El apartamento de Caín era idéntico al suyo, sólo que invertido y además en la primera planta en vez de la séptima. Bruna lo recordaba impersonal, vacío y polvoriento, y su primera impresión al volver a entrar ahora, nueve días después, confirmó su recuerdo: seguía siendo un lugar tristísimo. El ventanal tenía la persiana bajada casi por completo y la habitación estaba sumida en una penumbra sucia y quieta que parecía tener algo mortuorio.
– Casa, levantar persiana -pidió Bruna a la pantalla, que destellaba débilmente en la oscuridad.
Pero el ordenador no respondió: obviamente no la reconoció como voz autorizada. De modo que la rep cruzó la sala para utilizar el mando manual, y enseguida percibió algo anormal. Alzó apresuradamente la celosía y se volvió a contemplar el cuarto: estaba todo revuelto. Era imposible que la policía lo hubiera dejado así; desde que, un par de años atrás, el Estado había sido condenado a pagar dos millones de gaias por el famoso escándalo del caso John Gonzo, los agentes seguían férreas instrucciones de pulcritud. De modo que alguien había estado rebuscando por allí antes que ella. Quieta en medio de la sala, Bruna miró a su alrededor con atención. Era un desorden muy extraño. Por todas partes se veían restos de ropa, probablemente sacada del armario de Caín y luego desgarrada y convertida en harapos. Un pico de la alfombra había sido arrancado y no estaba a la vista, de manera que tal vez se lo hubieran llevado. ¿Para qué se podían necesitar dos palmos de una alfombra barata? ¿Para metérselos en la boca a alguien y asfixiarlo? Sobre la mesa, un cojín destripado y sin el relleno. ¿Se lo habrían llevado junto con la alfombra? Dos cajones estaban sacados de sus guías y los contenidos esparcidos por el suelo y hechos trizas, pero había otros tres cajones cerrados. Se acercó y los miró: el interior estaba bien ordenado, de modo que probablemente no habían sido abiertos. Quienquiera que fuese el que había venido, había debido de encontrar lo que buscaba.
La rep husmeó un poco en los cajones intactos. Fotos de familia, lazos de colores, collares baratos, diarios adolescentes de papel. Toda la parafernalia de los recuerdos falsos. Caín los tenía guardados fuera de la vista… pero no se había deshecho de ellos.
Un inconfundible estrépito de vidrios rotos se escuchó muy cerca. Bruna se volvió de un brinco y apoyó la espalda contra la pared para estar protegida por detrás. Luego se quedó muy quieta. Había sido en el dormitorio. O quizá en el cuarto de baño. Pasaron los segundos lentamente mientras el silencio se estiraba como un chicle. La rep estaba a punto de decidir que había sido una falsa alarma cuando su aguzado oído volvió a percibir algo: un rumor furtivo, un pequeño tintineo cristalino. Algo se movía en el dormitorio. Había alguien ahí. Entonces comprendió que, si quedaban cajones sin abrir, era porque había sorprendido al intruso en plena faena.
Bruna se acercó sigilosamente a la puerta del dormitorio, echando de menos su pistola de plasma. Al pasar junto a la zona de la cocina agarró un cuchillo que había en la encimera: no era más que un pequeño cubierto de mesa, pero ella era capaz de hacer mucho con eso. Oteó desde el umbraclass="underline" la cama deshecha, los armarios medio abiertos. La hoja de la ventana estaba entornada: por ahí debía de haber entrado el fisgón. Y era probable que también acabara de irse por ahí. La detective aguantó la respiración un instante para concentrarse por completo en los sonidos… y volvió a percibir un roce levísimo al otro lado de la cama, junto a los armarios. No, no se había marchado. Seguía ahí.
