La detective miró a su alrededor y no consiguió ver a ningún otro tecnohumano. Estaba sola, con su traje elegante y su collar de oro.
Se acercó al hombre joven de cejas afeitadas que ocupaba la mesa de información situada en el centro del vestíbulo y le enseñó una foto de Cata Caín.
– ¿Te suena de algo?
– Ah, sí, la pobre Caín… nos quedamos todos horrorizados -contestó el tipo con naturalidad.
– ¿Ah, sí? ¿Tan conocida era por aquí? ¿Venía mucho?
– ¿Cómo que si venía mucho? Caín trabajaba aquí… en la discoteca lunar.
Bruna frunció el ceño.
– ¿De veras? ¿Desde cuándo? ¿Y cómo no ha contado nadie esto? Que yo sepa, Cata tenía un empleo administrativo en una empresa hotelera.
– Bueno, lo de aquí era sólo un trabajo parcial… Echaba una mano en la gestión de la disco… Mantenimiento, intendencia, contabilidad… Llevaba como cuatro meses viniendo algunas horas por las tardes. Hasta que un día dejó de venir. Y dos días después estaba muerta. Pero pregunta en la primera planta, ahí la trataban más…
Siguiendo el consejo del chico, Bruna subió a la disco lunar del primer piso. Arrimó el móvil al ojo cobrador y le cargaron treinta ges: era un local carísimo. Las puertas metálicas se abrieron con un soplido neumático y la rep entró a una especie de balconcillo que dominaba una vasta sala circular. En un extremo estaba la pista de baile; junto a ella, un poco elevada, como suspendida en el aire, la barra fulgurante y opalina, y el resto del lugar estaba cubierto por cómodos sofás flotantes en los que la gente se sentaba o se tumbaba a beber y charlar.
Reinaba una especie de oscura luminosidad, un fulgor contenido, y el decorado imitaba el vacío exterior, con estrellas y planetas girando lentamente en la distancia. Realmente estaba muy bien conseguido: uno se sentía flotando en la negrura del cosmos, y este efecto estaba potenciado por el hecho de que la discoteca poseía una gravedad inferior a la terrestre. Bruna comenzó a descender por una de las dos escalinatas hacia la disco y experimentó la borrachera de la relativa ingravidez, la maravillosa y engañosa ligereza. Pese al nombre del local, sin duda no estaban a una gravedad tan baja como la lunar, que apenas era un sexto de la de la Tierra. Pero sí podían estar a dos tercios. Bruna tuvo que hacer un esfuerzo de control para no salir volando y rodar escaleras abajo.
Se acercó a la barra con mullidas y elásticas zancadas y tuvo que agarrarse al mostrador para pararse. Era divertido. Era muy divertido. Producía una sensación de mareo burbujeante y de impunidad. Como si nada malo pudiera sucederte mientras tu cuerpo pesara tan poco.
La primera copa de vino blanco se la vertió entera encima de la cara porque la levantó con demasiada fuerza, y el ataque de risa le duró unos minutos. El barman acompañó sus risas amablemente, aunque se veía que estaba acostumbrado a esos desastres. Todavía con lágrimas en los ojos, la rep preguntó al empleado por Cata Caín. Parecía una buena persona, contestó el hombre. Tímida, reservada, trabajadora. No tenía amigos. No hacía confidencias. No salía con nadie. No había nada especial que contar sobre ella.
O quizá sí, añadió de repente el barman, echando una disimulada ojeada al extremo de la barra: en un par de ocasiones se tomó una copa con aquella tipa.
Bruna miró. Era una mujer larguirucha, quizá tan alta como ella pero muy delgada, envuelta en una especie de hábito morado y con el pelo lacio partido a la mitad y cayendo a ambos lados de su rostro huesudo. Estaba acodada en una esquina de la barra absorta en la vacua contemplación de su bebida, un trago alto con un líquido rosado fosforescente. La mujer tenía algo tristón y un poco repulsivo. La detective agarró su copa y se acercó a ella.
– Hola.
La otra le lanzó una ojeada más bien hostil y no contestó.
– Me llamo Bruna.
La mujer continuó callada y se las arregló para que ese silencio resultara agresivo. El pelo era lacio porque estaba muy sucio: dos cortinas de pesados cabellos grasientos comiéndole la cara. En el hoyo del escote, un pequeño tatuaje verdinegro: una letra S muy entintada, curvada sobre sí misma, pesada y convulsa. Era grafía labárica, seguro. Y el color morado del informe hábito…
– Eso es una letra de poder… Y tú eres labárica. Nunca pensé que los únicos frecuentaran las discotecas terrícolas. Creí que teníais prohibidos estos excesos…
La mujer la miró con gesto iracundo y luego apuró su copa de un solo trago. La bebida pareció serenarla un poco.
– Yo no soy labárica. Ya no. Eh, tú, ponme otra igual.
– Déjame que te invite. Y yo también tomaré lo mismo. ¿Qué es?
– Vodka con grosella irisada y oxitocina. La dosis mayor que permite la ley -dijo el camarero.
– Vaya… no me vendrá mal.
La oxitocina en pequeñas cantidades fomentaba la empatía y el afecto. Por eso la llamaban la droga del amor. Al escuerzo de la melena grasienta también debía de estarle haciendo efecto, porque ahora se la veía más accesible. El barman trajo los dos luminosos vasos altos y la rep se apresuró a beber, con la esperanza de que la mujer la imitase y la droga la ablandara un poco más. Funcionó. Cuando la larguirucha dejó sobre la barra su vaso ya mediado, se giró hacia Bruna y retiró una de las cortinas de pelo que tapaban su cara. Se inclinó un poco hacia delante, mostrando a la rep el lado derecho de su rostro; en la sien había un tercer ojo, o más bien un proyecto de ojo, un globo ocular sin terminar de cubrir del todo por los rudimentarios y paralizados párpados, con el iris y la pupila cegados por una película blanquecino grisácea. Volvió a dejar caer el cabello y se echó para atrás.
– Eres una mutante -dijo Bruna.
– Por eso me expulsaron de Labari. Estuve haciendo saltos TP para ellos, estuve trabajando en la mina que el Reino tiene en Potosí, y cuando el desorden atómico me deformó, los únicos me echaron de la Tierra Flotante.
– ¿Cuántos saltos hiciste?
– Ocho.
– ¡Qué barbaridad! ¡Eso es ilegal! ¡Los Acuerdos de Casiopea prohíben teletransportarse más de seis veces!
– Pero el Reino de Labari no firmó los Acuerdos. Allí las personas se tepean indefinidamente. Se supone que el Principio Único Sagrado te defiende de todo mal. Si eres una persona lo suficientemente Pura, el Principio te protege. Los buenos únicos no padecen jamás el desorden atómico.
– Eso es una imbecilidad. No es una cuestión de fe, sino de estadística y de ciencia.
– Pues yo me lo creía… y a veces me parece que todavía lo creo… -comentó sombríamente la mujer-. En Labari se usa el desorden TP para los Juicios Sagrados. Si dos personas de las castas superiores, sacerdotes o amos, tienen alguna causa grave que dirimir, se ponen bajo la protección del Principio Único y comienzan a tepearse; y aquel que resulta atacado por el desorden TP es el culpable. Los Juicios Sagrados son públicos y yo he asistido a algunos, y puedo asegurarte que funcionan.