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– Se acabó el juego -dijo suavemente.

Y, con delicadeza, alzó a la temblorosa víctima, la apartó un par de metros y la sentó en el suelo, junto a la pared. «Energía limpia para todos, poder renovable para un futuro feliz…», gorjeaba la pantalla del pecho de la mujer. Bruna se volvió para encarar a los agresores, que no habían atinado a reaccionar ante la rapidez de movimientos de la detective.

– ¡Vaya! Esto se está poniendo cada vez más divertido… ¡Un rep! ¿De qué probeta te has perdido, monstruo de laboratorio? -siseó el negro con los rasgos retorcidos por la furia.

Los dos tipos se balanceaban nerviosamente sobre los pies, con los brazos rígidos separados del cuerpo. Era la típica danza animal, el bailoteo primordial de ataque y defensa. Bruna, en cambio, permanecía quieta y aparentemente relajada.

– ¡Para qué te metes, monstruo! ¿Eh? ¡Quién te ha dicho que un monstruo genético tiene permiso para hablarnos! -siguió escupiendo el hombre de color, que parecía ser el que tenía el mando.

– Jardo, espera… Me parece que es un rep de combate -susurró el otro.

– ¡Por mí como si es una puta hormonada! -desafió el líder.

Y, sacando una noqueadora eléctrica del bolsillo, se abalanzó sobre Bruna dispuesto a freirla. Fue rápido, pero no lo suficiente. Y además, pensó tranquilamente la androide mientras se echaba a un lado y desarmaba al matón golpeándole el brazo con el canto de la mano, había perdido unas milésimas de segundo importantísimas por entretenerse en sacar la noqueadora justo cuando hubiera tenido que estar totalmente concentrado en el ataque. Había sido una decisión muy torpe, dictaminó mientras giraba sobre sí misma y, lanzando la pierna hacia atrás, clavaba su talón en los genitales del tipo. Que se derrumbó boqueando sin aire. El otro, como Bruna había previsto, ya había salido huyendo.

La detective se acercó a la mujer de Texaco-Repsol, que todavía seguía acurrucada contra la pared y tiritando.

– Tranquila. Ya pasó todo.

– Gracias… Muchas gracias… Yo te… te conozco -balbució la mujer-anuncio.

– Sí. Nos conocemos. Del bar de Oli.

Bruna le ayudó a ponerse en pie. Estaban rodeados por un pequeño círculo de curiosos, todos humanos. Y algunos parecían mirarla con temor. A ella. Por todos los demonios, deberían estarle agradecidos. A quien tendrían que temer era a ese matón de mierda que seguía lloriqueando encogido en el suelo, pero no, quien les amedrentaba era el rep, el diferente, el maldito monstruo de laboratorio.

– Se acabó el espectáculo -gruñó.

El grupo se disolvió dócilmente.

– ¿Estás bien? -preguntó a la mujer-anuncio.

– Sí… sólo un poco… nerviosa.

– ¡Gracias, querido consumidor! Entre todos hemos conseguido la felicidad de las familias -dijo la pantalla publicitaria.

– Me llamo RoyRoy…

– Y yo Bruna Husky.

La mujer-anuncio debía de tener poco más de sesenta años, pero se la veía marchita y avejentada. Y además no mostraba ningún rastro de cirugía estética, o sea que sin duda era muy pobre. Su rostro seguía lívido y la boca le temblaba. Era la imagen misma de la indefensión.

– RoyRoy, ¿qué te parece si nos vamos al bar de Oli? A tomar algo, a tranquilizarnos y a reponernos… Por lo menos sabemos que allí las dos somos bienvenidas…

Tomaron un taxi hasta el bar porque la mujer estaba aún demasiado turbada para caminar. Cuando entraron en el local, la gorda Oliar enseguida detectó problemas: poseía una intuición empática endiablada.

– ¿Qué ha pasado, Husky? Venid, poneros en ese rincón, que estaréis tranquilas… Ahí, junto a tu amigo Yiannis.

El viejo archivero estaba al fondo de la barra, en efecto, y se alegró de ver a Bruna; no sabía nada de ella desde el día anterior, cuando la había despertado para comunicarle la muerte de Chi. La rep le explicó lo sucedido. Oli, que les había servido dos cervezas y un plato de patatas fritas y luego se había quedado desparramada por encima del mostrador escuchando la historia, torció su luminosa cara de color café con leche y dictaminó:

– Ese negro de mierda… Debería acordarse de que hace siglo y medio nosotros éramos los linchados y los perseguidos. Pero los renegados son siempre los peores.

