– ¿Qué cosas?
– No aquí. En persona.
– ¿En el bar de Oli dentro de dos horas?
– Perfecto. Hasta luego.
La rep cortó la transmisión, ordenó a la computadora que pusiera música (la lista de reproducción 037, unos temas hipoacústicos que eran a la vez relajantes y suavemente euforizantes) y luego desencajó el pequeño horno lumínico que tenía empotrado en la cocina. Metió la mano en el hueco y abrió la trampilla que había detrás y que ocultaba la caja secreta en la que guardaba todo aquello que no quería que nadie viese, como, por ejemplo, la pequeña pistola de plasma para la que carecía de permiso. O sus reservas de dermosilicona.
Hacía bastante tiempo que Bruna no se transformaba, pero era algo que siempre se le había dado bien. Lo primero que hizo fue desnudarse; luego calentó un pellizco de dermosilicona hasta que se licuó, y rápidamente extendió esa grasilla sutil y rosada por encima de la línea de tinta que recorría su cuerpo. Probablemente la parte de la espalda quedó peor aplicada, pero a fin de cuentas iba a estar oculta por la ropa. Se colocó con las piernas y los brazos abiertos, igual que el hombre de Vitrubio de Da Vinci, bajo la lámpara de luz ultravioleta, y a los dos minutos la fina película ya se había secado y fundido perfectamente con la piel, ocultando por completo su tatuaje. Ahora sólo podría quitarse la silicona con dermodisolvente. A continuación se colocó las lentillas: escogió unas de color verde oscuro que parecían muy naturales y que camuflaban sus características pupilas felinas. Después vino la peluca, rubia ceniza y autoadherente con el calor del cuerpo, y unas cejas postizas del mismo color y un poco más anchas que las naturales. Redondeó un poco sus mejillas metiéndose en la boca dos prótesis de goma anatómica, y acto seguido se puso una ropa interior con relleno que engrosó sus nalgas y aumentó dos tallas sus pequeños pechos de amazona. Luego vino el maquillaje: un poco exagerado, algo retro, con los labios muy rojos y los ojos resaltados con sombras doradas. Escogió un traje de falda pantalón, un aburrido atuendo convencional que sólo utilizaba en estos casos, y peinó con cuidado el sedoso cabello, que caía hasta los hombros. Se miró en el espejo: lo bueno de tener naturalmente un aspecto tan marcado como el suyo era lo rápido que podía cambiarlo. Sólo había tardado veinticinco minutos en transformarse y ni su madre hubiera podido reconocerla. Si su madre hubiera existido, por supuesto. Estaba tan rubia, tan aparatosamente femenina… ¿Le gustaría más a Nopal si fuera así? El recuerdo del escritor se deslizó por su memoria dejando un rastro de fuego… Pensar en él le resultaba demasiado turbador. Le asqueaban los memoristas y encontraba a Nopal intimidante y ambiguo. Pero la noche anterior, en la disco, en la tibieza de sus brazos, en la excitación de la música y la oxitocina, Bruna se hubiera entregado a él. Sin embargo, él la había rechazado. La rep volvió a sentir el sabor de la sangre de Nopal en sus labios. Sacudió la cabeza, desasosegada y confundida. En realidad preferiría no volver a verle nunca más.
Escogió unos zapatos discretos y cómodos, porque nunca se sabía cuándo había que salir corriendo, y se quitó su chapa civil de la cadena que llevaba al cuello y la sustituyó por la que le había proporcionado Mirari. Luego llenó un bolso de mano con cuanto necesitaba y se dispuso a salir. En ese momento entró una llamada. Miró el indicativo de identidad: era Lizard.
– Maldita sea…
Pasó a modo invisible y contestó. En la pantalla apareció el carnoso rostro del policía.
– ¿Husky? ¿Estás ahí?
– Aquí estoy.
– ¿Por qué no te dejas ver?
– ¿Llamas para darme los resultados de la autopsia de Nabokov?
– ¿Por qué no te dejas ver? Según la señal de GPS de tu móvil, estás en casa. ¿Tienes a alguien apuntándote a la cabeza con una pistola de plasma?
– ¿Quieres hacer el maldito favor de dejar de rastrearme?
