– Me diste carta blanca con el dinero.
– Y si ofrecieras algún resultado, consideraría la inversión bien empleada. Pero hasta ahora… -gruñó él.
Y lo peor era que no le faltaba razón.
Se encontraban en el piso que habían compartido Myriam Chi y Valo Nabokov. Un apartamento amplio y cómodo pero fríamente funcional, como si la ideología radical no alentara demasiados refinamientos decorativos. O como si no quisieran tener demasiado arraigo con las cosas. Sólo había un detalle personaclass="underline" una foto de Myriam y Valo, abrazadas, amorosas y sonrientes. Estaba tallada tridimensionalmente a láser dentro de un bloque de cristal. Era el típico recuerdo que se confeccionaba al instante en muchos de los lugares de vacaciones. Merlín y ella también se habían hecho un retrato así en Venecia Park, en un fin de semana de turismo húmedo que se regalaron al poco de empezar su relación. Cuando su amante murió, Bruna tiró el vidrio: no podía soportar esa imagen de dicha. Pero ahora, al encontrarse con el retrato de Nabokov y Chi, la cabeza se le había disparado y se había puesto a pensar en Merlín. Cosa que, por lo general, prefería evitar.
Fuera de ese convencional souvenir cristalino, la estancia podría ser el anodino salón de cualquier apartotel. Comparada con ese entorno, la casa de Bruna incluso parecía acogedora. La rep recordó con cierto orgullo las dos copias pictóricas que tenía: El Hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci, y la Señora escribiendo una carta con su criada, de Vermeer. Eran unas reproducciones muy buenas, no holográficas sino suprarrealistas, que le habían costado bastante caras.
– Aquí no hay nada. Ya te lo dije -gruñó Habib cerrando los cajones de la cocina.
La policía acababa de desprecintar el piso después de haberlo escudriñado a fondo. Bruna imaginó al enorme Lizard husmeando por allí y la idea le resultó desagradable, más bien abusiva, incluso un poco obscena. A Myriam y a Valo no les hubiera gustado que un humano anduviera revolviendo entre sus cosas. Claro que probablemente tampoco les hubiera gustado que estuvieran ellos dos. Cuando Habib se enteró de que Bruna quería venir a inspeccionar el piso, insistió en acompañarla; y ahora estaba desplegando una actividad frenética y totalmente inútil, porque él no podía saber lo que la rep estaba buscando. De hecho, ni ella lo sabía; pero la experiencia le había enseñado que su inconsciente era más sabio que su conciencia; y que, simplemente mirando, a menudo veía cosas que los demás no veían. Indicios que le saltaban a los ojos como si la estuvieran llamando. De manera que Bruna iba detrás de Habib y volvía a abrir y a revisar todos los cajones y todos los armarios que el hombre acababa de cerrar desdeñosamente. Aunque era verdad que hasta el momento no habían encontrado nada revelador.
Entonces entraron en el dormitorio y Bruna se sintió turbada y conmovida. Éste sí era un cuarto personal, un nido, una guarida, el sanctasanctórum en el que los mortales se refugiaban, creyendo poder protegerse de la desolación del mundo. La cama, enorme, estaba cubierta de primorosos cojines de seda de brillantes colores; y en la pared de enfrente, de parte a parte, se alineaban al menos quince orquídeas blancas plantadas en barrocos tiestos dorados. Gasas color lila flotaban colgando del techo como pendones; y el suelo estaba cubierto por una esponjosa y maravillosa alfombra omaá de un rojo profundo.
– Ah. Vaya. Impresionante -dijo Habib.
Bruna se preguntó cuál de las dos, Myriam o Valo, sería la responsable de esa decoración tan femenina y opulenta. Chi, con sus uñas pintadas… O Nabokov, con sus enormes pechos y sus moños imposibles. Aunque probablemente fuera cosa de ambas… Un mundo íntimo recargado y secreto en el que coincidían. Eso era el amor, en realidad: tener a alguien con quien poder compartir tus rarezas.
– Yo había estado antes en esta casa, claro, pero… no en este cuarto. Uno nunca acaba de conocer a las personas -murmuró Habib.
