– Cuidadito con hacer algo malo, ¿eh, Bartolo? Sobre todo, ¡no se te ocurra tocar el rompecabezas! Como te comas algo, te echo a la calle. ¿Has oído?
– Bartolo bonito, Bartolo bueno.
Salió Bruna de casa, pues, arreglada como para acudir a una fiesta y un poco perpleja ante tanto exceso de cuidado. Pero iba animada, iba casi contenta, sintiéndose sana y vigorosa, todavía lejos de su TTT. En pleno dominio de la perfecta maquinaria de su cuerpo. Una sensación de bienestar que se empañó bastante cuando, nada más salir de su portal, pudo ver en la esquina, en el mismo lugar que la noche anterior, al maldito extraterrestre azuladoverdoso. Al omaá de paciencia perruna. Por todos los demonios, Bruna se había olvidado de él, es decir, había conseguido olvidarlo. Pero ahí estaba Maio, rodeado de un pequeño círculo de curiosos y dispuesto a eternizarse ante su puerta. ¿Sería una costumbre de su pueblo? ¿Un malentendido cultural? ¿Debería haber cumplido ella algún determinado ritual de despedida, como regalarle una flor o rascarle la cabeza o quién sabe qué? La rep se mordió los labios con desasosiego, lamentando no haber prestado más atención a los reportajes de divulgación de las culturas alienígenas. De repente, toda la fauna omaá parecía decidida a incorporarse a su vida. Era como una maldición. Sin pararse a pensarlo, se acercó a Maio con paso resuelto.
– Hola. Mira, no sé cómo será en tu tierra, en tu planeta, pero aquí, cuando nos decimos adiós, nos vamos. No es que quiera ser maleducada, pero…
– Tranquila, lo sé. No has hecho nada mal. No necesitas decirme nada más. Sé lo que significa la palabra adiós.
La frase sonó como el siseo de una ola que rompe en la orilla.
– Pero, entonces, ¿por qué sigues aquí?
– Es un sitio bueno. No se me ocurre otro. Nadie me espera en ningún lugar. No es fácil encontrar terrícolas amables.
El sentido de la frase del bicho se abrió camino en la cabeza de la rep. Pero, entonces, pensó, ¿es que me considera amable a mí? ¿A mí, que le he echado groseramente y ahora le vuelvo a echar? Pero, entonces, ¿qué malditas experiencias habrá tenido? El panorama que dibujaban las palabras de Maio era excesivo para Bruna, era algo que no se sentía capaz de manejar. De manera que dio media vuelta y se marchó sin añadir palabra.
Caminaba deprisa y ya se habría alejado unos doscientos metros cuando alguien agarró su brazo desde atrás. Se revolvió irritada creyendo que era el bicho, pero se encontró cara a cara con un personaje fantasmal y lívido que le costó unos instantes reconocer.
– ¡Nabokov!
Era la amante de Chi, la jefa de seguridad del MRR. La espesa madeja de su moño se había soltado y ahora el cabello le caía por los hombros enmarañado y sucio. Parecía haber adelgazado a velocidad imposible en los tres días que no se habían visto, o por lo menos el rostro se le había afilado y la piel se atirantaba, grisácea y marchita, sobre el bastidor de unos huesos prominentes. Sus ojos febriles se hundían en dos pozos de ojeras y el cuerpo le temblaba con violencia. Era el Tumor Total Tecno en plena eclosión. Bruna ya lo había visto demasiadas veces como para no reconocerlo.
– Nabokov…
Valo seguía agarrada al antebrazo de Bruna y ésta no se apartó, porque temía que la rep se viniera abajo si perdía el punto de apoyo. Estaba escorada hacia la derecha y no parecía capaz de mantener bien el equilibrio. Los grandes pechos artificiales resultaban ahora un añadido grotesco en su cuerpo roto.
– Habib me lo ha dicho… Habib me lo ha dicho… -farfulló.
– ¿Qué? ¿Qué te ha dicho?
– Tú también lo sabes, ¡dímelo!
– ¿Qué sé?
– Son como alacranes, peor que alacranes, el alacrán avisa.
Tenía la mirada extraviada y su mano ardía sobre el brazo de Bruna.
– Nabokov, no te entiendo, cálmate, vamos a mi casa, está aquí cerca…
– Nooooo… Quiero que me lo confirmes.
– Vamos a casa y hablaremos…
– Los supremacistas. Son como alacranes.
– Sí, son unos miserables, pero…
– Todos los humanos son supremacistas.