– Lo pregunto en serio, Husky…
Lo dijo con una pequeña sonrisa sardónica bailándole en los labios y, sin embargo, a Bruna le pareció que, al fondo de todo, había cierta preocupación real. Como si el inspector hubiera fingido esa sonrisa para ocultar que, cuando aseguraba hablar en serio, en realidad sí que hablaba en serio. La rep sacudió la cabeza: con Lizard todo parecía estúpidamente complicado.
– Puedes creerme. No pasa nada.
– ¿Y entonces por qué no te dejas ver?
Era tan obcecado como un perro de presa. Ya lo había dicho Nopal.
– Porque no quiero que veas el aspecto que tengo.
– ¿Por qué?
– Mmmm… digamos que porque hoy no me encuentro lo suficientemente atractiva para ti.
La detective había usado un tono burlón, pero de repente se le cruzó por la cabeza que tal vez se burlaba para ocultar que, cuando hablaba de atraerle, en realidad quería atraerle de verdad. Oh, por todas las malditas especies, masculló Bruna para sí misma, exasperada.
– Escucha, Lizard, no tengo tiempo para tonterías. Si no vas a decirme nada, me voy.
El policía se frotó la sólida mandíbula.
– En realidad sí que tengo cosas que contarte. Pero espera un momento…
Se inclinó hacia delante y la imagen desapareció.
– ¿Lizard?
– Aquí sigo. Es que no me gusta estar en desigualdad de condiciones.
Había pasado él también al modo invisible. Maldito orgulloso cabezota, se dijo Bruna.
– Por mí, perfecto. Como si quieres enviarme un robot mensajero -rezongó, desdeñosa.
Pero lo cierto era que le fastidiaba un poco no verle la cara.
– El cuerpo de Nabokov quedó demasiado destrozado por el explosivo. Ni siquiera se puede establecer si llevaba una memoria artificial o no. Estaba en fase terminal del TTT y tenía metástasis cerebral masiva, de manera que su comportamiento bien pudo ser debido a la enfermedad.
– Esto ya lo sabíamos. ¿Es todo lo que tienes que contarme?
– Casi todo.
Hubo un silencio durante el cual la detective no pudo dejar de mirar la pantalla vacía, como si la borrosa bruma de píxeles fuera a revelarle un importante secreto.
– Hemos encontrado algo en el piso de Nabokov y de Chi.
Bruna volvió a ver en su imaginación el masivo corpachón de Lizard rebuscando entre las vaporosas gasas lilas del dormitorio. Una escena desagradable.
– Era una lenteja de datos disimulada debajo de la piedra de un anillo. Un escondite ingenioso. Tal vez no la hubiéramos encontrado nunca si el mecanismo de la piedra no hubiera estado mal cerrado. Al mover el anillo, la lenteja cayó al suelo.
– ¿Y…?
– Es una especie de panfleto supremacista. No cita para nada al partido de Hericio, sino que dice hablar en nombre de un vago panhumanismo. Aseguran tener un plan para exterminar a los reps, y lo más importante es que hay imágenes de todas las víctimas, incluso de Chi, mostrando el tatuaje con la palabra venganza. De modo que la lenteja parece haber sido grabada por los asesinos.
Bruna frunció el ceño, intentando encajar este nuevo dato.
– ¿Y tú por qué crees que Nabokov tenía eso, Lizard?
– No sé. Pero pienso que alguien se lo pudo hacer llegar para calentarle la cabeza.
Era una buena hipótesis. Si Nabokov vio esa basura estando tan enferma como estaba, su violenta reacción resultaba más comprensible, pensó la detective.
– Por eso me habló de venganza cuando nos vimos…
– Por cierto, el forense tampoco pudo determinar si Nabokov llevaba tatuada alguna palabra. En lo que queda de ella no hay nada.
– Están hechos con escritura de poder labárica. Los tatuajes, digo.
Bruna se quedó un poco sorprendida de sí misma. Asombrada de la facilidad con que le había dado el dato al inspector. Claro que el hecho de que alguien te salvara de una paliza solía crear cierta confianza. Dudó apenas un instante y luego le contó a Lizard todo cuanto sabía. Le habló de Natvel, y del segundo empleo que Caín tenía en Hambre, y de lo que le había dicho la mutante del tercer ojo. Le dijo todo, en fin, menos que se había disfrazado de humana y que se disponía a infiltrarse en el PSH. No le pareció prudente revelar que estaba transgrediendo un montón de leyes.