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– Quiero decir que mis padres tampoco existen. Sólo guardo el recuerdo de ellos. Igual que tú.

– No es lo mismo.

– ¿Por qué?

– Porque mi recuerdo es una mentira.

– El mío también. Todas las memorias son mentirosas. Todos nos inventamos el pasado. ¿Tú crees que mis padres fueron de verdad como yo los recuerdo hoy?

– Me da igual porque no es lo mismo.

– Está bien, dejémoslo ahí. ¿Y la segunda palabra, nadie? ¿Qué significa?

– Soledad.

– ¿Por qué?

– Mira… No puedes entenderlo. ¡Un humano no puede entenderlo! Quizá debería buscar un psicoguía tecno. ¿Hay tecnohumanos haciendo esto? Hasta las ratas… hasta el mamífero más miserable tiene su nido, su manada, su rebaño, su camada. Los reps carecemos de esa unión esencial… Nunca hemos sido verdaderamente únicos, verdaderamente necesarios para nadie… Me refiero a esa manera en que los niños son necesarios para sus padres, o los padres son necesarios para sus niños. Además no podemos tener hijos… y sólo vivimos diez años, lo que hace que formar pareja estable sea muy difícil, o una agonía.

La garganta se le cerró súbitamente y la detective calló por miedo a que la voz se le rompiera en lágrimas. Cada vez que rozaba el recuerdo de la muerte de Merlín la pena la anegaba con una furia intacta, como si no hubieran transcurrido ya casi dos años. Respiró hondo y tragó el nudo de dolor hasta que consiguió recuperar un control aceptable.

– Quiero decir que no eres verdaderamente importante para nadie… Puedes tener amigos, incluso buenos amigos, pero ni con el mejor de los amigos llegarías a ocupar ese lugar básico de pertenencia al otro. ¿Quién se va a preocupar por lo que me pase?

Era estupendo, se dijo Bruna con sarcasmo; era realmente estupendo pagar ochenta ges al psicoguía para conseguir amargarse la tarde y pasar un mal rato. El espacio sideral en el que flotaba, antes tan relajante, empezaba a parecerle un lugar angustioso.

– En realidad no es exactamente como dices, Husky. Ni siquiera el símil que has usado es correcto. No todos los mamíferos viven en compañía. Por ejemplo, los osos salvajes eran unos animales absolutamente solitarios durante toda su vida. Sólo se juntaban fugazmente para aparearse. De manera que…

Al demonio con los osos salvajes, pensó Bruna. Que además eran otros seres que tampoco existían: sólo quedaban osos en los parques zoológicos. La rep se arrancó las gafas virtuales y se sentó en la cama. Parpadeó varias veces, un poco mareada, mientras regresaba al mundo real. Delante de ella, repantigado en un sillón, estaba Virginio Nissen, con sus grandes mostachos trenzados, su pendiente de oro y su cráneo rasurado y encerado.

– Estoy harta. Dejémoslo por hoy.

– Perfectamente, Husky. En realidad, ya es la hora del final de la sesión.

Por supuesto: Nissen siempre tenía que mantener la última palabra. Otro controlador como Lizard, se dijo con sorna la androide mientras transfería ochenta gaias de móvil a móvil. El ordenador del hombre pitó recibiendo el dinero, el psicoguía amplió su sonrisa un par de milímetros y Bruna salió al centro comercial ansiosa de calentarse el ánimo con una copa.

Pero no. Estaba bebiendo demasiado.

En vez de meterse en el bar de enfrente de la consulta de Nissen, como a veces había hecho al terminar la terapia, se encaminó por la galería principal hacia la salida del Mercado de Salud. Le estaba costando un poco irse, le estaba apeteciendo demasiado esa copa extemporánea y solitaria, y la avidez de su sed empezó a asustarla. Verdaderamente tenía que bajar su consumo de alcohol. Muchos androides acababan alcoholizados o colgados de cualquier otra droga, sin duda espoleados por esa misma amargura que Bruna no conseguía explicar del todo a Nissen. Y también era por eso por lo que tantos reps se metían en el peligroso juego de las memas ilegales: ya que no podían vivir una verdadera vida a lo largo, en su normal duración humana, al menos podían intentar vivir varias vidas a lo ancho. Existencias superpuestas y simultáneas. Cata Caín estaba programada para arrancarle los ojos y después matarla. Volvió a sentir un escalofrío y notó que en su memoria se agolpaban antiguas escenas de violencia y de sangre, febriles retazos de su servicio bélico que normalmente conseguía bloquear. Cuatro años, tres meses y veinte días.

