– Habría que investigar un poco a estos supremacistas… Tengo que encontrar la manera de acercarme a ellos… -dijo con la boca llena de un sabroso pastelito de sucedáneo de perdiz.
– Hay… hay un bar en la plaza de Colón en el que sé que paran -dijo RoyRoy, titubeante-. Bueno, ya sabes que con esto de los anuncios me paso el día en la calle. Una vez tuve un problema delante de ese bar y luego me enteré de que era un local de supremacistas. Con mi trabajo tienes que saber muy bien dónde te metes, así que me hago una lista de sitios buenos y de sitios que debo evitar. Y ése es de los de evitar. Toma, te paso la dirección. Se llama Saturno. Pero ten cuidado. Si se te ocurre aparecer ahora por ahí, no sé qué puede pasar. A mí me dieron mucho miedo.
– Y es justamente por este desamparo que la gente siente por lo que el pueblo se está armando y asumiendo su propia defensa. Una actitud legítima y absolutamente necesaria, dado el absentismo de las autoridades… -clamaba enfáticamente Hericio desde la pantalla.
– Oli, por favor, quita eso, te lo ruego… -pidió Bruna.
La mujer bisbiseó algo a la pantalla y la imagen cambió inmediatamente a una plácida panorámica de delfines nadando en el océano.
– ¿Qué pasa? ¿Te molesta escuchar las verdades? -graznó una voz nerviosa y pituda.
El silencio se extendió por el bar como un cubo de aceite derramado. Bruna siguió masticando. Sin moverse, de refilón, mirando a través de las pestañas, estudió al tipo que acababa de hablar. Un humano pequeño y bastante esmirriado. Posiblemente algo borracho. Estaba junto a ella, a cosa de un metro de distancia.
– ¿Te molesta saber que estamos hartos de aguantaros? ¿Que no vamos a dejar que sigáis abusando de nosotros? Y, además, ¿qué haces tú aquí? ¿No te has dado cuenta de que eres el único monstruo?
Cierto: ella era el único rep que había en el bar. Le pegó un mordisco a otro canapé. El hombre vestía pobremente y tenía pinta de obrero manual. Cuando hablaba tensaba todo el cuerpo y se ponía de puntillas, como si quisiera parecer más grande, más amenazador. Casi sintió pena: podía tirarle al suelo de un sopapo. Pero los cementerios estaban llenos de personas demasiado confiadas en sus propias fuerzas, así que la rep analizó con cautela profesional todas las circunstancias. Primero, la salida. El tipo le bloqueaba el camino hacia la puerta, pero en el peor de los casos ella podría saltar sin problemas al otro lado del mostrador, que además le ofrecería un refugio perfecto. Lo más preocupante, por lo insensato, era que un hombrecillo así se atreviera a encararse con una rep de combate. ¿Estaría armado? ¿Tal vez una pistola de plasma? No tenía el aspecto de llevar un cacharro semejante y no le veía el arma por ningún lado. ¿O quizá no estaba solo? ¿Habría otros secuaces suyos en el bar? Hizo un rápido barrido por el local y desechó también esta posibilidad: conocía a casi todos de vista. No, era simplemente un pobre imbécil algo borracho.
– Lárgate, monstruo asqueroso. Márchate y no vuelvas. Os vamos a exterminar a todos como ratas.
Sí, desde luego lo más inquietante era que un tipejo así se sintiera lo suficientemente seguro y respaldado como para insultar a alguien como ella. Bruna no quería enfrentarse con él, no quería hacerle daño, no quería humillarlo, porque todo eso no haría sino potenciar su delirio paranoico, su furia antitecno. Prefería esperar a que se aburriera y se callara. Pero el hombrecito se iba poniendo cada vez más colorado, más furioso. Su propia rabia le iba enardeciendo. De repente dio un paso adelante y lanzó a Bruna un desmañado puñetazo que la rep no tuvo problema en esquivar. Vaya, pensó fastidiada, no voy a tener más remedio que darle ese sopapo.
No hubo necesidad. Súbitamente se materializó junto a ellos una muralla de carne. Era Oli, que había salido del mostrador y ahora abrazaba al tipo por detrás y lo levantaba en vilo como quien alza un muñeco.
– La única rata que hay aquí eres tú.
La gorda Oliar llevó al pataleante hombrecito hasta la puerta y lo arrojó a la calle.
– Como vuelva a ver tu sucio hocico por aquí, te lo parto -ladró, alzando un amenazador y rechoncho índice.
