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– ¿No está Gándara?

– Está de vacaciones.

El hombre pareció relajarse un poco al ver que Bruna conocía al forense titular. Era un joven bajo y fofo y tenía uno de esos rostros en serie de la cirugía plástica barata, un modelo escogido por catálogo, el típico regalo de graduación de unos padres de economía modesta. De repente se habían puesto de moda los arreglos faciales y había media docena de caras que se repetían hasta la saciedad en miles de personas.

– Bueno. Entonces hablaré contigo. Me interesa uno de los cadáveres. Cata Caín. Es una tecnohumana a la que le falta un ojo. Murió ayer.

– Ah, sí. Le hice la autopsia hace unas horas. ¿Era familiar tuyo?

Bruna le miró durante medio segundo, imperturbable. Un rep familia de otro rep. Este tipo era imbécil.

– No -dijo al fin.

– Pues entonces, si no es familia y no traes orden del juez, no puedes verla.

– No necesito hacerlo. Sólo querría que me dijeras cuál ha sido el resultado de la autopsia.

El hombre dibujó un gesto de exagerado escándalo en su cara de plástico.

– ¡Y eso mucho menos! Es información altamente reservada. Y además, si no eres de la familia, ¿cómo has podido entrar hasta aquí?

Bruna inspiró hondo y se esforzó en poner una expresión amigable y tranquilizadora, la expresión más amigable y tranquilizadora posible teniendo en cuenta el cráneo rapado, las pupilas felinas, el tajo de tinta partiéndole la cara. No consideró prudente contar que el viejo Gándara le había proporcionado un pase permanente al Instituto, pero sacó su licencia profesional de detective privado y se la enseñó al tipo.

– Mira, esa mujer era mi vecina… Y mi clienta… Me había contratado para que la protegiera, porque sospechaba que alguien quería matarla… -improvisó sobre la marcha-. No puedo decirte más, ya comprenderás, es un asunto de confidencialidad profesional. Fui yo quien avisó a Samaritanos, estaba conmigo cuando se arrancó el ojo. Si tienes ahí el parte policial, verás mi nombre, Husky… Caín perdió la razón, y temo que se haya intoxicado con algo… Es decir, temo que la hayan envenenado. Necesito saberlo cuanto antes… Verás, no debería estar contándote esto, pero quizá haya más personas intoxicadas… Y quizá estemos todavía a tiempo de salvarlas. Ni siquiera te pido que entres en detalles… Dime la conclusión final y ya está. O me dejas ver el informe un segundo. Nadie se va a enterar.

El médico movió negativamente la cabeza con pomposa lentitud. Se veía que disfrutaba de su pequeño poder para fastidiar.

– No puedo hacerlo. Pide una autorización al juez.

– Tardaría demasiado. ¿Vas a arriesgarte a ser responsable de la posible muerte de otras personas?

– No puedo hacerlo.

Bruna frunció el ceño, pensativa. Luego rebuscó en su mochila y sacó dos billetes de cien gaias.

– Claro que estoy dispuesta a compensar la molestia…

– ¿Por quién me has tomado? No necesito tu dinero.

– Cógelo. Te vendrá bien para arreglarte esa nariz rota.

El hombre se tocó el apéndice nasal con gesto reflejo. Palpó con amoroso cuidado las aletas siliconadas, el caballete perfilado con cartílago plástico. Por su cara desfilaron las emociones en clara sucesión, como nubes atravesando un cielo ventoso: primero el alivio al comprobar que su nariz sintética seguía intacta, después la lenta y abrumadora comprensión del significado de la frase. Los ojos se le pusieron redondos de inquietud.

– ¿Es… es una amenaza?

Bruna se inclinó hacia delante, apoyó las manos en la mesa, acercó su cara a la del hombre hasta casi rozarle la frente y sonrió.

– Por supuesto que no.

El forense tragó saliva y recapacitó unos instantes. Luego se volvió hacia la pantalla y masculló:

– Abrir informes finales, abrir Caín…

El ordenador obedeció y la pantalla empezó a llenarse de imágenes sucesivas de la rep tuerta, un pobre cuerpo desnudo y destripado en las diversas fases de la disección. Por último, el cuchillo láser cortó el cráneo como quien parte en dos una naranja, y una pinza robótica sondeó delicadamente la masa gris, que estaba demasiado sonrosada. Era el cerebro más rojizo que Bruna había visto jamás, y había visto algunos. La pinza emergió de la grasienta masa neuronal con una pequeña presa agarrada en el pico: era un disco diminuto de color azul. Una memoria artificial, pensó Bruna con un escalofrío, y seguro que no era el implante original. Desde la pantalla, la voz del forense estaba recitando los resultados: «Puesto que el sujeto tecnohumano tenía 3/28 años de edad y estaba aún lejos del TTT, podemos descartar que el deceso sea natural. Por otra parte, el implante de memoria encontrado carece de número de registro y sin duda proviene del mercado negro. Este forense trabaja con la hipótesis de que dicho implante esté adulterado y haya causado los edemas y hemorragias cerebrales, provocando un cuadro de inestabilidad emocional, delirios, convulsiones, pérdida de consciencia, parálisis y, por último, muerte del sujeto por colapso de las funciones neuronales. Se ha enviado el implante al laboratorio de bioingeniería de la Policía Judicial para que pueda ser analizado.»

Pobre Caín. Le pareció que podía volver a ver a su vecina arrancándose el ojo con su blando y horrible sonido como de trapos rasgados. Le pareció que escuchaba otra vez sus palabras alucinadas y que sentía su angustia. Cuando llegaron los de Samaritanos ya estaba rígida, por eso no le extrañó que cuatro horas después llamaran para comunicarle que había muerto. En el entretanto, Bruna fue a la conserjería del edificio y entró en el piso de la mujer junto con uno de los porteros. Así se enteró de que se llamaba Cata Caín, que era administrativa, que esa casa había sido su primer domicilio después de la paga de asentamiento, porque sólo tenía tres años rep, o veintiocho virtuales, demasiado joven para morir. Según el contrato de alquiler llevaba once meses en el apartamento, pero el lugar parecía tan vacío e impersonal como si nadie lo habitara. De hecho, no se veía ninguno de los pequeños recuerdos artificiales siempre tan comunes, la consabida foto de los padres, el holograma de la niñez, la velita sucia de una vieja tarta, el póster electrónico con las dedicatorias de los amigos de la universidad, el anillo que los adolescentes solían regalarse al dejar de ser vírgenes. No había replicante que no guardara esa colección de basurillas; pese a conocer su falsedad, los objetos seguían manteniendo una especie de magia, seguían ofreciendo consuelo y compañía. Así como los parapléjicos soñaban con andar cuando utilizaban las gafas virtuales, los reps soñaban con tener raíces cuando contemplaban las piezas artificialmente envejecidas de su utilería: y en ambos casos, aun sabiendo la verdad, eran felices. O menos desgraciados. La propia Bruna, tan reacia a las efusiones emocionales, no había sido capaz de desprenderse de todos sus recuerdos prefabricados. Sí, había destruido las fotos familiares y el holograma de la fiesta de su abuela (cumplía ciento un años; murió poco después; esto es, murió supuestamente), pero no pudo tirar el collar del perro de su infancia, Zarco, grabado con el nombre del animal, ni una foto de su niñez de cuando tenía alrededor de cinco años, perfectamente reconocible ya y con los ojos tan cansados y tan tristes como ahora.