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Cuatro años, tres meses y dieciocho días.

– No creo que esa niña pueda ver los cambios antes de que el aire la enferme irreversiblemente -dijo Bruna con un nudo de congoja apretándole el pecho.

Y, tras unos segundos de pesado silencio, repitió, furiosa:

– No, ella no los verá. Y yo tampoco.

Una hora después, la detective salió del bar y se detuvo unos instantes para otear el panorama. Había dejado de llover y el sol intentaba asomar la cabeza entre las nubes. Eran las seis de la tarde de un lunes, pero las calles estaban inusualmente vacías y las pocas personas visibles, todas humanas, caminaban demasiado deprisa. No era un día para pasear. Sobre la ciudad parecía cernirse un vago presentimiento de peligro.

La rep llamó a Habib. El atribulado rostro del hombre apareció enseguida.

– ¿Cómo están las cosas por el MRR?

– Mejor, supongo. La policía cargó y ya no hay supremacistas delante de la puerta. Pero todo es un asco.

– Una pregunta, Habib: vuestros espías, ¿conocen un bar que se llama Saturno?

– Ya lo creo. Es un nido de víboras. La sede del PSH está cerca y todos los extremistas humanos se reúnen ahí. ¿Por qué?

– Por nada. Estaba pensando en cómo acercarme a Hericio, tal y como decías.

– Sí, estaría bien. Pero ten mucho cuidado. No creo que sea el mejor día para ir por allí.

– Lo sé. Ah, sí, sólo una cosa más… ¿qué le dijiste a Nabokov?

– ¿Cómo?

– Cuando me la encontré, Nabokov repetía que tú le habías contado algo… «Habib me lo dijo, Habib me lo dijo…» Algo que obviamente la desazonó mucho…

El hombre alzó las cejas con gesto de desconcierto.

– No tengo ni idea de qué me hablas. No le dije nada. Creo que ni siquiera hablé con ella después de la muerte de Myriam. ¡Últimamente todo ha sido tan caótico! Estaría delirando… Al final estaba totalmente fuera de sí.

– ¿Se sabe algo de su autopsia?

– Aún es pronto. Pero lo raro es que no la han llevado al Anatómico Forense. No sabemos qué ha hecho la policía con el cuerpo de Valo. Nuestros abogados van a presentar una queja formal.

– Qué extraño…

– Sí, todo es demasiado extraño en este asunto -dijo Habib con voz ahogada.

Bruna cortó la comunicación desasosegada. ¿Le habrían metido también a la moribunda Valo una memoria adulterada? ¿Un programa de comportamiento inducido que incluyera las alucinaciones, una supuesta conversación con Habib, la idea criminal de poner una bomba? ¿Fue por eso por lo que mencionó la palabra venganza? ¿Y por qué estaba ocultando su cuerpo la policía?

– ¡Lárgate de Madrid, rep de mierda!

El grito insultante provenía de un coche particular que había pasado a su lado. Lo vio alejarse velozmente calle abajo y saltarse las luces de un cruce para no tener que detenerse. El conductor chillaba mucho, pero sin duda era un cobarde. O tal vez debería decirlo de otro modo: sin duda chillaba porque estaba asustado.

Bruna suspiró. Miró alrededor una vez más, buscando rastros de Lizard. No se le veía por ningún lado, pero la detective no se confió: todavía le escocía no haber advertido esa mañana que el inspector la estaba siguiendo. Claro que para él era muy fáciclass="underline" en realidad bastaba con rastrear el ordenador móvil de la rep. Algo totalmente prohibido para todo el mundo, desde luego, pero por lo visto no para los inspectores de la Judicial. Menudencias legales que se saltaban alegremente. Por si acaso, la detective apagó el móvil y sacó la fuente de alimentación, que era la única manera de impedir que lo detectaran: quitar el chip de localización era un delito, y además estaba instalado de tal modo que era muy difícil llevar a cabo la operación sin destrozar el ordenador. Luego se dio una vuelta a la manzana para ver si alguien la seguía y, en efecto, creyó distinguir a una mujer joven y robusta que apestaba a policía y que debía de ser un perro de Lizard. La androide tenía varios métodos para intentar perder a una sombra y decidió usar el del metro. Como tuvo que pagar con dinero porque llevaba el móvil desconectado, la muy torpe de su perseguidora pasó por los controles de entrada mucho antes que ella y tuvo que quedarse al otro lado merodeando y disimulando malamente hasta que Bruna sacó su billete en las máquinas. Haciendo como si no se hubiera dado cuenta de su presencia, la rep se dirigió a uno de los andenes. Estaban en la estación Tres de Mayo, uno de los más complejos nudos de comunicación de la red subterránea, con cinco líneas de metro que se entrecruzaban. La androide esperó pacientemente la llegada del tren, mientras la chica robusta fingía ostentosos bostezos a unos cuantos metros de distancia (era una de las primeras cosas que te enseñaban en el Curso Elemental de Simulación: bostezar produce una instantánea sensación de ausencia de peligro en el perseguido, decía el instructor). Cuando el tren entró con un bramido de hierro en la estación, la rep subió y se instaló al final del convoy, apoyándose negligentemente contra la pequeña puerta de comunicación que había entre los vagones y que en este caso, al estar situada en el último coche, permanecía bloqueada. La de los bostezos estaba cuatro puertas más adelante. En el mismo instante que el metro se puso en marcha, Bruna sacó el descodificador de claves y en medio segundo desbloqueó el simplísimo mecanismo de la cerradura. Estaba saliendo la cola del tren de la estación cuando la rep abrió la puertecita y saltó a las vías. Procuró tirar de la hoja para que se cerrara detrás de ella, pero de todas maneras, aunque no hubiera conseguido hacerlo, para cuando la mujer policía llegara hasta el final del convoy no se atrevería a saltar desde un tren en franca aceleración. Por no hablar de la habilidad y del entrenamiento necesarios para caer bien y para no freírse con la línea de alta tensión. La androide dudaba de que un humano tuviera las aptitudes suficientes para hacerlo, salvo que fuera un humano con unas habilidades tan extraordinarias como un artista de circo.

Mientras el metro se alejaba en la oscuridad con un rebufo de aire caliente, Bruna regresó hacia la estación y subió por una escala al andén de la estación de Tres de Mayo. Una pareja de humanos de mediana edad dieron un respingo al verla emerger del túnel y emprendieron un patético trotecillo hacia la salida. La androide resopló con disgusto y se planteó la posibilidad de decirles algo: no se preocupen, no tienen por qué irse, no soy un peligro. Pero ya estaban demasiado lejos, y si se ponía a llamarles en voz alta y los seguía, lo mismo les provocaba un ataque de nervios. Tanto miedo por todas partes no podía llevar a nada bueno.

Cambió de línea, subió a otro vagón y salió del metro dos estaciones más allá. Frente a ella estaban las cúpulas de plástico multicolor del circo. No quería encender el móvil, de manera que tuvo que volver a pagar la entrada con dinero en efectivo, dando mentalmente gracias una vez más a la corrupción habitual de los gobernantes de la Tierra, que había hecho que el antediluviano papel moneda aún siguiera siendo legal y utilizado en todo el mundo, justamente por sus magníficas condiciones de anonimato e impunidad: era un dinero silencioso que no dejaba rastro de su paso, al contrario de las transacciones electrónicas.