– Empieza a preocuparme lo del supremacismo -rumió Yiannis-. En el archivo también estoy encontrando últimamente unas frases terribles…

– Que corregirás, supongo…

– Para eso me pagan.

– ¡Texaco-Repsol, siempre a la vanguardia del bienestar social!

Bruna y Yiannis intercambiaron una mirada. Era difícil mantener una conversación tranquila teniendo entre medias el parloteo constante de los mensajes publicitarios. RoyRoy percibió el gesto y se levantó del taburete sofocada.

– Lo siento. Sé que es una tortura. No quiero daros más la lata… Demasiado habéis hecho…

– Pero qué dices, mujer, siéntate…

– No, no, de verdad. No me sentiría cómoda quedándome… Muchas gracias, Bruna. Muchísimas gracias. No lo olvidaré. Creo que me voy a dormir… cogeré ahora mis nueve horas. Necesito descansar. Dejadme… dejadme que os invite…

– Hoy invita la casa -gruñó Oli.

– Ah… Pues de nuevo gracias. Hoy tengo que agradeceros a todos demasiadas cosas, me parece…

Y sonrió desteñidamente.

Yiannis y Bruna la siguieron con la mirada mientras se marchaba. Un pajarito emparedado entre las pantallas.

– Tiene una de las miradas más tristes que he visto en mi vida -murmuró el archivero.

Cierto. La tenía. La rep bostezó. Se sentía súbitamente agotada. Siempre le sucedía, después de meterse un caramelo. El cóctel de neuropéptidos y alcohol debía de ser un mazazo para el cuerpo. Además, sólo se había tomado una cerveza en todo el día, la que acababa de servirle Oliar. Y eso estaba bien. Quería seguir así, y para ello lo mejor era retirarse.

– Me parece que yo también me voy a casa, Yiannis. Estoy muerta.

Se encontraba tan cansada que volvió a coger un taxi, aunque temía malacostumbrarse a ese derroche. Llegó en cinco minutos, pagó y se bajó. La calle estaba llena de gente: era sábado y la noche acababa de empezar. Pero Bruna sólo podía pensar en su cama. En tomarse un vaso de leche con cacao y dormir. Abrió su portal con la huella del dedo y estaba empujando la puerta para entrar cuando un extraño impulso le hizo echar un vistazo hacia la derecha. Y ahí estaba él, a unos cinco metros, arrimado a la pared, con los hombros caídos. El alien, el omaá, el bicho verdoso. Ahí estaba esperándola como un perro abandonado y anhelante, un perro enorme con una camiseta demasiado pequeña. Bruna cerró los ojos y tomó aire. No es mi problema, se dijo. Y entró en el edificio sin volver a mirarle.

La puerta de Cata Caín estaba todavía sellada por un cordón policial, aunque Bruna supuso que simplemente se habían olvidado de quitarlo. Habían pasado ya nueve días desde la muerte de la rep y los precintos nunca duraban tanto. Lo único que indicaba su permanencia era la extrema soledad de Caín: nadie había querido entrar en la casa después de su muerte, nadie se había interesado por sus cosas, seguramente no había nadie que la recordara. Ni siquiera lo habían hecho los policías que hubieran debido levantar el sello. Una vida breve y miserable.

Bruna interrumpió fácilmente el cordón electrónico con una pinza de espejo y abrió la puerta con un descodificador de claves. La detective poseía una buena colección de pequeños aparatos fraudulentos que servían para anular alarmas, borrar rastros y descifrar códigos, siempre y cuando no se tratara de unos sistemas de seguridad muy sofisticados. En este caso la cerradura era la más convencional y barata del mercado y no tardó nada. Miró a ambos lados del pasillo antes de entrar: eran las 16:00 horas del domingo y reinaba la tranquilidad en el edificio. La rep ya había estado en casa de Caín el mismo día que se sacó el ojo, acompañada por uno de los conserjes. Pero entonces sólo exploró el lugar superficialmente en busca de los datos básicos de la víctima. Ahora, en cambio, quería hacer un examen mucho más minucioso: necesitaba saber por qué en la mema de Cata estaba programado su propio asesinato. No sabía bien qué buscaba, pero sí sabía la manera de mirar. A la detective se le daban bien los registros: de alguna manera era como si los indicios saltaran por sí mismos ante sus ojos.