En décimas de segundo, con extraordinaria y calmosa lucidez, Bruna sopesó todos sus posibles movimientos. Podía ir despacio, podía ir deprisa, podía dar la vuelta a la habitación, o saltar por encima del colchón, o rodar por el suelo. Incluso podía dar media vuelta e intentar irse del piso de Caín sin presentar batalla. Pero el hecho de que el intruso no la hubiera atacado hasta entonces permitía suponer que no se sentía muy seguro; era probable que no estuviera armado ni fuera muy peligroso, y por otra parte podía ser una buena fuente de información. Además, tenía que estar por fuerza tumbado en el suelo entre la cama y la pared y, sin armas, ésa era una posición muy desventajosa.
– Sé que estás ahí. Tengo una pistola -mintió Bruna-. Levántate con las manos en alto. Voy a contar hasta tres: uno…
Y, nada más decir el primer número, Bruna brincó sobre la cama y se lanzó hacia el escondite del intruso. Cayó de pie al otro lado, pero no sobre un cuerpo, como ella se pensaba, sino sobre el suelo.
– ¡Por el gran Morlay!
Delante de ella, entre los restos de un espejo roto, acurrucada contra el armario, una cosa peluda la contemplaba con expresión de susto. Era un animalillo de quizá medio metro de altura, con un cuerpo parecido al de un pequeño mono, pero sin cola, barrigón y cubierto de hirsutos rizos rojos por todas partes; luego venía un cuello demasiado largo y una cabeza demasiado pequeña, triangular, de grandes ojos negros, que recordaba vagamente a la de los avestruces, sólo que velluda y con una nariz aplastada en lugar de pico. En lo alto del achatado cráneo, una cresta de pelo tieso. Tenía un aspecto desvalido y chistoso. Bruna reconoció a la criatura: era un… ¿cómo lo llamaban? Un tragón. Era un animal doméstico alienígena, ahora no recordaba de qué planeta, que se había puesto de moda como mascota. El bichejo la miraba temblando.
– ¿Y tú de dónde sales? -se preguntó en voz alta.
– Cata -farfulló el animal borrosa pero reconociblemente-. Cata, Cata.
Bruna soltó el cuchillo y se dejó caer sentada sobre la cama, anonadada. Un mono que hablaba. O un avestruz que hablaba. Una cosa peluda que hablaba, en cualquier caso.
– ¿Me entiendes? -preguntó al bicho desmayadamente.
– ¡Cata! -repitió la cosa con su voz nasal y algo chillona.
La rep wikeó en su móvil el término tragón y en la pantalla apareció la imagen de un ser muy parecido al que tenía delante y un artículo:
BUBI (pl. bubes, colloq. Tr. tragón)
Criatura de origen omaá, el bubi es un pequeño mamífero doméstico que en los últimos años ha sido introducido en la Tierra con gran éxito, porque su adaptativa y resistente constitución permite que sea criado fácilmente en nuestro planeta y porque resulta ideal como mascota. Es una especie heterosexual y carece de dimorfismo: macho y hembra son idénticos en todo salvo en el aparato genital, y aun éste es difícil de distinguir externamente. El bubi adulto pesa unos diez kilos y puede vivir hasta veinte años. Es un animal limpio, fácil de educar, pacífico, afectuoso con su dueño y capaz de articular palabras gracias a un rudimentario aparato fonador. La mayoría de los científicos consideran que el habla del bubi no es más que un reflejo imitativo semejante al de los loros terrícolas. Algunos zoólogos, sin embargo, aseguran que estas criaturas poseen una elevada inteligencia, casi comparable a la de los chimpancés, y que en sus manifestaciones verbales hay una intencionalidad expresiva. El bubi es omnívoro y muy voraz. Se alimenta fundamentalmente de insectos, vegetales y cereales ricos en fibra, pero si tiene hambre puede comer casi de todo, en especial trapos y cartones. Ese roer constante le ha ganado en la Tierra el apodo coloquial de tragón. Diversas asociaciones animalistas han presentado recursos legales, tanto regionales como planetarios, pidiendo que los bubes tengan la misma consideración taxonómica que nuestros grandes simios, y que, por lo tanto, sean reconocidos como sintientes.