La alojaron en el piso doce, dos por debajo de Annie Heart, y la rep subió hasta su nuevo cuarto, en el que se había registrado con su verdadero nombre, arrastrando los pies y un vago desconsuelo. Entró en la habitación y se dejó caer de espaldas sobre la cama, sintiendo de repente todo el agotamiento de ese día demasiado largo. El cansancio se acumulaba en sus músculos, en la parte inferior de sus piernas y sus brazos, como si la fatiga fuera agua y pesara en su cuerpo, aplastándola contra la colcha. Por un instante estuvo tentada de cerrar los ojos y dormir allí mismo, pero sabía que era mejor que volviera a casa. Con un esfuerzo de voluntad, giró en el lecho y engurruñó el cobertor y las sábanas para que los robots de la limpieza tuvieran algo que hacer a la mañana siguiente. Luego se levantó, agarró sus bártulos y volvió a dejar el edificio por la escalera de emergencia.
Caminó un par de manzanas para que no pudieran relacionarla con el hotel y para verificar que no estaba siendo seguida, y después tomó un taxi: estaba demasiado cansada para hacer economías. Bajó frente a su puerta y ahí se encontraba el alienígena, como siempre, en mitad de la noche, en la inmensa soledad de su corpachón. Y de su diferencia. La rep volvió a sentir que la congoja subía por su garganta y se la cerraba. Pobre Maio. Pobre Nabokov. Pobres víctimas de Nabokov. Pobres todos. Cruzó frente al bicho sin querer mirarlo y se apresuró a poner su huella en la cerradura para abrir el portal. Debía de tener los dedos manchados de silicona cosmética, porque tuvo que repetir el gesto varias veces. El malestar crecía en su interior y ya se estaba convirtiendo en un dolor de pecho. Cuatro años, tres meses y dieciséis días, pensó, como quien musita una jaculatoria. Un mantra privado para momentos de angustia. Cuatro años, tres meses y dieciséis días.
– Son quince días, Bruna. Son casi las dos de la madrugada. Ya es jueves -dijo la rumorosa, líquida voz de Maio.
La rep se quedó paralizada. En el silencio resonó el mecanismo de la cerradura al abrirse, pero la detective no empujó la puerta. Volvió lentamente la cabeza hacia el alienígena y se miraron unos segundos sin pronunciar palabra.
– Sí. Puedo leer tus pensamientos, Bruna. Lo siento. Quizá debería habértelo dicho -susurró Maio.
Y sus palabras sonaban como granos de arena rodando suavemente por el interior de una caña hueca.
Al demonio, se dijo Bruna. No me importa nada. El bicho ha ganado. Que duerma en casa. Ya le buscaremos un lugar para vivir. Pero que no se crea que va a volver a meterse en mi cama.
– No te preocupes, Bruna, puedo dormir en el sofá. Muchas gracias -dijo el alien.
La androide resopló, un poco exasperada: Cielos, pensó, ¿entonces…?
– ¿… no hace falta que hable contigo, todo me lo adivinas sin que diga nada? -concluyó en voz alta.
– Oh, no, no, Bruna, es mucho mejor hablar normalmente, resulta más cómodo porque así estamos al mismo nivel. Y además muchas veces lo que los humanos pensáis no es lo que luego decís. Y lo que decís es lo que queréis que el mundo vea. Yo prefiero ver tus palabras y así saber quién quieres ser por fuera.
A Bruna le pareció un razonamiento demasiado lioso para lo tarde que era, para su cansancio.
– Bueno. Déjalo. Entremos de una vez. ¿Tienes hambre?
– No, gracias.
– Mejor. No sé lo que coméis los alienígenas. Y no me lo cuentes ahora. No quiero oírlo. Sólo quiero dormir.
Lo dijo con un tono áspero y gruñón, pero lo cierto era que, de algún modo, Bruna se sentía bien por haberle dicho al omaá que pasara. Los monstruos unidos eran un poco menos monstruosos. Cuatro años, tres meses y quince días. Quince días.
