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– Tengo… tengo una cita luego, por eso voy así.

– ¿Una cita amorosa?

Se miraron a los ojos, Nopal impávido, Husky desconcertada. Pero su desconcierto dio rápidamente paso a un hervor de ira.

– No creo que te interese con quién me cito, Nopal. Y nosotros hemos venido aquí para algo más que para hablar de tonterías. Dijiste que tenías noticias para mí.

El hombre sonrió. Una pequeña mueca fría y suficiente. Bruna le odió.

– Pues sí. No me preguntes cómo, pero he dado con uno de los memoristas piratas que escriben los implantes ilegales. Y resulta que este tipo me debe algún favor. Tampoco preguntes. El caso es que está dispuesto a hablar contigo cuando regrese a la ciudad. Está de viaje. Pero te recibirá dentro de cuatro días… el viernes a las 13:15. Te paso la dirección… Espero que seas buena interrogando, porque es un individuo bastante correoso.

Bruna verificó que los datos habían llegado a su móvil.

– Gracias.

En la gran pantalla que había sobre la barra se veía una escena tumultuosa, sangre, llamas, carreras, policías. El sonido general estaba quitado, así que no pudo saber dónde era. Tampoco importaba mucho, la verdad. Era una más de las habituales escenas de violencia de los informativos.

– Y hay otra cosa… Algo que recordé después de nuestra cita en el museo…

Nopal calló con aire dubitativo y Bruna aguardó expectante a que siguiera hablando.

– No sé si tendrá algo que ver, y ni siquiera estoy seguro de que sea verdad, pero lo cierto es que, cuando yo estaba en el oficio, entre los memoristas corría el rumor de que, hará unos veinticinco años, poco antes de la Paz Humana y de que se iniciara el proceso de unificación de la Tierra, la Unión Europea estaba desarrollando un arma secreta e ilegal que consistía en unas memorias artificiales… para humanos.

– ¡Para humanos!

– Y también para tecnos, pero sobre todo para humanos. De ahí que fuera un proyecto clandestino. El caso es que supuestamente los implantes captaban la voluntad del sujeto y le obligaban a hacer cosas…

– Un programa de comportamiento inducido.

– Eso es. Y, a las pocas horas, la memoria mataba al portador. Este detalle es lo que me hizo pensar en su posible relación con los casos actuales… Pero esa vieja historia también puede ser una leyenda urbana. Si te fijas, tiene todos los ingredientes: un implante de memoria que en vez de ser para tecnos es para humanos y que secuestra tu voluntad y luego acaba contigo… Responde muy bien a los miedos inconscientes, ¿no?

La pantalla del local seguía abarrotada de imágenes convulsas. Ahora aparecían unos tipos con túnicas color ceniza, rostros pintados de gris y una pancarta que decía: «3-F-2109. El fin del mundo se acerca. ¿Estás preparado?» Eran esos chiflados de los apocalípticos. Últimamente andaban muy activos porque su profeta, una fisioterapeuta ciega llamada la Nueva Casandra, había pronosticado en su lecho de muerte, medio siglo atrás, que el fin del mundo llegaría el 3 de febrero de 2109, es decir, en menos de dos semanas. Bruna frunció el ceño: a juzgar por las imágenes, los apocalípticos estaban soltando sus soflamas justo enfrente de la sede del MRR.

– Perdona un momento -dijo a Nopal.

Pasó el móvil por el ojo cobrador de la mesa, pagó veinte céntimos, sacó uno de los minúsculos altavoces del dispensador y se lo metió en el oído. Oyó los cánticos de los apocalípticos y, por encima, la voz del periodista que decía: «… impresión de esta tragedia que vuelve a sacudir al Movimiento Radical Replicante. Desde Madrid, Carlos Dupont.» E inmediatamente comenzó el bloque de publicidad. Bruna se quitó el audífono, desalentada y algo inquieta. ¿Estarían hablando todavía de la muerte de Chi? ¿O se trataba de otra cosa? Miraría las noticias en el móvil en cuanto dejara al escritor.

– ¿Por qué te sigue? -preguntó el memorista.

– ¿Qué?

– Ése.