Sobre la mesa de luz, la huella del infierno vivido: una infinidad de frascos, inyectores subcutáneos, parches dispensadores, pastillas, desinfectantes, apósitos, pomadas. Toda la parafernalia médica, esa sucia marea de remedios inútiles que deja tras de sí la enfermedad. También cuando Merlín murió el cuarto quedó lleno de esta triste basura. Duplomórficos contra el dolor. Antipsicóticos contra los delirios, el desasosiego y la violencia causados por el TTT. Relajantes centrales contra la angustia. Cuando él ya se había ido, todavía quedaban jirones de su sufrimiento pegados a los fármacos. Del mismo modo que ahora se podía seguir el rastro de la agonía de Nabokov en ese batiburrillo de grageas. Bruna sintió un pellizco de horror. Del viejo y conocido horror de siempre, que se desperezaba como un dragón en sus entrañas. Cuatro años, tres meses y diecisiete días. Diecisiete días. Diecisiete días.
Habib estaba a cuatro patas, en el suelo, pasando el dedo por el borde de la gruesa alfombra, a lo largo del exiguo canal entre el tapiz y el muro. Se lo estaba tomando muy en serio, se dijo la rep con cierta burla. A decir verdad, se lo estaba tomando demasiado en serio, pensó después, un poco extrañada. El androide no parecía estar registrando la casa sin más, sino buscando específicamente algo. Esa minuciosidad en la inspección, ese nerviosismo…
– Venganza -exclamó.
– ¿Cómo? -preguntó Habib, volviéndose hacia ella.
La detective había hablado en un impulso, en un ciego golpe de intuición, a modo de globo sonda. Miró a los ojos a Habib.
– Venganza. ¿Te dice algo esta palabra?
El hombre frunció el ceño.
– Pues… no mucho. ¿Qué tendría que decirme, Bruna?
Tenía un aspecto absurdo, todavía a cuatro patas, con la cabeza vuelta sobre su hombro para mirarla. Le pareció que de repente estaba demasiado simpático. El androide había utilizado su nombre de pila y además ahora su tono era amistoso, después de haberse comportado toda la mañana de modo insoportable. Bruna desconfió. Le sucedía a menudo, de repente era atravesada por el viento frío de la sospecha. Decidió no contarle lo de los tatuajes. Ése era un secreto entre Lizard y ella.
– No. Nada. Fue algo que dijo Nabokov, aquella última vez que la vi. Venganza. Y luego se marchó a matar y a morir.
Habib se puso en pie y sacudió la cabeza.
– Deliraba. Escucha, Bruna, no sé qué estamos buscando aquí. Yo creo que a Valo no le metieron ninguna memoria. Simplemente estaba muy enferma y loca de dolor por la muerte de Myriam.
La detective asintió. Probablemente el hombre estaba en lo cierto.
– Y otra cosa, Bruna… Discúlpame si estoy un poco… tenso. Dentro de dos días se celebra la asamblea del MRR para elegir al nuevo líder del movimiento. Yo creía que lo tenía fácil, pero han aparecido otros dos androides que optan por el puesto, y están desplegando contra mí la más sucia de las campañas. Me acusan de no intentar esclarecer la muerte de Myriam con suficiente ahínco, me acusan incluso de haberme alegrado de su desaparición para poder ocupar su puesto. Por eso necesito resultados cuanto antes, ¿lo entiendes? ¡Cuanto antes!
– Ya veo. Sobre todo resultados electorales -dijo la rep con cierta sorna.
Habib la miró airado.
– Pues sí, eso también. ¿Te sorprende? Estamos en un momento crítico en la historia de los replicantes y yo sé que puedo ayudar a que la situación mejore, que puedo dirigir al MRR con mano firme en este paso crucial. Yo no me alegré de la muerte de Myriam como dicen esos miserables, desde luego que no, pero quizá fuera en cierto sentido providencial. Porque yo sé lo que hay que hacer. Y creo que lo sé incluso mejor que ella. ¿Acaso es un delito aspirar al liderazgo cuando sabes que eso te va a permitir influir para bien en la sociedad?