

– Has tenido un ataque de angustia -había dictaminado la caja con vibrante tono de barítono (Bruna había seleccionado voz de hombre en la opción de sonido).

– Pero ¿por qué?

– Los ataques de angustia son una consecuencia del miedo a la muerte -dijo la psicomáquina.

Como si eso aclarara algo. La androide llevaba toda su corta vida abrumada por la conciencia de la muerte, y desde luego había estado en peligro mortal bastantes veces sin que eso le provocara ninguna crisis, antes al contrario, el riesgo bombeaba en su organismo una especie de lucidísima y fría calma. Era uno de los aportes de la ingeniería genética, una de las mejoras hormonales con las que venían dotados los reps de combate. Pero, de golpe, una tarde, viendo una estúpida película en su casa, se había desmoronado. ¿Por qué?

Dado que la caja boba no había calmado su inquietud, se planteó la posibilidad de visitar a un psicoguía. Desde que la psicóloga peruana Rosalind Villodre había desarrollado en los años ochenta su teoría posfreudiana del Maestro, sus seguidores se habían puesto muy de moda. Cerca de casa de Bruna había un Mercado de Salud, una de esas galerías comerciales especializadas en terapias más o menos alternativas, y en la planta baja estaba la consulta de un psicoguía llamado Virginio Nissen. Una tarde la detective entró allí con la vaga intención de informarse y salió con el compromiso de volver todos los sábados; de una manera un tanto inexplicable, el hombre se las había arreglado para imponerle esa obligación. La rep llevaba dos meses sin sufrir crisis de angustia, pero dudaba mucho que fuera gracias a Nissen. En todo caso quizá se debiera a las ochenta gaias que le costaba la media hora de tratamiento: no tenía más remedio que sanar para poder ahorrárselas.

Y ahora Bruna se encontraba tumbada en una cama de privación sensorial, sobre un colchón de tenues aerobolas y con unas gafas virtuales que le hacían sentir en mitad del cosmos. Flotaba plácidamente en la negrura estelar, ingrávida e incorpórea. A ese lugar remoto de confort llegó la voz ligeramente melosa de Virginio Nissen.

– Dime tres palabras que te duelan.

Había que responder deprisa, sin pensar.

– Herida. Familia. Daño.

– Descartemos la primera: demasiado contaminada semánticamente. Piensa en familia y dime otras tres palabras que te duelan.

– Nada. Nadie. Sola.

– ¿Qué significa nada?

– Que es mentira.

– ¿Qué es mentira?

– Ya lo hemos hablado muchas veces.

– Una vez más, Husky.

– Todo es mentira… Los afectos… La memoria de esos afectos. El amor de mis padres. Mis propios padres. Mi infancia. Todo se lo tragó la nada. No existe, ni existió.

– Existe el amor que sientes por tu madre, por tu padre.

– Mentira.

– No, ese amor es real. Tu desesperación es real porque tu afecto es real.

– Mi desesperación es real porque mi afecto es un espejismo.

– Mis padres murieron hace treinta años, Husky.

– Te acompaño en el sentimiento, Nissen.