Bruna se volvió en la dirección marcada por el dedo de Nopal. Sintió una sacudida en el estómago. Paul Lizard estaba sentado en una de las mesas del fondo. Sus miradas se cruzaron y el inspector hizo un pequeño movimiento con la cabeza en señal de saludo. La rep se enderezó en el asiento. La sangre le hervía en las mejillas. Todavía le parecía notar sobre la nuca los ojos del tipo.

– ¿Por qué dices que me sigue? -preguntó, intentando en vano que su voz sonara normal.

– Le conozco. Lizard. Un maldito y perseverante perro de presa. Estuvo dándome la lata cuando… cuando lo mío.

– Entonces a lo mejor eres tú su objetivo.

– Entró en el pabellón detrás de ti.

Bruna se ruborizó un poco más. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que llevaba una sombra? Estaba perdiendo facultades. O tal vez el encuentro con la moribunda Valo le hubiera removido demasiadas cosas. Valo. Una piedra negra le pesó en el pecho. Un oscuro barrunto de desgracia. La rep se puso en pie.

– Gracias por todo, Nopal. Te tendré informado.

Caminó con decisión hacia la salida y, al pasar junto a la mesa del inspector, se agachó brevemente y susurró a su oído:

– Voy a la sede del MRR. Por si me pierdes.

– Muchas gracias, Bruna -contestó el hombretón.

Y sonrió, granítico.

Nopal se quedó mirando a Bruna mientras se alejaba. Vio cómo se detenía un instante junto a Lizard, cómo le decía algo al oído y luego proseguía hacia la salida con su paso ligero y seguro. Era una criatura hermosa, una máquina rápida y perfecta. Medio minuto después, el inspector se levantó y salió detrás de la rep, grande y recio, con sus andares algo bamboleantes de marino en tierra. Era justo la antítesis del cuerpo de látigo de Bruna, pensó Nopal.

El suave tamborileo sobre su cabeza le hizo advertir que había empezado a llover. Las gotas caían sobre la cúpula transparente y luego trazaban rápidos caminos de agua en la cubierta. Un pálido resplandor se colaba por una grieta entre las nubes, y el cielo era un enredo de brumas en todos los tonos posibles del gris. Era un cielo perfecto para sentirse triste.

La tristeza era un verdadero lujo emocional, se dijo el memorista. Durante muchos años él no se había podido permitir ese sentimiento tranquilo y pausado. Cuando el dolor que se experimenta es tan agudo que uno teme no poder soportarlo, no hay tristeza, sino desesperación, locura, furia. Algo de esa desesperación adivinaba en Bruna, algo de esa pena pura que abrasaba como un ácido. Claro que él jugaba con ventaja a la hora de intuir sus sentimientos. Él la conocía. O, más bien, la reconocía.

En sus años de memorista, Nopal siempre había actuado del modo que explicó a la rep en el Museo de Arte Moderno: intentaba construir existencias sólidas, compensadas, con cierta apariencia de destino. Vidas de algún modo consoladoras. Sólo una vez se había saltado esa norma personal no escrita, y fue en el último trabajo que hizo, cuando ya sabía que le expulsaban de la profesión. Y esa memoria la llevaba Bruna. La Ley de la Memoria Artificial de 2101 prohibía taxativamente que los escritores supieran a qué tecnohumanos concretos iban a parar sus implantes y viceversa; se suponía que era un conocimiento que podía generar numerosos abusos y problemas. Pero el trabajo de Bruna había sido excepcional en todos los sentidos; era una memoria mucho más amplia, más profunda, más libre, más apasionada, más creativa. Era la obra maestra de la vida de Nopal, porque, además, era precisamente su propia vida. En una versión literariamente recreada, desde luego… Pero las emociones básicas, los acontecimientos esenciales, todo eso estaba ahí. Y, como uno es lo que recuerda, de alguna manera Bruna era su otro yo.

Desde el mismo momento en que entregó el implante, Pablo Nopal intentó descubrir al tecnohumano que lo llevaba. Sólo sabía que era un modelo femenino de combate y su edad aproximada, con una variabilidad de unos seis meses. Él hubiera preferido que hubiera sido varón y un modelo de cálculo o de exploración, que eran los que permitían más creatividad y refinamiento, pero las especificaciones las fijaban las plantas de gestación y Nopal se amoldó. De todas formas había sido libérrimo al crearla: se había saltado todas las reglas del oficio. Pobre Husky: al ser su última obra, había recibido el regalo envenenado de su dolor.