Y luego se volvió y miró a su parroquia con gesto de desafío, como quien aguarda alguna protesta. Pero nadie dijo nada y la gente incluso parecía bastante de acuerdo.
Oli se relajó y una sonrisa iluminó su cara de luna mientras regresaba con paso bamboleante al mostrador. Bruna nunca la había visto fuera de la barra: era verdaderamente inmensa, colosal, aún mucho más enorme en sus extremidades inferiores que en la majestuosa opulencia que asomaba por arriba. Una diosa primitiva, una ballena humana. Tan gigantesca, de hecho, que la androide se preguntó por primera vez si no sería una mutante, si ese desaforado cúmulo de carne no sería un producto del desorden atómico.
Apenas se habían calmado dentro del local las erizadas ondas de inquietud que provoca todo incidente cuando se escuchó cierto barullo fuera. De primeras, la rep pensó que era alguna maniobra del hombrecillo recién expulsado, de modo que se acercó a la puerta del bar a ver qué pasaba. A pocos metros, una mujer pelirroja chillaba y se retorcía intentando soltarse de las garras de un par de policías fiscales, los temidos azules. Una niña pequeña de no más de seis años lo miraba todo con ojos enormes y aterrados, abrazada a un sucio conejo de peluche. Una tercera azul se acercó y la cogió de la mano. Fue un movimiento imperioso: literalmente arrancó del muñeco la manita de la niña. La cría se puso a llorar y la mujer pelirroja también, blandamente, desistiendo de golpe de su impulso de lucha, como si las lágrimas de la pequeña, sin duda su hija, hubieran sido la señal de la rendición. Los policías se las llevaron a las dos calles arriba mientras los peatones miraban de refilón, como si se tratara de una escena un poco bochornosa, algo que avergonzara contemplar directamente.
– Polillas. Pobre gente -dijo Yiannis a su lado.
Bruna cabeceó, asintiendo. Casi todos los polillas tenían hijos pequeños; si se arriesgaban a vivir de modo clandestino en zonas de aire limpio que no podían pagar, era por el miedo a los daños innegables que la contaminación producía en los críos. Como las polillas, abandonaban ilegalmente sus ciudades apestosas de cielo siempre gris y venían atraídos por la luz del sol y por el oxígeno, la inmensa mayoría para quemarse, porque la policía fiscal era de una enorme eficacia. En la pobreza de sus ropas, la mujer y la niña se parecían al hombrecillo que la había insultado dentro del bar. De ese estrato de desposeídos y desesperados se nutrían el fanatismo y el especismo.
– En la primera detención, deportación y multa; si reinciden, hasta seis años de cárcel -dijo Yiannis.
– Es repugnante. Da vergüenza pertenecer a la Tierra -gruñó Bruna.
– Cuneta fessa -murmuró el archivero.
– ¿Cómo?
– Octavio Augusto se convirtió en el primer emperador romano porque la República le otorgó inmensos poderes. ¿Y por qué hizo eso la República, por qué se suicidó para dar paso al Imperio? Tácito lo explicaba así: Cuneta fessa. Que quiere decir: Todo el mundo está cansado. El cansancio ante la inseguridad política y social es lo que llevó a Roma a perder sus derechos y sus libertades. El miedo provoca hambre de autoritarismo en las personas. Es un pésimo consejero el miedo. Y ahora mira alrededor, Bruna: todo el mundo está asustado. Vivimos momentos críticos. Tal vez nuestro sistema democrático esté también a punto de suicidarse. A veces los pueblos deciden arrojarse al abismo.
– Un estupendo sistema democrático que envenena a los niños que no tienen dinero.
– Un asqueroso sistema democrático, sí, pero el único que existe en el Universo. Al menos, en el Universo conocido. Los omaás, los gnés y los balabíes poseen gobiernos aristocráticos o dictatoriales. En cuanto a Cosmos y Labari, son dos estados totalitarios y terribles. Nuestra democracia, con todos sus fallos, es un logro inmenso de la Humanidad, Bruna. El resultado de muchos siglos de esfuerzo y sufrimiento. Escucha, el mundo se mueve, la sociedad se mueve, y cuanto más democrática, más movilidad y más capacidad para cambiarla. En la Tierra hemos pasado un siglo atroz; la Unificación sólo fue hace catorce años; nuestro Estado es joven y complejo, el primer Estado planetario, nos estamos inventando sobre la marcha… Podemos mejorar. Pero para eso tenemos que creer en las posibilidades de la democracia, y defenderla, y trabajar para perfeccionarla. Ten confianza.