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– ¡Pero qué…!

En dos zancadas se acercó al bubi y le arrancó de las manos su chaqueta de lana. Es decir, los restos medio comidos de su estupenda chaqueta de lana auténtica. La había dejado en la sala cuando entró y no se había dado cuenta de que el tragón se la estaba comiendo. Lo miró indignada.

– Bartolo hambre -dijo el bubi con expresión contrita.

Voy a llamar ahora mismo a una protectora para que se lo lleven, pensó enrabietada. Pero luego decidió que sería mejor verificar primero la procedencia de la mascota. Se agachó y cogió al animal. El bubi se abrazó a su cuello con confianza. Tenía un olor áspero y caliente, no desagradable. Olor a musgo y cuero. La rep salió de casa de Caín, cerró la puerta y quitó la pinza de espejo para que volviera a funcionar el cordón policial. Luego fue en busca de alguno de los dos conserjes que residían en el enorme edificio de apartamentos. Consiguió encontrar a uno, el mismo que la había acompañado a casa de Cata el día de autos. Obviamente le había levantado de la siesta y estaba de bastante mal humor.

– Es domingo, Husky. Vosotros los inquilinos os creéis que porque vivimos aquí somos vuestros esclavos -gruñó en medio de una nube de halitosis.

– Lo siento. Sólo una pregunta: ¿sabes si este animal era de Cata Caín?

El hombre lo miró con ojos adormilados y rencorosos.

– No sé si era éste, pero Caín tenía uno igual, sí.

– ¿Y por qué no lo dijiste cuando fuimos a su casa?

– ¿Tenía alguna importancia? Además, mejor que hubiera desaparecido. Yo por mí prohibiría todas las malditas mascotas. Ni perros ni gatos ni pájaros ni nada. No hacen más que ensuciar. ¿Y luego quién limpia? El esclavo, claro.

– Está bien, está bien. Gracias y perdona la molestia -dijo la rep, dándole un billete de diez gaias.

De modo que Bartolo era, en efecto, el animal de compañía de Cata, se dijo Bruna. La detective estaba en mitad del descansillo con el tragón en los brazos, sin saber bien qué hacer. Entonces escuchó su respiración, diminuta y regular. Un pequeño ronquido. El bubi se había quedado dormido sobre su hombro. Qué demonios, se dijo la rep: me lo llevaré por el momento a casa y luego ya veremos.

Bruna se despertó con un pie helado y el otro hirviendo, y cuando se incorporó adormilada en la cama para ver qué pasaba, descubrió con extrañeza que una de sus extremidades estaba al aire y la otra cubierta por una especie de cojín peludo y rojo. Le costó unos instantes reconocer que ese cojín era en realidad un animal y recordar al bubi que había rescatado de casa de Caín la tarde anterior. El tragón estaba enroscado sobre su pie derecho y masticaba plácidamente la manta térmica, a la que ya había practicado un agujero considerable por el que asomaba el pie izquierdo. Con el agravante, constató ahora la rep con repugnancia, de que lo tenía empapado por las babas de la criatura, de ahí lo frío que se le había quedado. La androide rugió y lanzó al bubi al suelo de un puntapié. La criatura soltó un gañido.

– Bartolo bonito… Bartolo bonito… -balbució.

– Te voy a dar yo a ti Bartolo bonito… Ahora mismo voy a llamar a una protectora -rezongó la androide mientras se ponía la bata china y se inclinaba a verificar el roto.

En ese momento entró una llamada de Nopal. Inconscientemente, Bruna se estiró, aclaró la voz, intentó poner una expresión vivaz. El escritor fue brevísimo: dijo que tenía información interesante para ella y le pidió una cita. La rep celebró la noticia y aceptó, pero no pudo evitar un pinchazo de inquietud, una turbación que no conseguía entender muy bien. El memorista la ponía nerviosa. Muy nerviosa. ¿Por el simple hecho de ser memorista? ¿O por ser él? Opaco y ambiguo, arrogante y al mismo tiempo demasiado amable. Había algo en ese hombre que la hipnotizaba y al mismo tiempo la escalofriaba. La fascinación de la serpiente.