– Necesitas descansar, Valo, escúchame…
– Habib me lo dijo.
– Pues vamos a hablar con él…
Bruna intentó mover un poco el brazo que Nabokov seguía aferrando convulsamente para liberar el ordenador móvil y poder llamar al MRR a pedir ayuda.
– ¡Venganza! -gimió la mujer.
La detective se alarmó.
– ¿Eso te dijo Habib? ¿Te mencionó la palabra venganza?
Valo miró a Bruna durante unos instantes con ojos alucinados. Luego hizo una mueca horrible que tal vez pretendía ser una sonrisa. Sus encías sangraban.
– Nooooo… -susurró.
Soltó a Husky y, haciendo un esfuerzo extraordinario, enderezó su cuerpo maltratado y consiguió reunir energía suficiente como para salir andando con paso relativamente firme y rápido. La detective fue detrás y puso una mano en su hombro.
– Espera… Valo, déjame que…
– ¡Suelta!
La mujer se liberó de un tirón y siguió su camino. Bruna la vio marchar con inquietud, pero ya iba a llegar tarde a su cita con Nopal, y tampoco creía ser la persona más adecuada para hacerse cargo de la enferma. Llamó al número personal de Habib, que contestó enseguida. Su rostro se veía tenso y preocupado.
– Acabo de encontrarme con Nabokov y parece muy enferma.
– ¡Por el gran Morlay, menos mal! -exclamó con alivio-. ¿Dónde está? Llevamos horas buscándola.
– Te estoy mandando una señal de localización de mi posición… ¿La tienes? Nabokov acaba de irse a pie en dirección sur… Todavía la veo.
– Vamos ahora mismo para allá, ¡gracias! -dijo Habib con urgencia.
Y cortó.
Bruna tenía más cosas de las que hablar con el líder en funciones del MRR, pero decidió que podían esperar. Urgida por la hora volvió a tomar un taxi, algo que se estaba convirtiendo en una funesta y carísima costumbre. A pesar del dispendio, cuando cruzó las puertas del Pabellón del Oso ya llevaba quince minutos de retraso. Nopal la esperaba sentado en uno de los bancos del jardín de entrada, con los codos apoyados en las rodillas, el lacio flequillo cayendo sobre sus ojos y desdeñoso gesto de fastidio.
– De nuevo con retraso, Bruna. Te diré que es un hábito muy feo. ¿Tu memorista no trabajó bien tus recuerdos didácticos? ¿Tus padres no te dijeron nunca que llegar tarde era de mala educación?
La rep advirtió que el tipo la había llamado por su nombre de pila, y eso la turbó más que su sarcasmo.
– Lo siento, Nopal. Por lo general soy puntual. Ha sido una coincidencia, una complicación de última hora.
– Está bien. Disculpas aceptadas. ¿Habías estado antes aquí?
Pablo Nopal parecía tener una rara predisposición para citarla en sitios peculiares. El Pabellón del Oso había sido construido cinco años atrás, cuando la Exposición Universal de Madrid. La ciudad siempre había tenido como símbolo a un oso comiendo los frutos de un árbol, y a la varias veces reelegida y casi eterna presidenta de la Región, Inmaculada Cruz, se le había ocurrido celebrar la Expo modernizando el antiguo emblema. Hacía ya medio siglo que se habían extinguido los osos polares tras morir ahogados a medida que se deshizo el hielo del Ártico. Unas muertes lentas y angustiosas para unos animales capaces de nadar desesperadamente durante cuatrocientos o quinientos kilómetros antes de sucumbir al agotamiento. El último en ahogarse, o al menos el último del que se tuvo constancia, fue seguido por un helicóptero de la organización Osos En Peligro. La OEP había intentado rescatarlo, pero la agónica zambullida final coincidió con el estallido de la guerra rep, de modo que los animalistas no lograron ni el apoyo ni la financiación necesarios para llevar adelante el plan de salvamento. Sólo pudieron filmar la tragedia. También congelaron y guardaron en un banco genético la sangre de ese último oso, que en realidad era una osa, y de una treintena de ejemplares más, porque durante algunos años habían estado poniendo marcadores de rastreo y haciendo chequeos veterinarios a los animales que quedaban. Gracias a esa sangre, la presidenta Cruz pudo obtener su nuevo símbolo para Madrid. Utilizando un sistema muy parecido al de la producción de tecnohumanos, los bioingenieros crearon una osa que era genéticamente idéntica al último animal. Se llamaba Melba.