Bruna tuvo que reconocer que el omaá no molestaba nada, y eso que el bicho era muy grande y el apartamento más bien pequeño. Además Bartolo y él se llevaban de maravilla; el bubi casi se volvió loco de contento cuando vio a su compatriota, y desde la llegada del alienígena la mascota no se apartaba de su lado: durmió enroscada a su espalda y ahora estaba encaramada en su hombro. Fue Maio quien preparó el desayuno para todos, acertando al milímetro con los gustos de la rep: lo de la lectura del pensamiento tenía sus ventajas. El alienígena también desayunó con una especie de cereal en polvo que mojó en caldo caliente, haciendo hábiles bolitas entre los dedos con la pasta resultante. La rep le miró comer con fascinación y luego vio cómo guardaba el sobrante de los alimentos en su mochila.
– Comida omaá. La venden en la sección interespacial de algunos supermercados para gourmets, aunque bastante cara. También puedo comer harinas vuestras, pero son mucho menos energéticas. Tengo que devorar kilos de pan terrícola para que me alimente como estas bolitas. Además me gustan el queso y la fruta, y he aprendido a comer huevos. No están mal de sabor, aunque si pienso lo que son dan un poco de asco. Pero nada de cadáveres, por favor. Ni carne ni pescado. Ni siquiera pasta de proteína marina. Le ponen camarones y otros seres, además del concentrado de algas -explicó, como si estuviera respondiendo a una pregunta.
Y era verdad que la rep se lo estaba preguntando mentalmente.
– Y eso de no comer cadáveres, ¿es por principios o porque os sienta mal? Físicamente, digo.
– Sienta muy mal. Va endureciendo el kuammil. Con el tiempo puede llegar a matarte. El kuammil es como vuestra alma.
– No tenemos alma.
– Nosotros tampoco. Tenemos kuammil.
– Quiero decir que el alma no existe.
– Bueno, era por poner un símil fácil. El kuammil sí existe. Si quieres, te puedo hacer un resumen del funcionamiento de nuestro organismo.
Bruna miró la piel traslúcida de la criatura, rosada y azulosa, palpitante, mudable como un cielo al atardecer, y se estremeció. Llevaba un rato sin ser consciente de la diferencia del alienígena, de hecho se estaba empezando a acostumbrar a él, pero de pronto volvía a percibir con desasosiego la rareza extraordinaria de ese cuerpo. En ese momento entró una llamada en el móvil que le había proporcionado Mirari y Bruna agradeció la interrupción para no tener que contestar a Maio. E inmediatamente se dijo: qué tontería, si él ya ha percibido todo lo que he pensado.
Descolgó la llamada en modo invisible. En la pantalla apareció el rostro de Serra, el lugarteniente de Hericio.
– ¿Por qué no te veo? -dijo el hombre, suspicaz, a modo de saludo.
– He manipulado mi ordenador móvil para impedir que puedan localizarme, no quiero que queden pruebas de este viaje a Madrid… Recuerda lo que te dije: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha… Pero el caso es que he debido de estropear algo porque no consigo enviar imágenes.
El tipo cabeceó, apaciguado por la respuesta.
– Sí… tampoco entendíamos por qué no eras rastreable.
– Rastrear un móvil es ilegal, como bien sabes…
Serra sonrió despectivamente.
– Como dice Hericio, nada más lícito que desobedecer las leyes de un sistema ilegítimo… Bien, Annie Heart… Quiero hablar contigo. Dentro de una hora en el Saturno.
Y colgó.
¡Una hora! La rep agarró al vuelo la bolsa de viaje y salió corriendo hacia el Majestic. Subió como Bruna Husky, se transformó a toda prisa en Annie Heart y bajó rogando a la memoria del gran Gabriel Morlay no haber olvidado ningún detalle de su camuflaje. Al llegar a la planta cero, respiró hondo y enfrió su agitación. Salió del ascensor con aire relajado y paso tranquilo, como si no tuviera ninguna prisa, aunque en esos momentos se estaba cumpliendo la hora que le había dado el lugarteniente del PSH. Pero sí: no se había equivocado en su suposición. Allí estaba de nuevo la sombra, el chico joven del día anterior o quizá otro, todos esos cachorros supremacistas se parecían demasiado, eso era justamente lo que tanto valoraban, la homogeneidad, la semejanza. Se dejó seguir mientras caminaba con estudiada parsimonia hacia el Saturno. Aunque estaba bastante cerca del hotel, su paso indolente hizo que tardara casi veinte minutos en avistar el bar. No llegó a entrar en el locaclass="underline" un automóvil se detuvo junto a ella y levantó su puerta con un soplido neumático. Dentro estaba Serra.