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A veces Bruna sentía una pena tan aguda que pensaba que no podría soportarla.

Pero después siempre podía.

Lágrimas en la lluvia. Todo pasaría y todo se olvidaría rápidamente. Incluso el sufrimiento.

Tomó otro sorbo de vino y miró su reproducción de Señora escribiendo una carta con su criada. La criada estaba esperando con los brazos cruzados a que su ama acabara de escribir, sin duda para llevarse después la carta. No tenía prisa; mientras aguardaba no estaba obligada a trabajar, era un pequeño descanso en sus labores. Se trataba de una chica joven, de rostro rollizo; permanecía de pie al fondo del cuadro y miraba con tranquilo placer por la ventana, por la que entraba una luz limpia y matinal. Fuera debía de hacer un día hermoso. La muchacha disfrutaba con naturalidad de la alegría del sol, de su juventud y su salud, de la perfecta serenidad de ese momento. La plenitud de la vida en un instante. A Bruna le conmovía ese cuadro porque era como ver un pedazo de tiempo fuera del tiempo. Le hacía sentirse como se sintió aquella noche de lluvia junto a Merlín. Aquella noche, mientras su amante moría, ella fue inmortal. Casi como un humano.

En ese instante el robot mensajero pitó a su puerta y Bruna dio un respingo exagerado: estaba con los nervios a flor de piel. Era un envío de alta seguridad, de manera que tuvo que dejar que el robot le hiciera un reconocimiento de ADN antes de poder recoger el estuche sellado e impermeable. ¿Cómo demonios habría conseguido Mirari su perfil de ADN?, se preguntó la rep, algo molesta: la violinista era una mujer peligrosa. Rompió los precintos y sacó un ordenador de muñeca, una lenteja de datos y una chapa civil tan perfectamente confeccionada que incluso estaba un poco abollada, como si hubiera sido sometida a un largo uso. Introdujo la chapa en el ordenador central y constató que era de una mujer de treinta años llamada Annie Heart, natural de Tavistock, Devon, antigua Gran Bretaña, profesora de robótica aplicada en la Universidad Técnica Asimov de Nueva Barcelona. Después venían los archivos encriptados habituales en donde aparecerían los demás datos de Heart: historial médico, perfil genético, expediente estudiantil, currículo laboral, ficha dental, informes financieros y bancarios, informes de seguridad, incidencias policiales o penales, listado de actividades e intereses y así hasta cerca de cien referencias distintas, que sólo podían ser abiertas si se disponía de las diversas claves de autorización. Ella, naturalmente, como propietaria de la identidad, podría sin duda consultarlas todas. Tendría que estudiarlas con atención para saber quién era esa tal Annie Heart en la que se iba a convertir por unos días, pero antes de hacerlo metió la lenteja en la ranura del ordenador. En la pantalla apareció el rostro de Mirari.

– Sólo aseguro cobertura plena de investigación durante seis días. Mejor cinco, para quedarnos en la zona segura. En cuanto al móvil, te he comprado un mes de uso con un satélite clandestino, así que sólo será no rastreable durante ese tiempo. Mírate el archivo FF3. Creo que he hecho un buen trabajo -dijo.

Y sonrió, una pequeña y pícara sonrisa inesperada en la siempre adusta violinista. La lenteja de datos se apagó. El archivo FF3 era un informe policial. Annie Heart había sido detenida en una manifestación supremacista en Nueva Barcelona tres días antes acusada de haber participado en la paliza sufrida por un tecnohumano. Pero a las pocas horas había sido puesta en libertad porque, aparte del confuso testimonio de la víctima, no se encontraron testigos contra ella, y porque Heart no militaba ni había militado nunca en ningún grupo radical humano y sostuvo que simplemente pasaba por allí. Bruna sonrió: era un detalle perfecto, justo lo que necesitaba. Impecable Mirari.

