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La función estaba mediada y apenas había un cuarto de aforo. Bruna caminó de puntillas y se instaló en un lateral, lo más cerca posible de la zona de la orquesta. Era un lugar malísimo con una pésima visibilidad y todas las localidades de alrededor estaban vacías, de manera que su llegada no pasó inadvertida. En cuanto bajó el arco en una pausa de lo que estaba tocando, la violinista, que era la única mujer del grupo de seis músicos, miró a la rep con atención y luego saludó con un apenas perceptible cabeceo. Bruna respondió con un movimiento semejante y se acomodó con paciencia en el asiento. Tendría que esperar a que acabara el espectáculo. Los números se sucedían con la aburrida rutina de su falsa alegría. Era un circo mediocre, ni muy malo ni desde luego bueno, convencional y totalmente olvidable. Había un domador humano de perrifantes gnés, esos pobres animales alienígenas que tenían apariencia de galgo sin orejas, tamaño de caballo y cerebro de mosquito, pero que, ayudados por la diferencia de gravedad de la Tierra, eran capaces de dar asombrosas volteretas. Había una troupe de reps con diversos implantes biológicos; sus vientres eran pantallas de plasma y podían dibujar hologramas en el aire con las manos, esto es, con las microcámaras insertadas quirúrgicamente en la yema de los dedos. Y había el típico espectáculo sangriento de los kalinianos, una secta de chalados sadomasoquistas que copiaban rutinas de los magos del circo clásico, sólo que sin truco, porque amaban el dolor y el exhibicionismo; y así, se cortaban de verdad el cuerpo con cuchillos y atravesaban sus mejillas con largas agujas. A Bruna le parecían repugnantes, pero estaban de moda.

Los kalinianos cerraron la función. Mientras la pequeña orquesta se lanzaba a la chundarata final, a Bruna le pareció que Mirari estaba teniendo problemas para interpretar la pieza. El brazo izquierdo de la violinista era biónico y lo llevaba sin recubrir de carne sintética; era un brazo metálico y articulado como los de los robots de las ensoñaciones futuristas del siglo XX, y algo debía de estar sucediendo con ese implante, porque, cada vez que podía dejar de tocar por un instante, la mujer intentaba ajustarse la prótesis. Al fin acabó el espectáculo y se apagaron los deslavazados aplausos, y los músicos, Mirari incluida, desaparecieron rápidamente tras el escenario, para cierta sorpresa de la detective, que pensaba que al terminar la función la violinista se acercaría a hablar con ella.

Bruna saltó a la pista intentando no pisar las manchas de sangre de los kalinianos, cruzó las cortinas doradas y entró en la zona de camerinos. Encontró a Mirari en el tercer cubículo al que se asomó. Estaba golpeando furiosamente su brazo biónico con un pequeño martillo de goma.

– Mirari…

– ¡Es-ta-mier-da-de-pró-te-sis…! -silabeó la mujer fuera de sí sin dejar de atizarse martillazos.

Pero enseguida, agotada y con el rostro enrojecido, tiró el martillo al suelo y se dejó caer en una silla.

– Me está bien empleado por comprarlo de segunda mano. Pero un buen brazo biónico es carísimo. Sobre todo si es de calidad profesional, como en mi caso… ¿Qué andas buscando por aquí, Husky?

– Veo que te acuerdas de mí.

– Me temo que eres bastante inolvidable.

Bruna suspiró.

– Sí, supongo que sí.

A su manera, Mirari también lo era. No sólo por la prótesis retrofuturista, sino también por su pálida piel, sus ojos negrísimos, su redonda cabeza nimbada por un pelo corto de blancura deslumbrante y tan tieso como si fuera alambre. La violinista era una especialista, una conseguidora, una experta en los mundos subterráneos. Podía falsificar todo tipo de documentos, localizar planos secretos o suministrar los aparatos más sofisticados e ilegales. Bruna había oído que sólo había dos cosas que jamás vendía: armas y drogas. Todo lo demás era negociable. Podría pensarse que su trabajo en el circo no era más que una tapadera, pero lo cierto es que la música parecía apasionarle y tocaba bien el violín, siempre que no se le enganchara el brazo biónico.

– ¿Y venías por…? -volvió a decir Mirari, que poseía una de esas personalidades escuetas que detestan la menor pérdida de tiempo.

– Necesito una nueva identidad… Papeles y un pasado que resista ser investigado.

– ¿Una buena investigación o algo rutinario?

– Digamos que bastante buena.

– Estamos hablando de una vigencia temporal, naturalmente…

– Naturalmente. Me bastaría con una semana.