Habían quedado a las 13:00 en el Oso y la rep, que se acostó pronto la noche anterior, se había levantado sintiéndose muy bien a pesar del incidente del tragón. Era la segunda mañana consecutiva que despertaba sin sombra de resaca, una proeza que hacía bastante tiempo que no lograba. Ahora estaba de pie en medio de la sala, razonablemente contenta de la vida. Cosa que le sucedía pocas veces. Miró al amedrentado bubi y volvió a darle pena: en realidad el día anterior la criatura apenas si había cenado porque la rep no tenía casi nada para comer en casa. No era extraño que se hubiera puesto a mordisquear. Por no hablar de la ansiedad que debía de experimentar a causa de la pérdida violenta de su dueña, de la soledad posterior y de tantos cambios. Eso, la ansiedad, era algo que Bruna podía entender. También ella se sentía a menudo con ganas de roer y morder, sólo que se aguantaba.

– Está bien. Por ahora te quedarás aquí… A lo mejor todavía puedes ayudarme. Pero tienes que portarte mejor…

– Bartolo bueno. Bueno Bartolo.

Bruna se admiró: el animalejo ese verdaderamente parecía entender lo que le decía. Llamó a un Super Express y pidió cereales con fibra, manzanas y ciruelas pasas para el bubi, y una compra mediana con un poco de todo para ella. Los servicios express eran carísimos, pero no tenía ganas de bajar a la calle. Mientras esperaba que llegara el robot mensajero, habló un rato por holollamada con Yiannis y le presentó a Bartolo, y aún tuvo tiempo de colocar cuatro piezas en el puzle. Luego aparecieron las viandas y ambos desayunaron copiosamente. El bubi se quedó sentado en el suelo, la espalda contra la pared, espatarrado, la viva imagen de la satisfacción. Bruna se agachó junto a él.

– Bartolo, ¿sabes qué pasó con Cata? ¿Viste algo? ¿Alguien le hizo daño?

– Rico, rico -dijo el tragón con ojos golositos.

– Atiende, Bartolo: ¿Cata? ¿Daño? ¿Ay? ¿Dolor? ¿Cata Caín? ¿Ataque? ¿Malos?

Bruna no sabía bien cómo hablarle ni de qué manera llegar a su pequeño cerebro. Escenificó una agresión con gestos, se agarró el cuello y se zarandeó a sí misma, puso los ojos en blanco. El bubi la miraba fascinado.

– Maldita sea, ¿sabes qué le pasó a Cata o no?

– Cata buena. Cata no está.

– Ya, ya sé que no está. Pero ¿sabes qué pasó? ¿Viste a alguien? ¿Alguien le hizo daño?

– Bartolo solo.

Bruna suspiró, rascó el copete de pelos tiesos de la cabeza del bubi y se puso en pie.

– ¡Hambre! -gritó Bartolo.

– ¿Otra vez? Pero si acabas de comer muchísimo.

– ¡Hambre, hambre, hambre! -repitió el tragón.

Bruna agarró un cuenco, lo llenó de cereales y se lo dio.

– Toma y calla.

– ¡No, Bartolo no! ¡Hambre, hambre, hambre! -repitió el animal, mientras rechazaba el cuenco a empujones.

La rep lo miró desconcertada. Volvió a ofrecerle la comida y él volvió a rehusarla.

– ¡Hambre!

– No te entiendo.

El bubi bajó la cabeza, como desalentado por la falta de comunicación. Pero enseguida se puso a rascarse felizmente la barriga.

– Bartolo bueno.

Es un cabeza de chorlito, se dijo Bruna; sería muy raro poder sacarle nada provechoso. Cuando regresara a casa avisaría a una protectora para que se hicieran cargo de él.

La cita con el memorista era a las 13:00, quedaban todavía un par de horas y la rep se encontraba pletórica de energía, así que ordenó un poco el apartamento e hizo una tabla de ejercicios con pesas pequeñas: no quería que la masa muscular entorpeciera su ligereza. Después, mientras el bubi dormitaba (por lo visto se pasaban los días durmiendo y comiendo), la rep dedicó un tiempo insólitamente largo a arreglarse. Incluso se probó varios atuendos. Al final escogió un mono color óxido de pantalones anchos con el cuerpo muy ceñido. Ya iba a marcharse cuando, en un súbito impulso, se puso una de las dos únicas joyas que tenía: un gran pectoral geométrico hecho con una lámina de oro tan fina y volátil como un papel de seda. Se trataba del famoso oro de las minas de Potosí, donde era sometido a un proceso químico secreto que evitaba que las tenues hojas de metal se rompieran. Había sido el regalo de una humana a quien Bruna salvó la vida en unos disturbios, cuando la rep todavía estaba cumpliendo su milicia y se encontraba destacada en el remoto planeta minero. Bruna había hecho esos dos saltos de teleportación, de la Tierra a Potosí y de allí otra vez a la Tierra, y, por fortuna, no parecía sufrir secuelas del desorden TP. Aunque nunca se podía estar del todo seguro.