La rep confirmó en el ordenador que, como le había dicho Habib, el PSH había pedido un PeEfe. Los partidos no recibían ninguna ayuda del Estado; se mantenían por las cuotas de los afiliados y por las donaciones, pero estas últimas estaban estrictamente reguladas y, para recibirlas, había que sacar un Permiso de Financiación. Los PeEfes podían ser de dos, cuatro o seis meses, y durante ese periodo el partido podía solicitar y recibir fondos de particulares o empresas, previo abono de cierta cantidad de dinero a Hacienda. Se suponía que esa suma era para pagar a los inspectores que controlaban las operaciones, pero en realidad era una especie de impuesto indirecto cuya aplicación levantaba muchos resquemores. Que un partido tan reacio a reconocer la legalidad del Estado como el PSH hubiera transigido en pedir un PeEfe indicaba mucha necesidad financiera, o planes inminentes, o ambas cosas. El Permiso de Financiación de los supremacistas era de dos meses y ya sólo les quedaban dos semanas. Probablemente estuvieran ansiosos de rebañar lo más posible antes de que su tiempo se agotara, pensó Bruna. Y eso podía ser muy bueno para ella.

La rep se pasó la hora y media siguiente estudiando los detalles de la identidad falsa y devorando una inmensa ración precocinada de arroz con tofu. Bartolo roncaba. A continuación, Bruna ordenó la casa, hizo la cama, colocó tres piezas del puzle, escuchó un concierto de Brahms. El tragón seguía durmiendo a pierna suelta. Entonces la rep tuvo una súbita intuición: se sentó ante la pantalla principal e introdujo la palabra «Hambre». El archivo que ocupaba el séptimo lugar del listado de respuestas decía así:

//HAMBRE

El mejor centro multiocio de Madrid.

Un local polivalente para saciar todo tipo de voracidades.

Avenida Iris, 12. Abierto 24 horas, 365 días al año.//

De modo que Hambre era el nombre de un garito… De hecho, ahora le parecía que le sonaba vagamente de haberlo visto en los anuncios o en las noticias. Era un multi-ó, como se les conocía coloquialmente; un megacentro de entretenimiento que cultivaba diversos registros: restaurantes, bares, discotecas, juegos virtuales, todo con las últimas tecnologías, con el énfasis puesto en lo espectacular y con zonas dedicadas a los gustos de los reps y de los alienígenas. La rep había estado en un multi-ó en París. Y fue bastante divertido. Quizá fuera eso lo que quería decir Bartolo; quizá Cata Caín frecuentaba el lugar. No estaría de más darse una vuelta por allí.

Cuatro horas más tarde, Bruna salió de su casa vistiendo el traje lila, uno de sus preferidos, y con el etéreo y luminoso pectoral de oro colgando de su cuello. Iba muy elegante, quizá demasiado, pensó al llegar a la avenida Iris: se trataba de una zona industrial de las afueras de Madrid. El número 12 era una torre circular de seis pisos. Carecía de ventanas salvo la última planta, que estaba ocupada por el restaurante principal, y los muros tenían un revestimiento luminoso y opalino que iba cambiando lentamente de tonalidades. En la azotea, un enorme cartel decía Hambre con letras que parecían estar ardiendo: debía de tratarse de algún truco holográfico. Ya era de noche, la hora de la cena, y el enorme vestíbulo del multi-ó estaba bastante concurrido por un público variopinto, desde chicos jóvenes que apenas si parecían haber superado la edad del toque de queda a kalinianos con imperdibles hincados en sus mejillas o parejas maduras de aspecto opulento y convencional. Bruna se detuvo ante los paneles de información interactivos y repasó las diversas posibilidades del lugar. Por encima de su cabeza, en una pantalla pública, Inmaculada Cruz, la presidenta regional, discutía furiosamente en el hemiciclo: por lo visto la oposición había presentado una moción de censura contra ella. La situación continuaba cumpliendo su inexorable escalada de crispación.