– Clase A, entonces.

– Tiene que ser una identidad humana… Y vivir a unos cientos de kilómetros de Madrid. De mi edad. Buena posición social. Con dinero en el banco. Y si a su biografía le das un toque de supremacismo, genial. Nada muy serio, sólo una simpatía ideológica, no militante. Pero que se note que le apasionan las ideas especistas, aunque de alguna manera las haya guardado hasta ahora para su vida privada.

– Hecho. ¿Para cuándo lo quieres?

– Cuanto antes.

– Creo que podrá estar mañana. Dos mil gaias.

– También quiero un móvil no rastreable.

– Serán mil ges más.

– De acuerdo. No tengo todo ese dinero en efectivo…

– Pásamelo electrónicamente. Uso un programa que borra la huella. Aunque la salida del dinero quedará registrada en tu móvil.

– Eso no me importa. Pero llevo el ordenador apagado porque sospecho que la policía me está rastreando. No quiero encenderlo aquí. Te haré la transferencia dentro de un rato, desde la calle, si te parece bien. Y si te fías de mí.

– No necesito fiarme. Basta con no poner en marcha los encargos hasta que no reciba el dinero.

Bruna sonrió ácidamente: por supuesto, por supuesto. Había sido un comentario asombrosamente estúpido.

– Pero, por si te sirve de algo, te diré que sí, que me fío de ti -añadió la mujer.

La sonrisa de Bruna se ensanchó: la pequeña amabilidad de esa humana resultaba especialmente grata en un día marcado por el rencor entre las especies. Mirari se había agachado a recoger el martillo del suelo. Llevaba un rato abriendo y cerrando la mano biónica. Los dedos no se movían sincronizados y el anular y el medio no cerraban del todo. La violinista les dio unos golpecitos tentativos con la herramienta de goma.

– ¿Cuánto cuesta una prótesis nueva como la que necesitas? -preguntó Bruna.

Mirari levantó la cabeza.

– Medio millón de ges… Más que mi violín. Y eso que es un Steiner.

– ¿Un qué?

– Uno de los mejores violines del mundo… del lutier austríaco Steiner, del siglo XVII. Tengo un violín maravilloso y no tengo brazo para tocarlo -dijo con inesperada y genuina congoja.

– Pero el dinero se puede reunir…

– Sí. O robar -contestó Mirari con sequedad y una expresión de nuevo cerrada e impenetrable-. Te llamaré cuando lo tenga todo.

Bruna salió del circo y decidió regresar andando: llevaba días sin hacer ejercicio y sentía el cuerpo entumecido y los músculos ansiosos de movimiento. Había anochecido ya y chispeaba. Las aceras mojadas relucían bajo los focos y los tranvías aéreos pasaban iluminados como verbenas, atronadores y vacíos. Cuando llegó a la plaza de Tres de Mayo, que era el lugar en donde había desconectado el móvil, volvió a insertar la célula energética y encendió el aparato. Envió el dinero a Mirari y luego, tras descartar la posibilidad de acercarse al bar de Oli a cenar algo, siguió rumbo a su piso. Iba tan concentrada repasando los datos del caso que no vio venir el ataque hasta el último momento, hasta que escuchó el zumbido y adivinó un movimiento a sus espaldas. Dio un salto lateral y giró en el aire, pero no logró evitar del todo el impacto: la cadena golpeó su antebrazo derecho, que ella había levantado automáticamente como protección. Dolió, aunque eso no le impidió agarrar la cadena y tirar. El tipo que se encontraba en el otro extremo cayó al suelo. Pero no estaba solo. Con una rápida ojeada, Bruna evaluó su situación. Siete atacantes, contando al que acababa de tumbar, que ahora se estaba levantando. Cinco hombres y dos mujeres. Grandes, fuertes, en buena forma. Armados con cadenas y barras de hierro. Y lo peor: desplegados en estrella en torno a ella, tres más cercanos, cuatro un paso más atrás, cuidadosamente colocados para no dejar hueco. Una formación de ataque profesional. No iban a ser contrincantes fáciles. Decidió que intentaría romper el cerco cargando contra el rubio de los pendientes de aro: sudaba y parecía el más nervioso. Y que llevara aros para pelearse era un síntoma de bisoñez: lo primero que haría la detective sería arrancárselos de las orejas de un tirón. Bruna disponía de la cadena como arma y pensó que tenía posibilidades de escapar; pero, aun así, sin duda iba a recibir unos cuantos golpes. Era un encuentro de lo más desagradable.