Había terminado perorando en tono altisonante. De modo que eso era lo que estaba haciendo a cuatro patas y metiendo el hocico por los rincones: buscar votos. Aunque fuera a costa de la locura de Nabokov, de la sangre de Chi, del horror y el fuego y la violencia. Decepcionante. Miró al enojado Habib con desapego. Como solía decir Yiannis, cuánto lucía la miseria de la gente en cuanto las cosas empezaban a ir mal.
Bruna bajó de la cinta rodante, torció cautelosamente por la avenida y oteó a lo lejos los alrededores de su edificio, mientras se aferraba a una pequeñísima esperanza. Pero no: ahí estaba el omaá, con su corpachón traslúcido y su camiseta ridícula. El paciente cerco del bicho estaba convirtiendo las salidas y entradas en un martirio. La noche anterior, al llegar todavía alta de adrenalina tras el encontronazo con los matones de las cadenas, tomó su enorme sombra por la de un asaltante y casi le encajó una patada en los genitales. O en el lugar en donde los terrícolas los tienen. Pero el omaá la esquivó tan fácilmente como si hubiera adivinado su movimiento.
– Soy Maio, soy Maio. Perdona si te he sobresaltado -dijo con su voz rumorosa.
Y la rep casi había lamentado que no fuera un anónimo agresor. El alienígena la sacaba de quicio, la inundaba de una absurda culpabilidad, la obsesionaba, hasta el punto de hacerle pensar dos veces la incomodidad de volver a casa. Ahora mismo, tras acabar el registro del apartamento de Chi, hubiera preferido no regresar. Pero le pareció vergonzoso no atreverse a encarar al alienígena y además estaba Bartolo, a quien no quería dejar demasiado tiempo a solas. De modo que no tuvo más remedio que echar a correr y entrar como una exhalación en el portal, para eludir en lo posible al maldito y perseverante Maio. El alienígena se estaba convirtiendo en un problema.
Superado con éxito el primer omaá, ahora le quedaba enfrentarse al segundo. La androide abrió la puerta de su piso temerosa de lo que podría encontrar. ¿Cómo demonios había sido capaz de complicarse la vida de ese modo? Una vez más, decidió avisar inmediatamente a una protectora de animales y librarse del bubi. Asomó la cabeza con cuidado: el lugar parecía estar en orden. Nada de trajes medio masticados por el suelo. Tranquilizada, entró y cerró la puerta, y entonces vio al tragón, que estaba pegado a la pared del fondo, nerviosísimo y con la cabeza gacha, la perfecta imagen de la culpabilidad. A la rep se le cayó el ánimo a los pies.
– ¿Qué has hecho? Has hecho algo malo, ¿verdad?
Bartolo se frotaba con desesperada contrición sus pequeñas manos grises. De pronto Bruna tuvo una intuición horrible y corrió hacia la mesa del rompecabezas. Dio un suspiro de alivio: todo parecía estar bien. Pero un momento… Un momento: faltaba una pieza que había sido extraída de la zona ya resuelta. El hueco era una herida en medio del dibujo.
– ¡Te dije que no tocaras el puzle!
El bubi gimoteó.
– ¿Qué has hecho con la pieza? ¿Te la has comido, animal idiota?
– Bartolo bueno… -lloriqueó la criatura.
Y echó a correr hacia el dormitorio. Bruna lo siguió y, para su pasmo, encontró el pequeño cartón troquelado encima de la almohada de su cama, justo en medio, meticulosamente colocado. La rep lo cogió: estaba intacto, ni siquiera parecía chupado. Sin duda era un mensaje, un aviso, incluso una amenaza, pensó Bruna. Venía a decir: no me gusta que me abandones y en venganza podría haberte destrozado todo el rompecabezas, pero he sido magnánimo y no lo he hecho. Era una protesta muy sofisticada… Algo no demasiado diferente de las cabezas de perro recién degolladas que solía dejar la mafia china. La androide intentó disimular la sonrisa que le bailaba en los labios y se volvió hacia el bubi con un gesto esforzadamente adusto.
– Bartolo solo… -bisbiseó el tragón retorciéndose los dedos.
– Ya sé, ya sé que te has quedado solo y no te gusta… Bueno. Vale. Por esta vez te perdono. Pero no vuelvas a hacerlo.
El animal dio un brinco y se le subió a los brazos: Bruna sintió su aliento cálido en el cuello. Turbada y enojada, se arrancó al bubi de encima y lo dejó en el suelo. Sólo le faltaba encariñarse con una criatura de la que se iba a desprender inmediatamente.
– ¡Y esto tampoco vuelvas a hacerlo nunca más! ¡Nada de subirse y abrazarse!
Y, viendo la compungida cara del tragón, añadió enseguida:
– Venga, que voy a darte algo de comer.
Fue una información que levantó de manera instantánea los ánimos del bubi.
En ese momento entró una llamada de Mirari. El rostro peculiar de la violinista apareció en pantalla con los pelos blancos erizados como una corona de espinas.
– Ya está. Te mando un robot. Veinte minutos -dijo, y cortó.
Siempre tan escueta.
La rep llenó una copa de vino blanco y se dejó caer cansinamente en el sofá frente al ventanal, mientras Bartolo masticaba con sonoro entusiasmo su tazón de cereales. Cuatro años, tres meses y diecisiete días. Tomó un sorbo del vino. El brazo que sostenía la copa mostraba el enroscado verdugón producido por el cadenazo del camorrista y la detective pensó que era una marca simbólica. Los acontecimientos la estaban dejando contusionada, herida. De alguna manera, este caso le había removido más que ningún otro. Se había convertido en algo muy personal.
Empezó a llover. El cielo era un cambiante remolino de ennegrecidas nubes y las gotas golpeaban el cristal de la ventana, sesgadas por el viento. Un día Yiannis le había mostrado a Bruna la vieja y mítica película del siglo XX en donde se hablaba por primera vez de los replicantes. Se titulaba Blade Runner. Era una obra extraña y bienintencionada hacia los reps, aunque le resultó algo irritante: los androides tenían poco que ver con la realidad y, por lo general, eran más bien estúpidos, esquemáticos, aniñados y violentos. Por no mencionar a una tecno rubia que daba volteretas como una muñeca articulada. Aun así, en la película había algo profundamente conmovedor. Bruna se había aprendido de memoria el parlamento que decía el rep protagonista antes de fallecer, en la lluviosa azotea: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.» Y entonces inclinaba la cabeza y moría tan fácilmente. Tan fácilmente. Como un aparato eléctrico que alguien desenchufaba. Sin sufrir el tormento del TTT. Pero sus poderosas palabras reflejaban maravillosamente la inconsistencia de la vida… De esa sutil y hermosa nimiedad que el tiempo deshacía sin dejar huella. Inclinaba la cabeza el rep de Blade Runner y moría, mientras la lluvia resbalaba por sus mejillas ocultando quizá sus últimas lágrimas.
Cuando ya estaba cerca de cumplir los 10/35 años, Merlín desapareció. Se marchó. Se mudó a un hotel. Y cuando Bruna por fin consiguió localizarlo y fue a pedirle que regresara, el androide intentó ser lo más desagradable posible para apartarla de él. Pero la detective, que nunca había brillado por su elocuencia, consiguió sin embargo hacerle entender que verle morir en la distancia iba a ser todavía más doloroso. De modo que Merlín volvió, y aún disfrutaron de un par de meses de serenidad antes de que se manifestara el TTT.
Tras la aparición de la enfermedad se fueron a las Highlands, en Escocia. Tierras desnudas quemadas por el viento, riachuelos como hilos de mercurio sobre cauces negros. A los dos les gustaban los lugares remotos, fríos e inhóspitos: una de esas rarezas compartidas que formaban la base del amor. Por eso, cuando Merlín decidió retirarse a la oscuridad como un perro herido, escogió ese rincón lejano. Se instalaron en un pequeño y vetusto cottage alquilado que enseguida llenaron con su patético cargamento de instrumental sanitario y medicinas. Olor a enfermedad y tiempo envenenado. El lento y opresivo tiempo de la agonía. La muerte les rondaba como un depredador ensuciándolo todo de sufrimiento, pero Bruna aún recordaba una noche de lluvia con las gotas tamborileando en el cristal igual que ahora. Merlín dormitaba a su lado en la cama, por un momento a salvo de sus padecimientos; y ella, tumbada sobre el cobertor, leía una novela a la luz amarillenta de una pequeña lámpara. De cuando en cuando miraba a su amante: su conocida espalda ahora tan huesuda, sus facciones emaciadas, la barba crecida. Porque las uñas y el pelo seguían creciendo en los moribundos; mientras todo lo demás se colapsaba, esas pequeñas células continuaban tejiendo su sustancia con ciega y desesperada tenacidad vital. Un esfuerzo orgánico inútil que había sombreado las mejillas de Merlín y que hacía que su hermoso rostro pareciera cada vez más demacrado. Poco antes del final, Bruna lo sabía, el perfil de los enfermos se aguzaba, como para poder hender la merodeante oscuridad, para adentrarse como una proa en las tinieblas. Y la cara de su amante ya había empezado a afilarse. Pero estaban juntos y aún estaban vivos; y afuera el viento silbaba y la lluvia susurraba su canto desolado, convirtiendo aquel dormitorio en un refugio. Aquella noche se detuvo el tiempo y hubo una extraña paz en el dolor.