El centro comercial estaba atiborrado: últimamente no había nada que obsesionara tanto a la gente como la salud. Y no sólo a los tecnos, sino también a los humanos. Pese a los optimistas pronósticos científicos del siglo XXI, lo cierto es que no se había conseguido prolongar la vida media humana más allá de los noventa y cinco o noventa y seis años, y además no se podía decir que las condiciones de los nonagenarios fueran especialmente buenas. Los trasplantes, los miembros biónicos y la ingeniería celular habían mejorado la calidad de vida de los más jóvenes, pero no habían logrado suavizar el implacable deterioro de la vejez. Sí, los ancianos morían sin arrugas, convertidos en sus propias y desencajadas máscaras mortuorias gracias a la cirugía estética, pero la decrepitud del tiempo les roía igual por dentro. Por lo menos de eso se salvaban los reps, pensó Bruna: de la lenta y penosa senectud. «Los héroes mueren jóvenes, como Aquiles», solía decir Yiannis para animarla, cuando se cruzaban por la calle con alguno de esos ancianos atrapados en la cárcel de su deterioro: mentes laminadas por los años, bocas babeantes, cuerpos rotos transportados en sillas de ruedas de acá para allá como carne muerta.

Y aun así, resopló la androide, se hubiera cambiado por un humano en ese mismo instante.

El Mercado de Salud no era muy grande, pero tenía un poco de todo: campanas hiperbáricas, centros de terapia antioxidante, tiendas biónicas de segunda mano, sanadores espirituales que decían seguir el rito labárico… Y la legión habitual de curanderos e iluminados contra el Tumor Total Tecno. Por lo visto, incluso había un médico gnés en la planta de arriba. Era uno de los pocos lugares en donde se podía contemplar a un alien de cerca… aparte de en su propia cama, desde luego, se dijo Bruna. Y sacudió la cabeza para sacarse de la memoria el corpachón traslúcido de Maio, cuyo enojoso recuerdo acababa de cruzarle la mente como un moscardón.

Cerca de la salida había un pequeño local de tatuajes en el que la rep no se había fijado con anterioridad. Se acercó a mirar: eran tatuajes esenciales. Si no recordaba mal, la secta de los esencialistas había nacido a finales del siglo XX o principios del XXI en Nueva Zelanda. Bruna no sabía mucho sobre sus creencias, aunque tenía idea de que se basaban en antiguos ritos maoríes. Sus tatuajes, sin embargo, eran famosos. Los esencialistas los consideraban sagrados, una representación externa del espíritu. Cada persona tenía que buscar cuál era su tatuaje, su diseño primordial, la traducción visual de su ser íntimo y secreto, y, una vez descubierto el dibujo exacto, debía grabárselo en la piel, como quien escribe los signos de su alma. Según ellos, tatuarse una imagen equivocada suponía un desorden atroz y atraía un sinfín de desgracias; aplicar la figura precisa, por el contrario, serenaba y protegía al individuo e incluso curaba múltiples dolencias. No era de extrañar que se hubieran puesto de moda.

Bruna atisbó a través del estrecho escaparate, adornado por un dibujo en papel de un hombre desnudo cuya piel estaba totalmente cubierta de extraños signos. El pequeño local, una oscura habitación con un banco de madera y algunos cojines por el suelo, parecía vacío. La rep empujó la puerta. Estaba abierta y entró. Inmediatamente la envolvió un olor a naranjas, una penumbra ambarina. Era un sitio agradable. El banco, visto de cerca, parecía antiguo y estaba hermosamente tallado. Otro mueble de madera ocupaba la pared de la derecha. Al fondo, una cortina de cuentas transparentes se agitó con un susurro como de agua en movimiento cuando el tatuador salió de la trastienda. ¿O la tatuadora? Bruna se esforzó en deducir el sexo de esa figura diminuta y compacta que parecía tan alta como ancha y tan dura de carnes como una bola de caucho sintético. Llevaba el negrísimo cabello largo y suelto sobre los hombros y vestía un apretado blusón unisex de color amoratado sobre pantalones elásticos. Pero se diría que tenía pechos… o sea que tatuadora. La mujer se acercó a Bruna y, desde abajo, porque apenas si llegaba al ombligo de la rep, la escrutó atentamente. Tenía el rostro más redondo que la androide había visto jamás, una cara carnosa y cobriza, fuerte y en cierto modo hermosa. Por alguna extraña razón su intensa curiosidad no resultaba ofensiva, y Bruna se dejó mirar sin decir nada. Al cabo, la mujer torció el gesto y dijo: